domingo, 9 de octubre de 2016

Manual para sobrevivir en la clase media

He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde pasé el siglo largo de mi adolescencia. Qué diría Freud de todo esto. Tal vez una regresión infantil o un crimen no perpetrado hacia mi padre o puritita nostalgia.
He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde me bebí a Victor Hugo, a Dumas y a Saavedra antes de que la luz de una vela terminara porque, en aquella casa sin ventanas, también la luz eléctrica estaba ausente.    
                Nadie nunca fue a aquella casa sin ventanas. Me daba vergüenza. Ni amigos indiscretos ni tampoco aquella chica de ojos claros a quien nunca invité a salir por falta de huevos; por falta de huevos para el desayuno y dinero para comprarlos e invitarla a tomar un helado.
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde viví con mi hermana media docena de veranos, ocultándonos los dos de fiestas infantiles a las que nunca fuimos por no poder llevar regalos (y quizás también por no querer llevarlos).
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas donde, en vez de piscina, era necesario llenar una cisterna cada tanto porque, en aquella casa sin ventanas, tampoco había agua potable ni agua caliente ni regadera.
                Muchos años después, la nueva casa tuvo ventanas y cortinas y una regadera a la que, desde entonces, me he vuelto un adicto con un gusto muy condenado. Y hubo luz eléctrica y televisión y, como un milagro, incluso mi primera computadora donde empecé a intentar escritos como éste que luego perdería en un típico desastre de discos duros traicioneros. Me hundí en una profunda depresión que me condujo a recorrer Europa con mi tragedia a cuestas porque, para entonces, también tenía dinero para gastar en esas cosas y comprar helados a chicas de ojos oscuros y miopes que cotizaban en euros.
                Y, de regreso, conseguí cuentas de banco y nóminas y depósitos de tres y hasta cuatro ceros por algunas temporadas y otros viajes y otros sueños y otras varias mentiras.
                Hoy hablo de consumo, de inversión, de gasto, de importaciones; planeo vacaciones de verano y renuevo pasaportes, recibo regalías temporales por proyectos a futuro y me ofrecen contratos de esclavitud a largo plazo que evito aceptar a toda costa. También eso me avergüenza.
                Hace tiempo, un amigo habló de mi progreso, de mi ascenso social, de la suma de mis logros. Le dije que sí, que claro, que qué bueno. Pero no. No me sentí contento.
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas porque me pregunto si estaré dispuesto a volver ahí, lanzar al fuego este manual para sobrevivir en la clase media y recomenzar.

   Confieso, con cierto orgullo, que pensar en aquella casa sin ventanas ya no me produce vergüenza. Quizás, después de todo, escribir este manual de supervivencia haya servido para algo.   

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Instrucciones para acallar a la estulticia

La mejor forma conocida es el silencio. De uno, pero también de los otros. La estupidez humana es, como el universo, infinita. Ahora se dice del universo que se expande y se contrae. Aplíquese la misma regla: la estupidez humana se expande y se contrae, aunque no simétricamente. Se expande más de lo que se contrae.

                Lo anterior, para los iniciados, es, en sí mismo, una tautología. Estupidez humana es una duplicación innecesaria. Estupidez es a humanidad lo que humanidad es a estupidez. Prueba es éste discurso ipso facto.

A veces, muy de vez en cuando, se contrae un poco y Miguel Ángel pinta la Capilla Sixtina o Borges escribe El Aleph o Beethoven compone La Novena. Miguel Ángel, Borges o Beethoven. Ellos; no “la humanidad”. Y muy a pesar de formar parte de la misma.

Hasta yo, con toda mi humanidad a cuestas, tengo leves ataques de lucidez. Especialmente cuando me callo. Y sin embargo…

Para colmo de males, me pagan por no callarme, lo cual ha dimensionado mi estupidez a niveles estratosféricos. Si pudiera, contaría la sarta de idioteces que digo por minutos aunque estoy demasiado ocupado en decirlas como para tener tiempo de contarlas.

Y cuando por fin un chorrito de sensatez o una pausa para tragar saliva me hacen callarme, ocurre algo tan horripilante como mi propia perorata: alguien más, ¡oh, dios, vengativo y cruel!, toma la palabra. Y ya no hay nada qué hacer. Mis neurosis se desatan tan estratosféricamente como mi estupidez y no hay tolerancia ajena que soporte la intolerancia propia. Estúpido, cual soy, enfurezco. Qué otra cosa puedo hacer. Estupidez contra estupidez redoblada.

