lunes, 30 de septiembre de 2013

Instrucciones para recuperar lectores (as)


Yo pensaba, muy sinceramente (a veces de verdad todavía me es dado tener pensamientos sinceros), que con el divorcio, con más tiempo disponible, podría recuperar a los lectores de mis blogs cuasi abandonados. Me dije: una vez por semana no está mal; cuestión de días para recuperar a mis lectores hambrientos de palabras. Está bien, está bien, como hoy es uno de esos raros días en que me ataca la sinceridad, lo confieso: más que recuperar lectores, me interesa recuperar lectoras. ¿Tiene eso algo de malo?

                Yo sé bien que, en el interior de sus párvulas y soñadoras cabecitas, un escritor vende bien. Se imaginan cosas formidables. Hace años, cuando todavía publicaba, tenía varias lectoras. Una de ellas, me escribía cartas diciéndome lo bueno que era. Un día de soledad, decidí contestarle. Que gracias, que un gusto. A los pocos minutos, tenía su desmedida respuesta.

                La gente de veras se hace unas ideas fantásticas de los escritores. Bastaron dos o tres mails continuos para que comprendiera que ella no me escribía a mí, sino a Sean Conery. Un Sean Conery que lo sabía todo, todo, pero de veras todo, de la vida. Alabó mi experiencia, mi conocimiento de la vida, del mundo. Yo, naturalmente, le respondía mientras el tintinear de mi whisky en las rocas era apagado por el embravecido chocar de las olas contra los riscos que sostenían mi casa, en algún punto perdido de la Gran Bretaña.

                Mientras no era Sean Conery ni bebía whisky ni chocaban las olas en el risco, solía tener veinte años y diez pesos en la bolsa. Mi vasta experiencia de la vida la conseguía entre malas clases de universidad, media docena de amantes que no alcanzaban ni mis veinte años y que se dejaban toquetear al aire libre, los felices cigarros sin filtro que no se devoraban demasiado de mi presupuesto y los libros que se dejaba robar Alejandro cada tanto a cambio de que yo convenciera a las sexagenarias para que no entraran a su taller de literatura. Conseguí, además de libros, el patrocinio de algunas borracheras con oso negro y fresca de toronja rosa que aún tengo impregnada en la saliva como un vomitivo recuerdo. Entre tanto, mi fiel lectora se enamoraba perdidamente de Sean Conery, hasta que no resistió más y quiso conocer a su Oscar Wilde de pacotilla. Lo lamentable para ella es que, en lugar de Sean Conery, aparecí yo; lo lamentable para mí fue que apareció ella, así, sin más, con toda su humanidad a cuestas. Para no confesar nuestro mutuo fracaso, cogimos de todos modos. Luego, yo perdí una lectora y ella dejó de perder el tiempo. Pero son bonitas esas cosas.

                El matrimonio te quita muchas cosas; entre ellas, la autoestima. También te da otras; inseguridades, entre todo. Qué mejor forma para recuperar lo perdido que volver al lugar de mis grandes éxitos. Yo me dije a mí mismo: Mí mismo, unos cuantos pases mágicos con la indeleble vara de la palabra y, bum cata bum, volverás a ser otra vez el Sean Conery que el tiempo y el matrimonio había perdido y, esta vez, sin risco, pero con whisky; sin mundo, pero con kilómetros recorridos; con mal salario, pero suficiente para coger a cubierto. A lo mejor, si aparezco, sin Sean Conery de nuevo, se pueda sobrevivir sólo conmigo.

                Plan perfecto. O casi. Porque ahora que he recuperado todas mis sucias intenciones de ser uno de esos escritores que aprovechan su talento para seducir doncellas ansiosas de metáforas, al tiempo que te las coges sin ellas, vengo aquí a descubrir que, para lograrlo, hay que tener algo qué escribir, demostrar de algún modo que el apócrifo Sean Conery tiene algo de talento, un poquito aunque sea. Pero no. Parece que lo poco que había, si es que lo hubo alguna vez, se ha estrellado, tiempo ha, contra el imaginario risco.

