Vanidoso y cretino como soy, esta
es una elegía a mis títulos y certificados nobiliarios. Con reconocimiento Cum
Laude, soy, desde ahora, un flamante Doctor en Tramitología por la Honorable Universidad
de Estudios Burocráticos Ordinarios Nacionales, mejor conocida como HUEBÓN.
A
mis casi 37 años, he pasado por múltiples etapas académicas, un sinnúmero de devaneos
teóricos e incontables críticas hacia mi postura filosófica y vivencial. En los
albores de mi carrera, fui la joven promesa de quien se esperaba lo inesperado;
años después, se me reconoció como la esperada decepción general del desespero.
Y, aunque algunos
todavía, por ilusos o por simple afecto (lo cual resulta en pleonasmo), esperan
esa novela que he prometido hace diez años, ese estudio que revele la verdad
más verdadera de todas las verdades, ese estilo de vida que demuestre que es
posible escapar de los fatídicos tentáculos de la monarquía social de la que
somos todos súbditos no emancipados ni emancipables, la razón la sigue teniendo
la mayoría, nomás por puritita probabilidad.
De
chico promesa, pasé a ser raro; de raro a inadaptado; de inadaptado a
pobrecillo. Todos escalaban puestos, obtenían títulos, conseguían unos buenos
genes para la reproducción o se instalaban en el escenario del reconocimiento
general de los que saben pagar hipotecas y escoger regalos de boda y
diferenciar el cabernet del tempranillo. Y, a pesar de ello, aún seguía apareciendo
como esa clase de tipos que algo saben, aunque nadie sepa qué.
Pero
la gloria nunca dura para siempre y mis saberes, cualesquiera que estos fueran,
quedaron obnubilados por la ausencia de títulos colgados en mi pared. Los licenciados,
maestros y doctores, en cuya mesa me sentaba, tenían más verdades por decir que
un pobre diablo con carrera trunca y talentos sin cumplir. En algún momento, yo
mismo llegué a creer, muy absurdamente, que sus ostentosos títulos de veras les
daban cierta potestad para opinar levantando la voz con autoridad y acallar la
mía. Esto sin contar con las honoríficas menciones de otros doctos más doctos
que ellos mismos y a los cuales no se podía ni mirar a los ojos.
Por
curiosidad y, sobre todo, por ocho mil pesos mensuales, me uní a la legión de
los que obtienen el derecho de opinar sobre las cosas trascendentes de este
mundo. Mi paso de la esperanza a la expectativa, de la expectativa a la
extrañeza, de la extrañeza a la decepción, duró menos de tres meses. En menos
de tres meses comprobé lo que ya me sospecha, pero, por desconocimiento de
causa, no podía afirmar con certeza: las academias son sólo los templos de la
veneración de la ignorancia especializada. Eso sí, con palabras rimbombantes y
muchos nombres qué citar en las reuniones. Basta con cambiar la articulación de
una frase para que dé resultado. No diga: “yo creo que…”. Es preciso comenzar
con algo como: “el posestructuralismo postula que…”. Y, para no enardecer a las
turbas doctorales, por ningún motivo se atreva a rechistar: “¿y qué postula
usted, oh, gran sabio sabedor?”. Porque obtendremos una mirada furibunda y una
enardecida respuesta para ocultar la turbación que causa darse por descubierto
ante la falta de argumentos propios. Hay que asentir simplemente y sonreír con
beatitud mientras un pobrecillo de carrera trunca, que sí lee cada libro de su
biblioteca no expuesta al público, piensa cosas como: “Yo opino que Marx y Foucault
y Derrida son gente seria, pero que usted está bien, pero bien, pero si bien
pendejo, estimado doctor”.
Pero ya soy uno de ellos. Con mi flamante
título de Doctor en Tramitología, avalado por HUEBÓN, he recuperado mis credenciales
y mis saberes en un tris-tras. Llenando infinidad de formatos, tramitando un
papel que me dé derecho al otro papel, que a su vez permita tramitar el siguiente,
y así ad infinitum, pagados todos los
derechos para tales efectos y aprendiendo cómo resolver el entramado meollo de obtener
el documento uno que requiere del dos, que a su vez requiere del uno, otra vez
he vuelto a ser uno de esos que sabe mucho, aunque nadie sepa qué.
Con
mi inmenso pedazo de papel Marina Conchiglia de 175 gramos, tamaño DIN-A3 (a
que me leo muy doctor con tantas especificaciones técnicas, ¿no?), lo cual,
para pobrecillos mortales, significa que no cabe en ninguna mochila de tan
pinchísimo grande que es, como si el tamaño del papel fuera directamente
proporcional a cuánto se puede uno parar el culo con semejante mamotreto, me
voy directo a un lugar a que me lo enmarquen para presumirlo en la sala de mi
casa. En la foto, ya no me veo como el pinche feo que he sido, sino como el
chingón doctor que soy a partir de ahora.
Desde
hoy, mi hora de trabajo, mejor conocida en el argot como hora-clase, vale más
que la hora de trabajo del señor que sube ladrillos sin descanso de 9 a 6, cada
día y de lunes a sábado, hasta el piso 32 y de regreso. De HUEBÓN he recibido
ya una oferta de trabajo por mis méritos académicos. De HUEBÓN saldrá mi
posdoctorado y de HUEBÓN saldrán mis ingresos de los próximos 30 años. Ya tengo
derecho de opinar otra vez. Ya valen otra vez los libros que he leído. Ya me
llaman otra vez a las reuniones del cabernet y el tempranillo y ya puedo decir
pendejadas de nuevo, a diestra y siniestra, y ver como asienten con la cabeza
varias veces. Ya puedo decir, no sin poco orgullo y a mucha honra, sin que
nadie haga otra cosa que venerarme por ello: Señoras y señores, ignorantes e
ignorados, inemancipables e inemancipados: soy HUEBÓN; escúchenme, postrados.