Así que decidí acreditar mi estupidez oficialmente. Tengo número de seguro social por ello y pertenezco a un par de nóminas. Y, claro, me hacen creer que me lo he ganado. Hasta he conseguido varias veces el título del estúpido del mes. Los bancos me ofrecen hipotecas a menos del diez por ciento anualizado, capitalizable mensualmente.

Me he especializado tanto en ella que ahora entrego reportes de resultados y planeaciones para el siguiente año. También hago cursos que me enseñan cómo aplicar mi estupidez y transmitírsela a otros, ávidos de mis estrategias de desarrollo. He conseguido acreditarme para dar cursos de capacitación.

En el primer módulo, se enseña la misión y la visión de la estulticia. En el segundo, las bases teóricas. En el tercero, las estrategias. En el cuarto, la aplicación. Para titularse hay que incubar un proyecto de estulticia y ponerlo en práctica.

He comenzado un libro que se intitula: Empoderamiento de la estulticia: aceptación y práctica en breves lecciones.

La cosa va tan bien que ahora abriré un canal de youtube. Me he autodenominado un stultuber y estoy en espera de sus likes. 



viernes, 23 de septiembre de 2016

Manual para no ser ni cura ni soldado ni marido (o para ser un inútil).

Yo creo que, al principio, me gustaban los uniformes. A los seis años, habrá sido mi padre, se me inscribió en un grupo militar infantil que me enseñó a adorar a un dios de tela tricolor mientras se le cantaba un himno fascista y tropical con la mano horizontal en el pecho y un dedo pulgar que nunca encontró su sitio.
Me gustaba ese uniforme gris Oxford con gorra de cuartel y botas militares en las que se metía el pantalón por debajo de ellas. Pero lo que más deseaba, y nunca obtuve, fue una hermosa daga, con un águila de dos cabezas en la empuñadura, que me hacía soñar con una insulsa gallardía. Todo aquello terminó cuando mi cartilla militar declaró una de las primeras inutilidades a las que luego se sumarían centenas. A causa de la medio pendejez de mi hemisferio derecho, quedé sentenciado en letras de imprenta que ya se han borrado del papel en que fueron escritas: inútil a la patria.
Años después, volví a intentarlo, pero en el bando contrario y con una capucha como uniforme, hasta que se confirmó fácticamente el veredicto de la primera vez: soy un cobarde inútil a la patria.
Luego quise ser cura. Me he tratado de convencer que también me gustaba el uniforme, aunque, francamente, ya no me acuerdo. Creo que nada más era por aquello de ser educado en una de esas escuelas católicas, apostólicas y romanas que trataban de conseguir incautos para sus ministerios y porque a mi madre, que había ya recibido su segunda decepción filial por negarme rotundamente a ser torero (soy demasiado cobarde para pararme enfrente de un animal que pesa diez veces más que yo), le brillaban los ojitos de ilusión. Cuando conocí a aquella chica, que provocó desde entonces mi afición por las piernas lindas, no fue necesario que se escribiera en ningún papel la inutilidad que yo mismo decreté a partir de entonces: inútil al celibato.
De cualquier manera, si aquellos muchachos hubieran comprendido lo que 20 años después lograría el conacyt, me hubieran ofrecido una suculenta beca, que incluyera dejar de vivir en aquella casa sin ventanas, y tal vez ahora escribiría epístolas en lugar de tesis y daría sermones en vez de artículos rebuscados. De todos modos, parece que mi destino es terminar en los seminarios.
Por fortuna, la chica de las lindas piernas me hizo dos favores: aparecer y, luego, simplemente, desaparecer como había llegado. Lo cual evitó la segunda pendejada y alargó la posibilidad de la tercera.
Como ya no doy la edad para la primera ni la moral para la segunda, me he salvado de esas dos y sólo me queda la tercera con terror.
Me preocupa.
El primer conato de peligro se llamó Adriana; el segundo, Yazmine; del tercero no quiero acordarme. Las tres lo intentaron, las tres casi me convencen, las tres, al final, decretaron el consabido veredicto, esta vez sin complemento indirecto: inútil; a secas.
A mis párvulas casi treinta y ocho primaveras, sería absurdo cantar victoria. Si llega un día de estos una más astuta que las otras tres, no necesitará darme una beca; bastará con quitármela hasta el último centavo. Y cualquier intento de resistencia, ya se sabe, será inútil.
Cansado de los veredictos ajenos, me he autodecretado otra más de mis inutilidades, aunque sea inútil sobrevivir a ella: inútil a la vida asalariada.
Para hacerla efectiva, en vez de estar escribiendo blogs, debería estar redactando mi carta de renuncia.