                No importa. De todos modos, he sabido que, diez años después, las lectoras prefieren leer a una tal gray llena de sombras. Mala cosa.

               
               
               


viernes, 26 de julio de 2013

Manual para coger (un resfriado).

Las primeras dos semanas, cogíamos hasta en el patio de servicio. La adrenalina de ser descubiertos por la sexagenaria vecina que acostumbraba husmear desde la ventana y provocar su espanto nos parecía una divertida afrenta a su moralidad santa, católica, apostólica y romana. Para la tercera, ya nos dábamos tiempo de comer algo después de descubrir la flexibilidad que puede alcanzar un ser humano con los incentivos correctos y comer el postre usándonos mutuamente de bandeja.

                Cuando se cumplió el primer mes de matrimonio, no hallaba la hora en que dieran las seis para salir corriendo de la oficina e ir a hacerle todo aquello que había prometido en innumerables mensajes de texto toda la mañana mientras trataba de cuadrar un balance general y el seis y el nueve me resultaban tan eróticos que me hacían perder la cuenta de modo irremediable. El cuatro me hacía enloquecer solito y sin ayuda de otro número compañero. Mariana, mi adorada Mariana, era, y no lo sabía, una verdadera y perversa bomba sexual. Y yo, yo, yo mismo, el próximo premio nobel de literatura que sólo trabajaba en aquella oficina temporalmente, había tenido la fortuna de encontrarla.

                Para el segundo mes se acabaron los mensajes, pero seguía cumpliendo religiosamente con mi dotación diaria de lucha cuerpo a cuerpo y cara a cara, a dos de tres caídas y sin límite de tiempo, hasta que nos dimos cuenta que dormir sólo cuatro horas diarias nos estaba robando la energía. Fue entonces que redujimos el número de caídas a una nocturna y descubrimos el agridulce sabor del famoso y bien nombrado mañanero. Huelga decir que tomó su nombre porque cada vez fue con menos esmero y cada vez más en chinga, hasta que de plano fue tan “tardísimo” que ya no dio tiempo ni para eso.

                No sé cuando pasamos al un día sí y uno no, al uno sí y dos no, al uno sí y tres no, al espérate al sábado, mi vida. Debió de ser al tercer mes porque, para cuando Pablito llegó a nuestras vidas, ya sufríamos para seguir manteniendo aquella tradición con rigurosidad institucional. Como se sabe, para que una institución se sostenga, precisa de burocracia.

                No sé cuando se volvió de rigurosa necesidad hacer cita con mi propia esposa. No sé si le comenzó a doler la cabeza porque le pedía una cita o le pedía una cita porque le dolía la cabeza. El caso es que, cuando me asaltaban los antojos, tenía que programarlo con anticipación. Nada de estirar la mano al momento de acostarnos para ver lo que encontraba; mucho menos querer saciar mis apetitos así nomás porque sí. Tenía que mandarle un mensaje timorato al medio día del tipo: ¿estarás muy cansada esta noche? porque… sabes… hoy he pensado mucho en ti…

                ¿Siempre habré sido tan pusilánime y el matrimonio me lo reforzó o el matrimonio es el mejor campo de concentración para aprender el arduo y sinuoso camino de la pusilanimidad?

                Si aún faltaran pruebas de la presunta pusilanimidad (no creo que falten, pero también sé que, para hacer leña del árbol caído, nunca sobran), tengo que confesar que hace muchos años dejé de creer que ganaría el premio nobel. Se invirtieron los papeles: el sueño del premio nobel fue temporal, el trabajo temporal se convirtió en eterno.  Así que tengo que confesar que toda esta arenga es para declarar tan pública como patéticamente: tengo gripe, me siento del carajo y sí: hace un año, ocho meses, veintitrés días y catorce horas que no cojo más que eso: resfriados. Y dos más dos siguen siendo cuatro; sin erotismo, naturalmente.


jueves, 25 de julio de 2013

Manual para superar el divorcio


Lugar común necesario: ya lo pasado, pasado. Ensayo en varios idiomas: Past is past. Le passé est passé. Lo pasato è pasato. Preteritum, preteritum est. Sí. Lo reconozco, ejercicio en suma fantoche, pero, después de un fracaso decalógico de estas proporciones, lo menos que me queda es la reivindicación de mis virtudes y la justificación de mis defectos. Todo sea por convencerme de que, en efecto, lo pasado, pasado es y la vida continúa casi como una suerte de reivindicación liberadora.

