martes, 4 de junio de 2013

Manual para despertar al niño


Me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy tranquilamente viendo la televisión, riendo ante un cúmulo de chistes gringos y pendejos, hablando con mi mejor amigo (que hace meses no he visto) y burlándonos de nuestra mutua esclavitud o cantando alegremente el “O sole mio” en la ducha; de pronto, Mariana aparece y todo mi júbilo se va a la chingada. Siento una furia incontrolable. Porque abrió la puerta o porque la cerró, porque hizo la cena o porque no la hizo, por estar todo el día en la casa o por llegar tarde. Bien mirado, el verdadero motivo es su sola existencia. Y hasta su inexistencia.

                Apenas abro la puerta, la veo sentada en la sala, con el televisor apagado, como si hubiera pasado las últimas horas sólo esperándome. Un montaje que conozco de memoria. Como dije, me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy gritando eufórico porque por fin el Atlas está a punto de ganar el partido y, cuando oigo que se abre el portón de la cochera, apago todo, la emoción se vuelve furia y tomo el libro, preparado de antemano, para armar una escena de antología. Ahora, ella tuvo la suerte de llegar primero.

                No estoy seguro si me casé con una mujer o con un sabueso. Aún no he terminado de cerrar la puerta y ya se está tapando la nariz. Lo sé bien: la pose es fingida; la furia que viene, no. El tema de mi tardanza continua y de mi olor a ron barato llegará en la cima del drama; ahora sólo pregunta con falsa indiferencia mientras hojea su revista: ¿pagaste el recibo de la luz? Mierda. Mierda. Mierda. Y mierda tres veces más. Ella lo sabe. Yo lo sé. Qué caso tiene el resto. Barajeo múltiples respuestas posibles, pero mi cara me ha delatado desde hace como diez años. Hago un acopio de última posibilidad de tregua: no; disculpa, mañana a primera hora. ¡Claro, tú todo lo resuelves mañana! Los primeros compases de la Cabalgata de las Valquirias empiezan a oírse a lo lejos.

                En el momento donde Wagner hace acopio de todo su genio, ella ya es, por undécima vez, una hijadeputa y yo un borracho bueno para nada. Padres responsables como somos, hemos empezado susurrándonos improperios; en este punto el susurro ha pasado a mejor vida. Acabo de dar un puñetazo a la pared (Pedro Infante no me avisó que una cosa es hacerse el mariachi y otra lo que duele semejante aspaviento), porque, claro, soy un caballero. Ella, que es toda una dama, empieza a lanzarme cosas. Pasan volando junto a mí y luego caen al piso; unas se rompen, otras no. El perro empieza a ladrar en el jardín. También los perros de los vecinos. El grito aterrador de Pablo calla de tajo a Wagner, a los perros y a nosotros.
                Nos miramos. Nos quedamos paralizados y en silencio. El daño ya está hecho: Pablo ensaya sus mejores notas llorísticas y no queda más remedio que ir a consolarlo. Antes de emprender el ascenso hacia el cuarto del niño, Mariana, con los puños cerrados y los ojos destellando furia me dice con un rugido acallado: ¿Ya viste lo que hiciste, pendejo?

                Ella va a consolar a Pablo. Yo voy en busca de la escoba y el recogedor para limpiar los restos de la batalla. Me muero de sueño. Y ese sillón es incómodo y horrible.  

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