Pero es tarde. “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no se para quién, este texto que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. 

miércoles, 20 de enero de 2016

Manual para ser un enfermo que come y mea


La primera vez que pensé en ella aún no cumplía quince años. Luego, se volvió un acto tan cotidiano que aprendí a vivir con ese pensamiento permeando cada acto de mi vida. Mi rodilla derecha, desde aquel entonces, dio el primer aviso del error, pero, necio y estúpido, seguí creyendo que mi enfoque era correcto. Pero no: el problema no era la muerte.

Primero, fue una revelación; luego, un deseo; después, una continua sensación; hasta que se convirtió en un acto de fe, en un credo. Después de ella, nada; antes de ella, poco.

Me convertí en un pertinaz sobreviviente que despierta, trabaja, come, ríe, llora, caga, coge y mea. A veces, hasta casi alcanzo a pensar en alguna cosa interesante que me entretiene el sueño y me arrulla dulcemente el hastío. Como mero ejercicio de distracción y espera.

Lo curioso es que, a pesar de la certeza, vivimos y olvidamos. Lo que rige nuestros haceres cotidianos no es la memoria, sino el olvido. De lo contrario, el vino que bebo, el salario que recibo, el libro que leo, y el que no escribo, se volverían absurdos. Pero no, el problema no está ahí.

            Está en el dolor insistente que amenaza. Está en la tos que cada vez es menos diurna. Está en el cansancio que, de moral, pasó a ser físico. Está, ya no en tener que levantarme sin saber siquiera para qué, sino en ya no poder hacerlo simplemente.

Ahí termina la inmortalidad.

El problema no está en la muerte, sino en el largo transcurrir de la vida misma.   


            En tanto, y por ahora, soy un enfermo que come y mea. Y que el diablo me lo crea.

miércoles, 17 de junio de 2015

Manual para titularse de HUEBÓN.

Vanidoso y cretino como soy, esta es una elegía a mis títulos y certificados nobiliarios. Con reconocimiento Cum Laude, soy, desde ahora, un flamante Doctor en Tramitología por la Honorable Universidad de Estudios Burocráticos Ordinarios Nacionales, mejor conocida como HUEBÓN.

                A mis casi 37 años, he pasado por múltiples etapas académicas, un sinnúmero de devaneos teóricos e incontables críticas hacia mi postura filosófica y vivencial. En los albores de mi carrera, fui la joven promesa de quien se esperaba lo inesperado; años después, se me reconoció como la esperada decepción general del desespero.

Y, aunque algunos todavía, por ilusos o por simple afecto (lo cual resulta en pleonasmo), esperan esa novela que he prometido hace diez años, ese estudio que revele la verdad más verdadera de todas las verdades, ese estilo de vida que demuestre que es posible escapar de los fatídicos tentáculos de la monarquía social de la que somos todos súbditos no emancipados ni emancipables, la razón la sigue teniendo la mayoría, nomás por puritita probabilidad.

            De chico promesa, pasé a ser raro; de raro a inadaptado; de inadaptado a pobrecillo. Todos escalaban puestos, obtenían títulos, conseguían unos buenos genes para la reproducción o se instalaban en el escenario del reconocimiento general de los que saben pagar hipotecas y escoger regalos de boda y diferenciar el cabernet del tempranillo. Y, a pesar de ello, aún seguía apareciendo como esa clase de tipos que algo saben, aunque nadie sepa qué.    

             Pero la gloria nunca dura para siempre y mis saberes, cualesquiera que estos fueran, quedaron obnubilados por la ausencia de títulos colgados en mi pared. Los licenciados, maestros y doctores, en cuya mesa me sentaba, tenían más verdades por decir que un pobre diablo con carrera trunca y talentos sin cumplir. En algún momento, yo mismo llegué a creer, muy absurdamente, que sus ostentosos títulos de veras les daban cierta potestad para opinar levantando la voz con autoridad y acallar la mía. Esto sin contar con las honoríficas menciones de otros doctos más doctos que ellos mismos y a los cuales no se podía ni mirar a los ojos.