                Me hundo en el trabajo hasta el fondo. Trabajo sin cesar durante días. El reporte mensual, por misteriosas causas, toma una importancia vital y trascendente. Yo soy yo, me digo, la vida está ahí, esperando que la tome. En respuesta a mi frase pendeja de superación personal, digna de Miguel Ángel Cornejo, lo único que espera es el reporte que no acaba de cuadrar por ningún lado.

                Mi jefe, un chico afortunado, cinco años menor que yo, acaba de conseguir el trabajo de su vida. Está lleno de ilusiones; éstas son proporcionalmente inversas a las mías. Cuando me conoció y supo que era economista, las ilusiones, que de por sí tenía, aumentaron al doble; cuando le entregué los primeros resultados, tuvo una epifanía tal que casi se hinca enfrente y me la chupa. Comencé a creer que era bisexual (sabía ya que era recién casado, cosa que ya nos distanciaba de modo considerable). Por fortuna, sólo fue una falsa alarma provocada por mi encanto natural para engatusar gente.

                Le costó un par de meses enterarse. Mis infinitos talentos se habían ido a la mierda hacía años. No hacía lo suficiente, apenas lo mínimo necesario y, entre la reivindicación de la empresa privada y privarme de la empresa prefería, como la obviedad denuncia, lo segundo.

Sus ilusiones me enternecen. Si exploto mis capacidades, me ha prometido un ascenso y un viaje de capacitación a Nueva York por un mes. Pobre. No sabe, no puede saberlo todavía, que la empresa, al único que manda a capacitarse a Nueva York y a Paris y a Roma es al dueño mismo y a su parentela. Por lo que a mí respecta, Nueva York viene a ser una gran manzana putrefacta por el gusano de la indiferencia. Pero le digo que sí, que claro, que desde luego, nomás por no dejar, nomás por azuzarlo, nomás porque quiero ver su cara de aflicción cuando tenga que decirme que este mes no se lo han autorizado, pero que el próximo seguro y que el ascenso, nada más que reacomoden, nada más que se reestructure el departamento, nada más que se jubile Don Fulanito. Y Don Fulanito vaya que se jubilará algún día. Lo que él no sabe, y en el fondo yo tampoco, es que Don  Fulanito seré yo algún día, mucho antes de que el ascenso aparezca en el horizonte. Si sigue tan ansioso, prometedor y animado, lo van a correr muy seguramente. No hay lugar para animosidades en este lugar. Ah, pero eso sí, ya soy libre, qué chingaos.

En un acto de valentía, miro con descaro las piernas de la secretaria. Ora sí no se me escapa. Total, ella sola, yo solo, la casa (de mi madre) sola. Me repito mi cornejez: ya lo pasado pasado, tratando de olvidar la marca güera que el sol aún no ha logrado borrar de mi anular. Y al pensarlo, el cristal de la ventana me devuelve mi flácida silueta, mi barba de diez días, mi traje recién comprado, hace apenas cuatro años, con motas de café y tallones de cigarro y me doy cuenta de lo ya sabido y nunca confesado: que, en efecto, lo pasado, pasado; aunque el pasado sea yo.

