miércoles, 6 de febrero de 2008

Manteles largos

Hace muchos años, me pregunto yo ¡Qué tiene mi cara que invita a la confidencia! En casi 30 años de penas y zozobras, he oído tantas confesiones insulsas como un párroco de iglesia pobre. Las hay de todos los tipos. Mis ataques antimatrimoniales se los debo a las centenas de divorcios, ropa sucia en el piso y platos sin lavar que me han contado. Por consiguiente, mi vida sexual se ha ido a la mierda también. Entre tanto, he aprendido a fumarme una cajetilla completa en una sesión de café, a mirar a mi interlocutor atentamente mientras pienso en mi incapacidad para comprender la teoría de la relatividad, a traducir mentalmente al francés o al italiano letreros como "gracias por su propina" o "café y pastel por 45.80" o a tratar de entender la importancia de los números primos en la teoría cuántica. De vez en cuando hago una pausa para notar en qué parte de la conversación estamos; después de confirmar que seguimos sin novedad, regreso a pensar en las piernas de la chica de la tercera mesa a la izquierda. A fuerza de insistir, mi pregunta original se ha desvanecido en un dulce tormento cotidiano y ya no es una queja, sino un modus vivendi que me ocupa el tiempo de 5 a 8. Pero cuando uno cree que ya ha pasado lo peor, que las historia familiares van a quedar sólo en un mal relato lleno de muletillas como "haz de cuenta" y "obvio que yo no la pelé", uno se descubre instalado a la mitad de su maravillosa condición de clase media. No se preocupen, su cara no tiene nada que invite a la confidencia. No pierdan el tiempo en preguntárselo, lo que viene a continuación es una suerte de venganza. La culpa es de uno que, en vez de saciar la mala costumbre del hambre diaria con las sobras del refrigerador o la última sopa instantánea, cae en la tentación de comer en compañía. De pronto, me encuentro rodeado de 3 ó 4 parejas, felizmente casadas, que se miran con meloso pudor y ríen de bromitas caseras masculladas, mientras la servilleta de tela les cubre la sonrisa. Viene primero la sopa. Alabanza a la sopa. Luego el espagueti. Loas al espagueti. Como tercer elemento comestible un plato enorme con un pequeño trozo de carne en el centro, en salsa de algo blanco, y una guarnición de algún vegetal que mi reducido vocabulario culinario define siempre como lechuga. Vivas, confetis y serpentinas a la carne, a la salsa y a la falsa lechuga. Intercambio de recetas. Así es como han llegado a mi diccionario personal palabras como exquisito o delicioso que he incluido en otros relatos pudendos. Para cuando el postre arriba, ya es todo una orgía (la única que habrá) de alabanzas culinarias. Mi falta de experiencia en estos menesteres me vuelve un poco tímido. Así que yo sólo como y callo. A cada nueva alabanza hago comparativos mentales. Una de dos: o ninguno de ellos había comido sopa en su vida o mienten arteramente. Yo, en lugar de una sopa exquisita, me he comido una sopa simple y llana, de coditos o fideos, pero igual a muchas otras, sin pena ni gloria, pues. El espagueti un poquito insípido, le faltaba algo que no sabré nunca lo que es. Por lo del trocito de carne con salsa de algo, no puedo decir mucho: en mi vida había comido tal cosa, así que no tengo opinión a causa de ignorancia. La falsa lechuga, bien. El dulce me caga al tercer bocado, de modo que yo podría omitir el postre. Si la ocasión lo amerita, y no hay queja fumatoria, se bebe café y se fuma. Al fin llegamos a un escenario que conozco. Se intercambiarán consejos matrimoniales y de cuidado infantil, se evitarán temas de la vida cotidiana como gases intestinales o las costumbres sexuales mutuas que podrían despertarme algún tipo de interés. Por fortuna, en esas ocasiones no se pide mi opinión, por desconocimiento del tema, así que puedo concentrarme en la traducción al francés o al italiano de frases como "oración para ser buenos esposos" o "dieta de la luna en 28 días". Antes de lograr la traducción, porque no tengo idea cómo se dice dieta en francés o en italiano y supongo que es algo como dieté o dietiina, me doy cuenta que el menú de hoy ha sido producto de comer con seis u ocho amigos gordos, o en camino de serlo, y he pagado el costo de eso quedándome con hambre. Entonces me invento cualquier pretexto para huir deprisa y venir a comerme las sobras del refrigerador o la última sopa instantánea acompañada de una cerveza oscura que me quite un poco el mal sabor de boca.