                Por curiosidad y, sobre todo, por ocho mil pesos mensuales, me uní a la legión de los que obtienen el derecho de opinar sobre las cosas trascendentes de este mundo. Mi paso de la esperanza a la expectativa, de la expectativa a la extrañeza, de la extrañeza a la decepción, duró menos de tres meses. En menos de tres meses comprobé lo que ya me sospecha, pero, por desconocimiento de causa, no podía afirmar con certeza: las academias son sólo los templos de la veneración de la ignorancia especializada. Eso sí, con palabras rimbombantes y muchos nombres qué citar en las reuniones. Basta con cambiar la articulación de una frase para que dé resultado. No diga: “yo creo que…”. Es preciso comenzar con algo como: “el posestructuralismo postula que…”. Y, para no enardecer a las turbas doctorales, por ningún motivo se atreva a rechistar: “¿y qué postula usted, oh, gran sabio sabedor?”. Porque obtendremos una mirada furibunda y una enardecida respuesta para ocultar la turbación que causa darse por descubierto ante la falta de argumentos propios. Hay que asentir simplemente y sonreír con beatitud mientras un pobrecillo de carrera trunca, que sí lee cada libro de su biblioteca no expuesta al público, piensa cosas como: “Yo opino que Marx y Foucault y Derrida son gente seria, pero que usted está bien, pero bien, pero si bien pendejo, estimado doctor”.

                Pero ya soy uno de ellos. Con mi flamante título de Doctor en Tramitología, avalado por HUEBÓN, he recuperado mis credenciales y mis saberes en un tris-tras. Llenando infinidad de formatos, tramitando un papel que me dé derecho al otro papel, que a su vez permita tramitar el siguiente, y así ad infinitum, pagados todos los derechos para tales efectos y aprendiendo cómo resolver el entramado meollo de obtener el documento uno que requiere del dos, que a su vez requiere del uno, otra vez he vuelto a ser uno de esos que sabe mucho, aunque nadie sepa qué.

                Con mi inmenso pedazo de papel Marina Conchiglia de 175 gramos, tamaño DIN-A3 (a que me leo muy doctor con tantas especificaciones técnicas, ¿no?), lo cual, para pobrecillos mortales, significa que no cabe en ninguna mochila de tan pinchísimo grande que es, como si el tamaño del papel fuera directamente proporcional a cuánto se puede uno parar el culo con semejante mamotreto, me voy directo a un lugar a que me lo enmarquen para presumirlo en la sala de mi casa. En la foto, ya no me veo como el pinche feo que he sido, sino como el chingón doctor que soy a partir de ahora.

                Desde hoy, mi hora de trabajo, mejor conocida en el argot como hora-clase, vale más que la hora de trabajo del señor que sube ladrillos sin descanso de 9 a 6, cada día y de lunes a sábado, hasta el piso 32 y de regreso. De HUEBÓN he recibido ya una oferta de trabajo por mis méritos académicos. De HUEBÓN saldrá mi posdoctorado y de HUEBÓN saldrán mis ingresos de los próximos 30 años. Ya tengo derecho de opinar otra vez. Ya valen otra vez los libros que he leído. Ya me llaman otra vez a las reuniones del cabernet y el tempranillo y ya puedo decir pendejadas de nuevo, a diestra y siniestra, y ver como asienten con la cabeza varias veces. Ya puedo decir, no sin poco orgullo y a mucha honra, sin que nadie haga otra cosa que venerarme por ello: Señoras y señores, ignorantes e ignorados, inemancipables e inemancipados: soy HUEBÓN; escúchenme, postrados.


viernes, 2 de enero de 2015

Instrucciones para años nuevos


Como es de conocimiento público, (y si no lo es, lo doy a conocer ahora), pocas son mis filiaciones a los festejos cotidianos. No entiendo mucho de celebraciones. No logro comprender del todo los cumpleaños felices, ni las navidades con villancicos ni los años nuevos, que vienen y van, con sus cuestas de enero y su aumento del 3% a la gasolina y sus propósitos que antes de febrero ya sabemos que, otra vez, no habremos de cumplir.

                Nadie me cree, pero más de una vez he olvidado el día de mi cumpleaños, lo cual implica que nadie tuvo a bien recordármelo. Sí, sí; es hora de preguntarse: ¿acaso este pobre pendejo no le importa a nadie? En contra de las morales en turno, opino lo contrario: creo que hay más gente que me quiere que la que quiero yo, aunque no sé cómo ni sé bien por qué. Algo debo de hacer bien, en medio de todo, para que me quiera quien yo quiero; algo debo de hacer mal para ser querido aún por aquéllos a quienes adeudo reciprocidad.

                Estas celebraciones multitudinarias sirven para confirmar quién está en la lista, quién se va, quién regresa. Los que están, llamarán también mañana. Los que se han ido, ya no me dirán un hola el 1 de marzo sin necesidad de pretexto. Los que regresan, me hacen pensar en mí a través de ellos.
            