Me hundo en mi escritorio. El jefe, me manda a llamar, esta vez sin ilusiones. Me avergüenzo y desvío la mirada del puesto de la secretaria. El jefe me dice que me nota distante, sin compromiso. Yo me sonrío. Le digo que sí, que no se preocupe. Pobre. Tendrá que aprender a sobrevivir con eso. Y yo también. 

miércoles, 26 de junio de 2013

Manual para terminar en buenos términos


Todo fue en buenos términos. Le expliqué mi cansancio, mi hastío, mi sensación de sinsentido. Ella escuchó atentamente. Con toda calma, me contó también su desazón acumulado durante años, mis ausencias, mis olvidos. Hablaba con la pausa justa para que sus palabras llegaran claras a mis oídos y transmitir, en cada una de ellas, sus más profundas emociones. Yo, con la paciencia aprendida durante diez años, la tomé de las manos mientras ambos nos contábamos lo que el otro había dejado de hacer por el uno.

Patrañas.

Con la perilla de la puerta aún en la mano, el fulgor de la furia iluminó sus pupilas. Tenemos que hablar, dije. ¡Claro que tenemos que hablar! Contestó. Mi plan de civilidad se fue al garete en un segundo.

                Hay que ser pendejo. Durante diez años lo aprendí: Mariana, frente al temor, se encabrona; frente a la tristeza, enfurece; frente a la incertidumbre, vocifera; frente al dolor, explota; frente a la disputa, rompe cristales. Y yo, que tengo la serenidad de un bulldog azuzado ante su presa, hice lo propio.

                Si no supiera que pasa lo mismo en la casa contigua y en la contigua a esa, tendría la desfachatez de decir que, aquella noche, hubo la batalla más épica en la historia de los desmantelamientos maritales. Quien tenga la osadía de decir esa gastada, redundante y patética frase de “terminamos en buenos términos”, miente más que nunca, miente más que siempre.

                Nada hay de diplomático en los rompimientos. Conozco casos en que las vajillas se quedaron en su sitio, lo cual no garantiza que, tardeo temprano, en el momento menos esperado y del modo más agreste, arribe la venganza. Muchos hemos querido algunas veces, algunos hemos querido muchas veces, ser la reencarnación de Edmundo Dantés y fraguar la más meticulosa y cruel de las venganzas ante nuestros adversarios; el plan, generalmente, se derrumba cuando descubrimos que nos hacen falta tres cosas necesarias para nuestro cometido: paciencia, fortuna y creatividad.

                Rompimos todos los platos que pudimos —lo cual facilitaría la mudanza, si fuera el caso—. No sé en qué momento, me trepé sobre el impecable blanco de los sillones, desmonté la enorme foto de bodas de la pared y la estrellé contra la mesa de centro; luego, como acto algo más que simbólico del rompimiento, hice pedazos su cara y la mía. Fui un Hijo de Puta; ella, una puta, a secas. Fui un cabrón de mierda; ella, una mierda simple. Lo cabrona la guardaría para después.

                Mi plan de venganza, a falta de las tres cosas antes descritas, se derrumbó a las pocas semanas. Ella sustituyó la paciencia por furia, su fortuna por la mía y la creatividad por un rencor eterno e inacabable.

                A casa de mi madre, donde vivo “temporalmente”, llegan los estados de cuenta, los recibos de las colegiaturas, la lista de útiles escolares —¿piden útiles escolares en las guarderías?— y los reproches en catorce folios tamaño oficio y por triplicado. Estoy a punto de firmar mi sentencia de muerte. Tal vez sea mejor pedirle que me perdone, pero, ¿qué sería de nuestra unión si ya no existe la foto de bodas? Pegar los trozos, cual rompecabezas, resultaría espeluznante. Un ojo arriba, el otro más abajo; la parte derecha de la boca, asimétrica con la izquierda, parecería fruncida a propósito. Además, dudo mucho que aparecieran todos los pedazos. Habían terminado hechos añicos y esparcidos por el suelo.

martes, 18 de junio de 2013

Instrucciones para decir basta


Mientras haya drama, la fiesta continúa. Mis peleas con Mariana fueron transformándose durante diez años. Las primeras, cuando todavía éramos novios, eran absurdas. Idiota como siempre he sido, me costó meses comprender que coincidían con los ciclos de la luna. Una noche de luna en cuarto menguante, lo comprendí. A partir de entonces, dejé de preocuparme por el pretexto. Antes de eso, yo tenía a bien preguntarme: ¿por qué lo que ayer le parecía encantador ahora le molesta? Sí. Ya lo dije: Idiota siempre he sido.

                 Luego, los pretextos aumentaron y el ciclo de la luna se distorsionó, al punto que se invirtió del todo. Había que espera cuatro largas semanas para tener tres días de felicidad. Al paso de los años, los pretextos se sumaron al cansancio, al desinterés, al hastío. Los dolores de cabeza aumentaron, las protestas se volvieron tácitas, las ausencias se hicieron explícitas. Las peleas con gritos y platos voladores se volvieron la hermosa rutina del sábado por la noche. Mientras Pacquiao caía desmayado por un golpe certero, yo lograba esquivar una inexacta bofetada.

                La vida, se transformó, en silencio, en reclamo, en ausencia. No sé dónde carajo leí (¿o lo soñé, o lo inventé o me lo contaron?) que el amor dura siete años, el tiempo exacto en que el cachorro de humano es capaz de valerse por sí mismo. Dicha teoría tiene sus inexactitudes. Primero, porque nuestro cachorro de humano aún no cumple 2 años, lo cual significaría que aún faltan… ¡Un momento! ¡Llevábamos siete años juntos cuando la cosa esa salió azul! ¿Acaso el amor ya se había acabado en el momento justo en que aquel óvulo ansioso y ese espermatozoide traidor se reunieron? Lo dicho: siempre llego tarde a todo.

                Si hacemos caso a esas teorías biológicas, el amor debió empezar cuando empezó el desamor. Desde entonces, nos hemos dedicado a no evitar lo inevitable. Volvemos a herir antes de que sane la herida, las disculpas ya no aparecen ni por error en el horizonte. El nuevo día anuncia la tácita tregua. En tiempos del imperio romano, la paz consistía en la simple ausencia de guerra. Eso ha sido lo nuestro, cortos periodos de ausencia de guerra sólo para preparar la siguiente embestida. Los novios dicen que lo mejor de una pelea es la reconciliación, la pasión reactivada. El matrimonio cambia esa regla. ¿Cómo podría haber reconciliación ante una batalla que no termina nunca y cuya tregua sólo es una pausa de la misma guerra?

                La cotidianeidad oculta la larva del hastío que avanza entre gritos sabatinos, domingos pesarosos y lunes desmañanados. Y un día, empieza a salir a la luz. Aparece en el mediodía de la oficina, en las ocho de la noche con el televisor encendido, en los domingos de futbol entre llantos de un Pablo con más ánimo de queja que yo.

                Como si fuera una idea ocurrida de improviso, como si el peso de diez años no se hubiera ido acumulado lentamente, me siento en el sillón de la sala un miércoles cualquiera y espero, con más paciencia que inquietud.

                Mariana se queda con la perilla de la puerta en la mano al verme. No alcanza a cerrar la puerta cuando mi voz le llega con la pausa exacta para ser captada por todos sus sentidos:

                 —Mariana, tenemos que hablar.

                Su cara se ve más blanca que nunca. No atina todavía a cerrar la puerta. La perilla aún le sirve para sostenerse.

martes, 4 de junio de 2013

Manual para despertar al niño


Me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy tranquilamente viendo la televisión, riendo ante un cúmulo de chistes gringos y pendejos, hablando con mi mejor amigo (que hace meses no he visto) y burlándonos de nuestra mutua esclavitud o cantando alegremente el “O sole mio” en la ducha; de pronto, Mariana aparece y todo mi júbilo se va a la chingada. Siento una furia incontrolable. Porque abrió la puerta o porque la cerró, porque hizo la cena o porque no la hizo, por estar todo el día en la casa o por llegar tarde. Bien mirado, el verdadero motivo es su sola existencia. Y hasta su inexistencia.

                Apenas abro la puerta, la veo sentada en la sala, con el televisor apagado, como si hubiera pasado las últimas horas sólo esperándome. Un montaje que conozco de memoria. Como dije, me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy gritando eufórico porque por fin el Atlas está a punto de ganar el partido y, cuando oigo que se abre el portón de la cochera, apago todo, la emoción se vuelve furia y tomo el libro, preparado de antemano, para armar una escena de antología. Ahora, ella tuvo la suerte de llegar primero.