            Hace años, en algún lugar de este achatado mundo, conocí a un tipo por 3 ó 4 días. Recorrimos una ciudad descolorida, cada uno con una botella de vino en la mano y una Verónica en la otra (ahora que lo escribo, me sorprende recordar su nombre). Luego, al cuarto o quinto día, él siguió recorriendo el mundo y yo me quedé con la esperanza de ir a una isla a la cual no llegué nunca. Eso fue todo. Sin embargo, el tipo me escribe cada tanto desde entonces. Ha pasado por docenas de ciudades y centenares de gente y sigo sin saber cómo, a pesar de ello, aún viene a refrescarme la memoria. ¿Qué hace que alguien nos recuerde? Algo deja uno después de pasar su sombra.

                Con el pretexto de los años viejos, alguien más también me ha llamado. No me sorprende recordar su nombre ni que ella recuerde el mío; me sorprende, tal vez, que aún necesite pretextos para enunciarlo.  Once años después, mientras nos cantábamos las 4 y 10 en prosa, con el cine y las clases de francés incluidas, los muy bien y la foto de uno o dos gatos en temporal sustitución de un hijo aún no nacido, me descubrí con la nostalgia de la nostalgia. Recordé mis emociones de aquellos días (recordé que las había sentido; no fui capaz de sentirlas de nuevo), recordé cuando no necesitaba pretextos y supe, no sin pesares, que el niño que fui ya estaba dormido.

Neruda diría: “Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise”.

                Ya es 2 de enero. Tengo que terminar artículos, hacer declaraciones fiscales, preparar un curso, reescribir por décima vez el capítulo de mi novela, hacer un proyecto de supervivencia y soportar, de la mejor forma que sea posible, el paso de nuevos años nuevos. Esta nota es el último vestigio de mi nostalgia estacional. El eterno viajero, lo sé, seguirá escribiendo para confirmar que puedo ser un tipo memorable. Ella volverá a buscar otro pretexto, también lo sé, aunque ahora ya no importe. De todos modos, Iñárritu tiene razón: “también somos lo que hemos perdido”.

                Otras certezas tengo mientras tanto. Mi teléfono va a sonar en cualquier momento sin necesidad de pretextos. Uno me recitará las novedades de los tres únicos temas que le importan en la vida y colgará hasta nuevo aviso. Otro me hará triple sesión terapéutica sin cobrarme un centavo. La doña, con el paso de los días, perdonará al espíritu de las navidades pasadas y volverá a invitarme con el espíritu de las navidades por venir. La vida seguirá ocurriendo sin remedio.

                Hace más de una década que escribí: dónde siempre, dónde siempre. Desde cuándo es siempre o cuándo dejó de serlo.

Y sigo estando aquí, dejando que los años nuevos se vayan haciendo viejos; sin prometer cartas que ya no escribiré.


miércoles, 29 de octubre de 2014

Manual para cumpleaños


ADVERTENCIA: ESTA NOTA INCLUYE NOMBRES, SITUACIONES, RECLAMOS, CRÍTICAS FLAGRANTES QUE PUEDEN HERIR LAS SUCEPTIBILIDADES DE LOS PROTAGONISTAS. SI SUFRE DE DELIRIOS DE VENGANZA O ALGÚN TIPO DE AFECCIÓN QUE VAYA EN DETRIMENTO DE NUESTRAS RELACIONES NACIONALES O INTERNACIONALES, PÚBLICAS O PRIVADAS, ABSTÉNGASE DE CONTINUAR LEYENDO DESPUÉS DEL PUNTO.

Muchas personas tienen un particular interés por sentirse especiales. Si supieran lo difícil que resulta serlo, se lo pensarían dos veces antes de desearlo. Uno [eufemismo que, traducido, quiere decir: yo zí me ziento ezpezial (desde aquí veo su sonrisita misericordiosa; la soportaré con beatitud)], no come lo mismo (nada de ensaladitas o mamadas light, life ni orgánicopluquamperfectas); no se divierte según los códigos de la moral vigente (sí, Pili, sí; ya estoy en eso del cuarto y quinto paso); no coge del modo corriente (no, carajo; no me refiero a lo del conejo asexuado, chico zen); ni sabe organizar fiestas de acuerdo a las necesidades de personas tan ezpeziales como uztedez ni, como empieza a resultar evidente, sabe hacer apologías del modo habitual por no haberlos invitado a mi macrofiesta de cumpleaños. No obstante, haré mi mejor esfuerzo.

No sé si hacerlo en orden alfabético, de importancia, de género, de número o de caso o simplemente dejar que la cosa fluya con los menos fluidos posibles.