                No estoy seguro si me casé con una mujer o con un sabueso. Aún no he terminado de cerrar la puerta y ya se está tapando la nariz. Lo sé bien: la pose es fingida; la furia que viene, no. El tema de mi tardanza continua y de mi olor a ron barato llegará en la cima del drama; ahora sólo pregunta con falsa indiferencia mientras hojea su revista: ¿pagaste el recibo de la luz? Mierda. Mierda. Mierda. Y mierda tres veces más. Ella lo sabe. Yo lo sé. Qué caso tiene el resto. Barajeo múltiples respuestas posibles, pero mi cara me ha delatado desde hace como diez años. Hago un acopio de última posibilidad de tregua: no; disculpa, mañana a primera hora. ¡Claro, tú todo lo resuelves mañana! Los primeros compases de la Cabalgata de las Valquirias empiezan a oírse a lo lejos.

                En el momento donde Wagner hace acopio de todo su genio, ella ya es, por undécima vez, una hijadeputa y yo un borracho bueno para nada. Padres responsables como somos, hemos empezado susurrándonos improperios; en este punto el susurro ha pasado a mejor vida. Acabo de dar un puñetazo a la pared (Pedro Infante no me avisó que una cosa es hacerse el mariachi y otra lo que duele semejante aspaviento), porque, claro, soy un caballero. Ella, que es toda una dama, empieza a lanzarme cosas. Pasan volando junto a mí y luego caen al piso; unas se rompen, otras no. El perro empieza a ladrar en el jardín. También los perros de los vecinos. El grito aterrador de Pablo calla de tajo a Wagner, a los perros y a nosotros.
                Nos miramos. Nos quedamos paralizados y en silencio. El daño ya está hecho: Pablo ensaya sus mejores notas llorísticas y no queda más remedio que ir a consolarlo. Antes de emprender el ascenso hacia el cuarto del niño, Mariana, con los puños cerrados y los ojos destellando furia me dice con un rugido acallado: ¿Ya viste lo que hiciste, pendejo?

                Ella va a consolar a Pablo. Yo voy en busca de la escoba y el recogedor para limpiar los restos de la batalla. Me muero de sueño. Y ese sillón es incómodo y horrible.  

lunes, 3 de junio de 2013

Un algo en la boca del estómago.


Al principio, añoraba regresar a casa y pasar el tiempo con Mariana. Salíamos a cenar, a tomar algo. Duró poco. Luego nos acostumbramos a estar en casa, a ver películas en la televisión y a pedir comida por teléfono para no tener que cocinar. Nunca nos gustó a ninguno de los dos, la cocina, quiero decir. Yo comenzaba a extrañar un poco las juergas con los amigos y los flirteos en los bares, pero estaba decidido a ser un buen esposo y un mejor padre. Lamentablemente, en aquella época no tenía ni puta idea lo que eso significaba; creo que se lo oí decir a mis tías, a mi madre o a la señora de la limpieza y no me di cuenta cuando ya se me había instalado en el inconsciente, en el consciente y en el pantalón de vestir.

                Ahora, no dejo de pensar en eso. ¿Qué diantres significa eso de ser buen esposo y mejor padre? La sola idea ya me causa arcadas. ¿Tendrá que ver con dejar de coger con otra que no sea con la que cohabitas? ¿Tendrá que ver con aprender a decir: sí, señor; sí, mi vida? ¿Tendrá que ver con aprender a cambiar pañales en 23.34 segundos y repetir cada 7 u 8 minutos: No, niño, no; qué lo vas a tirar; qué lo vas a romper; Mariana, dile a tu hijo.

                Después del nacimiento de Pablo, cualquier vestigio de romance entre nosotros se esfumó por completo. Por mucho que intentáramos, la paz se rompía irremediable cada 3 horas exactas. Quien diga que el reloj biológico no existe, miente con flagrancia. Fue entonces que me refugié en la oficina.