A la niña, no la invité por asuntos legales; a la pinta, por pintoresca; a la Santa María, por razones más que obvias: hubo mucho sexo, poco pudor y nulas lágrimas. Shhhh, ¡mutis! Empiezo a sufrir las consecuencias del naufragio de las tres carabelas.  

A mi la otra, no la convoqué por clandestina; además, cumple años el mismo día y, entre mi fiesta y la suya, preferí la mía.

El Waldo duerme a las once en punto y en punto a las once comenzó la fiesta; ni modo que invitara a la Pilarica y al Waldo no. Y, siendo lunes laboral y martes ídem, fue casi un acto de buena voluntad. Mr. & Mrs. God’s intentan resolver el peliagudo asunto de la división social del trabajo; que lo sigan intentando un poco más y, ya que se desahucien, les contamos de un tal Durkheim. Al chico zen le negamos la admisión por temor a que el pinche fénix se transforme en pleno festejo, le dé por sacar toda la ira contenida de los últimos diez años y acabé madreándose hasta a los de la otra fiesta, nomás por cumplir años el mismo día que moi. Miamigo fue desechado para evitar que me espantara a mis propios pollos con su nariz de anchoa. Al Vasco por mismas razones y porque, si juntamos a los dos, segurito acabamos en el Madelas con pérdida de vista periférica. Al Bis, por todas las razones anteriores.    

El Fredy porque, ya entrada la madrugada, se pone de malacopa gritando: ¡Chayis! ¡Cántate otra vez Stephanie! Y ya que uno accede gustoso a derrochar harto talento, el muy sátrapa se queda jetón en la silla y, en medio del delirium tremens, balbucea: ¡Y que se junten! A la Doña por provocar que los meseros tengan que defenderme de sus iracundas arengas posmodernas; hasta el enano malévolo (no yo, sino otro) del Bull se  ve obligado a auxiliarme. A la Babucha por el síndrome de puentitis que le aqueja y que la mantiene en un estado de iluminación perpetua.

El Robles es un radio star; tons, no pudo estar. Mis admiradores, a causa de su embeleso, resultan bastante catatónicos para el asunto festivo; mis admiradoras suelen hacerse bullying unas a otras y, con el riesgo de las anchoas cerca, mejor las atendemos de una en una, a dos de tres y sin límite de tiempo.

De los que me faltan en la lista, a unos los olvidé a propósito; a otros, también. Tienen un año entero para hacer méritos, a ver si consiguen un pase para la del siguiente.


Fue un fiestononón. Harta albricia. Harto regalo. Personalidades de talla internacional  que pesaban en libras. Hubo papas, a la francesa, a la mexica, a la capri, a la che, a la chi y a la inversa. Temas variados e interesantísimos. Desde el cocido perfecto de la pasta hasta el trascendente sentido de la insipidez. Risa fácil y llanto moderado. Se tocó lo que y a quien se pudo. Y, finalmente, cuando estábamos en el punto máximo del delirio y la fiesta ascendía a las alturas del mismísimo Gatsby, me cansé de tanta frivolidad absurda y me oculté en la oscura y sencilla soledad de la butaca G6, sala 4, función de las 18.30. El médico alemán es una película sencilla, pero, ¡ah, qué bien contada está! 

jueves, 5 de junio de 2014

Instrucciones para ser social en la red

Hace mucho que pienso en esto. Desde que llegué a esta ciudad y me cambiaron las reglas de convivencia, desde que había que hacer cosas que nunca he comprendido, sólo porque en este lugar se hace de este modo. Tuve amigos, los perdí; tuve nuevos y volví a perderlos. Conseguí besos, caricias, carnales batallas cotidianas que tardé más tiempo en conseguir que en perderles la emoción primera. He cambiado tantas veces de opinión que se me están acabando las opciones, he perdido tantos principios que sólo me quedan los finales.

                Hago una pausa en mi documento de mentiras y, por primera vez, desde hace un incontable tiempo, entro a facebook, específicamente a buscar una nota que alguien escribió y que me dio vueltas el resto de la tarde.

                Yo no entiendo nada de reivindicaciones sociales. Me han dicho que facebook es una representación del mundo de la aceptación a través del “me gusta”, de comentarios del tipo: qué bien escribes, qué feliz te ves en esa foto, felicidades por tu éxito, ánimo con los fracasos, sabes que yo siempre pienso en ti.

                De ser el caso, es momento de suicidarse. Nadie me pone ni likes ni qué bien escribes ni felicidades por mis desconocidos éxitos ni ánimos por mis ignorados fracasos. No hay aplausos para las bodas que no he tenido, para no joderle la vida a nadie 24 horas al día, ni por los hijos que no tendré, por intentar ser un no padre responsable. A nadie le importan los libros de mi biblioteca si no los exhibo como trofeos, nadie me considera escritor si no publico libros que tampoco leerían si existieran. Para colmo de males, no soy guapo ni polite ni cute ni nice ni buena onda ni tengo bonita letra. Sólo escribo frases de 140 caracteres que dan cuenta de mis múltiples odios por el mundo, de mis crecientes neurosis, de mi falta de cortesía. A veces, muy a veces, cuando una buena idea se me ocurre, cuando una de las 3000 frases vale la pena, pasa tan de largo como las otras.

En síntesis: un día, llegué a esta ciudad y supe que algo no andaba bien, que algo de mí no coincidía con los otros. Cuando el mundo se abrió y aparecí en aquella ventana, supe que no sólo era esta ciudad ni el vecino ni mi compañero de banca en la clase de economía política. Supe que no sabía cómo actuar ante el mundo de las fotos, las sonrisas, los éxitos impostados, los fracasos ocultos, los te extraño, los nos vemos pronto, los cumpleaños felices, los perros sin dueño, las revoluciones on line, los memes, los mimes y los mames. Y supe, o lo fui sabiendo precisamente por todo eso, que no estaba nada mal ser lo que es uno, que no soy ni Bill Gates ni el Che Guevara, que no soy ni el maldito Paulo ni el bendito Borges, que no soy ni la Madre Teresa de Calcuta ni Adolf Hitler, que no soy Einstein ni Forrest Gump, que no soy Hulk ni el Dalai Lama. Que simplemente soy lo que soy y con eso a veces no basta, pero otras hasta sobra. Y cuando, como ahora, mis amigos comienzan a asumirlo también para sí mismos, no hay necesidad de likes y dislikes para saber, tácitamente, que, detrás de las fotos y las sonrisas, todavía hay personas y todavía sonará el teléfono y todavía eso puede ser promesa de una sonrisa de nuevo. Y aún no hay fotos tan instantáneas que puedan captar eso.


miércoles, 23 de abril de 2014

Instrucciones para confesar lo inconfesable

Cada que lo pensaba, me resistía, me lo negaba a mí mismo. Pretexté múltiples absurdos, traté de distraerme con otras glorias, quise engañar a mi pesaroso corazón con fatuas alegrías y, al fin, asumiendo la victoria de mis emociones sobre mi razón, no tuve más remedio que aceptarlo. Primero, después de numerosas luchas con mis demonios diurnos y nocturnos, a mi misma mismisidad; luego, a cada uno de mis amigos que me miraban con esa morbosa expresión que yo adivinaba de antemano: no que no, papacito; no que tú jamás de los jamaces, no que muy racional, no que eso era para puro perdedor como nosotros, no que el libre albedrío y demás monsergas discursivas. Sí; lo sé, qué remedio; a tragarme a bocanadas cada una de mis insulsas palabras y aceptar, sin ninguna dignidad, el escarnio público. A mis enemigos no tuve que avisarles; siempre se enteran por su cuenta; sospecho que eso de los amigos es una malévola red de espionaje digna de la CIA o la KGB.

Sólo para confirmar lo que ya era más que evidente, me pasé, como sin querer queriendo, al consultorio de un amigo que, curiosa coincidencia, ese día y a esa hora, estaba disponible. Después de mil corteses devaneos, me atreví, con la voz agudizada por la vergüenza, a confesar que algo me pasaba. Él, con esa sonrisa que hace pa’ empatizar con uno, cruzó piernita y se prendió un cigarro sin dejar la sonrisa. Adiviné que había adivinado. Me sonrojé, alargué la pausa, le robé uno de sus cigarros y, al encenderlo, noté que el pulso me temblaba más de lo normal. En las nubladas seis de la tarde, yo sudaba como en el mediodía de Acapulco. Tragué saliva y mentí: no sé lo que me pasa.

Le conté, durante cuarenta minutos, cada uno de mis síntomas; desde los decentes hasta los absurdos, desde los confesables hasta los inconfesables. Le hablé de mi falta de concentración, de mis melancólicas elucubraciones, de mis insólitos planes a futuro, de mi reciente afiliación a una institución hipotecaria, de mi interés por los bienes raíces y las mueblerías, de mi paulatina eliminación de mis contactos femeninos (sobre todo los menores de treinta años) exceptuando los que no incluyeran sexosas intenciones, de mi perdida afición a salir de noche (ligues incluidos), de esa sensación en la boca del estómago varias veces al día, de la ansiedad por llegar a casa, de mis vegetales cambios alimenticios, de mi cambio de hábitos, de mi cambio de opinión sobre ir al cine acompañado, de mi cambio de whisky a vino tinto y de tacos árabes al spaghetti al pomodoro, de mi cambio de jeans a punto de romperse por pantalones de casimir impecables, de, en síntesis, mi cambio con respecto al cambio.