                Había notado que, mientras yo esperaba con ansias la hora de salida, varios se quedaban mucho más tiempo haciendo no sé qué. Después de Pablo, lo supe. Lo que todos esos rufianes hacían era algo simple y elemental: hacían tiempo.

                Me uní al club y nadie preguntó nada. Me aceptaron tácitamente a su club de perdedores que fingían trabajar horas extras con tal de no tener que llegar a casa pronto. A veces nos tomábamos algo. Luego, nos llenábamos la boca de goma de mascar para tratar de disimular el desvarío. Yo era el león joven entre leones viejos y expertos que me miraban, ahora lo sé, con dulce lástima por mis absurdas esperanzas que la cosa mejoraría cuando Pablito creciera.

                Años después, ya no sólo huyo de la casa, también de la oficina. Frunzo el ceño con una sonrisa de un solo lado que intenta ser sarcástica. Ya soy del clan de los leones viejos. El par de leones jóvenes recién egresados, recién casados, recién contratados, que aún tienen prisa por llegar a casa, gastan sus energías en mirar cada cinco minutos el reloj esperando con ansias volver a ver a su mujer que los espera con pasta, vino y sin ropa interior debajo del vestido recién comprado. Lanzo un pronóstico: hoy, al más joven de los dos, ella le dará la noticia (desde la llamada del mediodía parece más nervioso que nunca).   

                Huyo de la oficina. No la soporto. Retraso la llegada a casa. Tampoco la soporto. Me meto en el primer bar que me encuentro en el camino. El Atlas ha vuelto a perder. Puto equipo de mierda. Se me acaban los pretextos. Llego a casa ya muy entrada la noche. Sin goma de mascar. Mierda, la luz está encendida. Respiro hondo. Pleito. Pleito seguro. Ahora sí me va a oír esa hija de puta. Un algo en la boca del estómago me revienta. Con un algo en la boca del estómago empieza todo. Con un algo en la boca del estómago se termina. Pablo va a despertarse con los gritos.

domingo, 12 de mayo de 2013

La rosa de los vientos


Y, ¿por qué diablos no puedo cambiar de opinión simplemente? ¿Por qué cuesta tanto desprenderse de lo ya desprendido? Siempre lo he pensado: Juanga tiene razón: “No cabe duda que es verdad que la costumbre…”

                Recuento de los daños. Hace 10 años que estamos juntos. Los problemas empezaron a los 2, se repitieron a los 5. Nos casamos para resolverlos. Ya sé. Ya sé. Hay que ser idiota, ¿no? Pero, este blog aún sobrevive por una razón: quedan 2 ó 3 lectores por ahí que todavía lo leen. No es momento de preguntar por qué lo hacen, ¿o sí?

                Luego, Pablito clavo un clavito, y el resto es historia. De sexo, ni hablar. Paseamos por la caza como dos fantasmas habitando el mismo limbo, el silencio es nuestra mejor conversación, nuestra ausencia la presencia más deseada. Basta una pregunta sin sentido, una respuesta desganada para que la bomba explote de nuevo. Me río: si todavía se encabrona conmigo, es que todavía me quiere. Me río más: si todavía me encabrona es que… El amor debe ser aquello que queda después de que el sexo se acaba. Reflexión póstuma: Ni el amor sostiene el sexo ni el sexo sostiene el amor.

                Pienso que ya no me importa. Qué puedo irme ahora mismo si quisiera. Y, pregunta estúpida: ¿por qué no querría? Pablo. No hay mejor culpable que un inocente. Ante el juicio de su culpabilidad no podría defenderse. Por ti me quedo, Pablo mío. Porque no mereces quedarte sin padre. Mejor pretexto para la cobardía, imposible.

                Mariana me mira como si adivinara. Su mirada me reta. Anda, imbécil, lárgate. Haznos un favor a todos. Regreso al televisor. Fue penal, árbitro pendejo. Lo pienso, no lo digo. Voy al refrigerador y saco la tercera cerveza de la tarde. Ella no dice nada; basta su mirada de reojo mientras revisa el artículo del próximo número de la revista para saber lo que está pensando. Siento culpa mientras doy un sorbo. Ni siquiera sé por qué.

                Mientras un inepto tira desde fuera del área y manda el balón a la tribuna, yo miro a la mujer que quise ¿que quiero todavía? Ahora lo sé. No es tan buena como lo pensaba, tampoco tan mala como lo pienso. No es tan linda como la veía, no es tan horrible como me lo parece a veces. No es tan brillante como quise, no es tan estúpida como quiero. Vista desde arriba, entre la gente, se confunde con cualquiera.

                De pronto, parece que siente mi mirada. Sale del letargo de sus hojas y me observa. Ve al hombre sentado en el sillón con una cerveza en la mano que finge interesarse por veintidós paralíticos intentando patear un balón. Ya sé lo que está pensando. Me siento desnudo y viejo, me siento nada. Le sonrío con la más estúpida de mis sonrisas. La suya es compasiva, lastimera. La risa de Pablo nos despierta. El árbitro pita el final de un partido desastroso. Es hora de la cena.
                

viernes, 3 de mayo de 2013

Manual para echarse un pedo a discreción


Ser paria sin dinero no es tan malo. No hay que quedar bien con nadie, excepto con el estómago. Pero, ah, este mundo fatídico y cruel que nos inserta, en el día menos pensado, sin preguntarnos siquiera, en ese modo de vivir en el que hay que cambiarse diario los calzones, hablar sin improperios y tratar de respetar medianamente las costumbres de los otros. Aprender a ser moderadamente sociable sin demasiados gestos ajenos de repugnancia.

                Todo eso está muy bien. La consigna de “si no chingo, no me chingan” sirve de paliativo para soportar las filias y las fobias de los otros a cambio de que soporten las nuestras. La verdadera traducción de esto es: finjo que soporto las filias y las fobias de los otros a cambio de que finjan que soportan las nuestras. Pero hay cosas, señores míos, que  van más allá del deber social, que no dependen de uno, que salen de lo más recóndito de nuestro ser y son inevitables.

                En medio de la más social de las reuniones, la advertencia se vuelve amenaza, la amenaza en un acto terrorista. Reacomodos en la silla, cruce de piernas, descruce, recruce con pierna contraria. Sudor frío. Un ronroneo recorre el intestino delgado y pasa al grueso. Momento de apretar el culo. El ronroneo aumenta en sentido contrario. Lo peor ha pasado.

                ¡Ah, cuán iluso puede ser un ser humano!

                Lo que sigue ya no es un ronroneo, es un gruñido. La cabeza a la derecha, la cabeza a la izquierda, a discreción. Si logramos que el aire salga con suavidad, poco a poco, como un suspiro, podremos desentendernos del desenlace, encender un cigarro a toda prisa y soltar bocanadas desesperadas para distraer los olfatos quisquillosos que se miran unos a otros culpándose entre sí. Ella sería incapaz, él es un caballero, ¡aquél ha sido! Sí. Por supuesto. Los solteros siempre son así de irrespetuosos. Qué asco.

Nunca pensé que mi condición de casado sirviera para algo. Me sumo a las miradas inquisitivas que caen sobre el pobre diablo acusado al unísono y el tipo se escurre en su asiento, culpándose a sí mismo sin atreverse a negar que él haya sido. Ya se sabe. El primer síntoma de culpabilidad es la negación.

Feliz desenlace. Todo sigue su curso y el estómago queda en calma. Aquél sigue siendo un caballero, aquélla sigue siendo una dama. Y yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, aún miro con total desaprobación al pobre tipo que aún no deja de estar colorado. Y con las orejas calientes.

¡Cuán iluso puede ser un ser humano!

Porque, ¿cómo saber si el ronroneo intestinal no seguirá su curso y se convertirá en una feliz metralla de AK-47 saliendo impasible al exterior en el momento justo en que se hace un incómodo silencio y la risa de los comensales se corte en vilo ante la inminente procedencia del disparo?