Cuando terminé mi incontable lista de síntomas vergonzosos, aún sonreía, aún cruzaba la pierna, aún se mecía ligeramente adelante y atrás, como hace cuando ya sabe lo que sabe. Me quedé callado, esperando su ya, por demás, adivinado veredicto. Por respuesta, tuve una pregunta salida de entre la piadosa sonrisa:

—Y, dime, Mi Ray, ¿qué se siente madurar?

Me dio aún más vergüenza confesarle que, lo peor de todo es que, no, no se siente uno tan mal.

martes, 15 de abril de 2014

Instrucciones para decir mentiras

En mi primer taller literario, aprendí lo que, hasta hoy, es uno de los ejes, no sólo de mi literatura, sino de mi forma de asimilar el mundo: la diferencia entre verdadero y verosímil. La literatura no es verdad, pero exige ser verosímil; si no, mejor dedicarse a otra cosa. Me ha llevado años entender que eso, no sólo aplica a la literatura, sino a casi (¿o sin el casi?) todos los ámbitos de la vida.
          Soy un mentiroso profesional o, para ser sincero, un mentiroso que se profesionaliza cada día. Sépanlo de una vez: los escritores son bípedos parlantes que viven de decir mentiras. Hay unos que lo hacen bien, otros que lo hacen mal; hasta hay algunos que logran publicarlas.

Primero, comencé a decirlas; luego, empecé a garabatearlas. Las mentiras, como los pecados, pueden ser de palabra, de obra y de omisión. Se hace tan a menudo que, de ahí la muy conocida confusión en mi cabeza: ya no sé si lo viví, lo soñé, lo leí, lo escribí o me lo contaron. He llegado al absurdo de contárselo a quien me lo contó. Cuando ya no se sabe lo que es y lo que no, la verosimilitud está completa. El juego consiste en mentir y ser mentido, en creer y ser creído.  
          
      Me mintieron un dios y yo lo mentí a su vez; al punto de ser ministro de tal mentira. Un día, su verosimilitud se desvaneció como se desvanece una oblea envinada entre paladar y saliva. Luego, vino el tiempo de las revoluciones, de los discursos enardecidos, de disparar comunicados. Se me acabó la tinta y una pulmonía me dejó sin voz. Para cuando me había recuperado, me desperté sentado en un escritorio tratando de cuadrar haberes con deberes a cambio de algo tan mínimo como un salario que, por aquel entonces, me alcanzaba para mis primeras cervezas pagadas por mi deber y consumidas por mi haber. Al descubrir mi adicción por el whisky, ya no había punto de retorno. Con eso del amor, no sé quién mintió primero, si yo o ellas; de lo que estoy seguro es que así descubrí mi afición por las mentiras creíbles; tan creíbles que parezcan increíbles.

                He creído y descreído tantas veces que la espera del siguiente descreimiento ya funge como acto de fe. Y, lo que es más increíble, aún hay gente que cree en mí, lo cual no sé si me enternece o me avergüenza. O ambas. El hecho demuestra que no soy el único que gusta de creer en pendejadas. En el fondo, a lo mejor creen en mí como yo creo en dios y, entonces, debo de empezar a deprimirme, cosa que, como se sabe, no requiere de pretextos.

                Me gustan las mentiras; decirlas, por eso escribo; que me las digan, por eso leo. He dejado de creer en tantas cosas que lo único en lo que me resisto a dejar de creer es en las mentiras. La verdad es una mentira inverosímil; prefiero las mentiras francas, elaboradas, sólidas, sinceras.


                Llevo varios meses escribiendo un documento de mentiras, de mentiras inverosímiles. Ya no lo soporto. Nada hay en mis palabras que represente un atisbo de credibilidad. Engañar así, lo detesto. Es abominable. Sigo prefiriendo la literatura que francamente me engaña desde la primera frase y no deja de hacerlo, sin pudor, hasta el final. Ahora el cine comienza a seducirme. Alguna noche, todavía, disfruto mentir a besos y falsear caricias. Aún escribo. Aún creo en este fascinante arte de mentir. A punto estoy de soñar la siguiente mentira. A su salud, mentirosos y engañados.