miércoles, 29 de octubre de 2014

Manual para cumpleaños


ADVERTENCIA: ESTA NOTA INCLUYE NOMBRES, SITUACIONES, RECLAMOS, CRÍTICAS FLAGRANTES QUE PUEDEN HERIR LAS SUCEPTIBILIDADES DE LOS PROTAGONISTAS. SI SUFRE DE DELIRIOS DE VENGANZA O ALGÚN TIPO DE AFECCIÓN QUE VAYA EN DETRIMENTO DE NUESTRAS RELACIONES NACIONALES O INTERNACIONALES, PÚBLICAS O PRIVADAS, ABSTÉNGASE DE CONTINUAR LEYENDO DESPUÉS DEL PUNTO.

Muchas personas tienen un particular interés por sentirse especiales. Si supieran lo difícil que resulta serlo, se lo pensarían dos veces antes de desearlo. Uno [eufemismo que, traducido, quiere decir: yo zí me ziento ezpezial (desde aquí veo su sonrisita misericordiosa; la soportaré con beatitud)], no come lo mismo (nada de ensaladitas o mamadas light, life ni orgánicopluquamperfectas); no se divierte según los códigos de la moral vigente (sí, Pili, sí; ya estoy en eso del cuarto y quinto paso); no coge del modo corriente (no, carajo; no me refiero a lo del conejo asexuado, chico zen); ni sabe organizar fiestas de acuerdo a las necesidades de personas tan ezpeziales como uztedez ni, como empieza a resultar evidente, sabe hacer apologías del modo habitual por no haberlos invitado a mi macrofiesta de cumpleaños. No obstante, haré mi mejor esfuerzo.

No sé si hacerlo en orden alfabético, de importancia, de género, de número o de caso o simplemente dejar que la cosa fluya con los menos fluidos posibles.

A la niña, no la invité por asuntos legales; a la pinta, por pintoresca; a la Santa María, por razones más que obvias: hubo mucho sexo, poco pudor y nulas lágrimas. Shhhh, ¡mutis! Empiezo a sufrir las consecuencias del naufragio de las tres carabelas.  

A mi la otra, no la convoqué por clandestina; además, cumple años el mismo día y, entre mi fiesta y la suya, preferí la mía.

El Waldo duerme a las once en punto y en punto a las once comenzó la fiesta; ni modo que invitara a la Pilarica y al Waldo no. Y, siendo lunes laboral y martes ídem, fue casi un acto de buena voluntad. Mr. & Mrs. God’s intentan resolver el peliagudo asunto de la división social del trabajo; que lo sigan intentando un poco más y, ya que se desahucien, les contamos de un tal Durkheim. Al chico zen le negamos la admisión por temor a que el pinche fénix se transforme en pleno festejo, le dé por sacar toda la ira contenida de los últimos diez años y acabé madreándose hasta a los de la otra fiesta, nomás por cumplir años el mismo día que moi. Miamigo fue desechado para evitar que me espantara a mis propios pollos con su nariz de anchoa. Al Vasco por mismas razones y porque, si juntamos a los dos, segurito acabamos en el Madelas con pérdida de vista periférica. Al Bis, por todas las razones anteriores.    

El Fredy porque, ya entrada la madrugada, se pone de malacopa gritando: ¡Chayis! ¡Cántate otra vez Stephanie! Y ya que uno accede gustoso a derrochar harto talento, el muy sátrapa se queda jetón en la silla y, en medio del delirium tremens, balbucea: ¡Y que se junten! A la Doña por provocar que los meseros tengan que defenderme de sus iracundas arengas posmodernas; hasta el enano malévolo (no yo, sino otro) del Bull se  ve obligado a auxiliarme. A la Babucha por el síndrome de puentitis que le aqueja y que la mantiene en un estado de iluminación perpetua.

El Robles es un radio star; tons, no pudo estar. Mis admiradores, a causa de su embeleso, resultan bastante catatónicos para el asunto festivo; mis admiradoras suelen hacerse bullying unas a otras y, con el riesgo de las anchoas cerca, mejor las atendemos de una en una, a dos de tres y sin límite de tiempo.

De los que me faltan en la lista, a unos los olvidé a propósito; a otros, también. Tienen un año entero para hacer méritos, a ver si consiguen un pase para la del siguiente.


Fue un fiestononón. Harta albricia. Harto regalo. Personalidades de talla internacional  que pesaban en libras. Hubo papas, a la francesa, a la mexica, a la capri, a la che, a la chi y a la inversa. Temas variados e interesantísimos. Desde el cocido perfecto de la pasta hasta el trascendente sentido de la insipidez. Risa fácil y llanto moderado. Se tocó lo que y a quien se pudo. Y, finalmente, cuando estábamos en el punto máximo del delirio y la fiesta ascendía a las alturas del mismísimo Gatsby, me cansé de tanta frivolidad absurda y me oculté en la oscura y sencilla soledad de la butaca G6, sala 4, función de las 18.30. El médico alemán es una película sencilla, pero, ¡ah, qué bien contada está! 

jueves, 5 de junio de 2014

Instrucciones para ser social en la red

Hace mucho que pienso en esto. Desde que llegué a esta ciudad y me cambiaron las reglas de convivencia, desde que había que hacer cosas que nunca he comprendido, sólo porque en este lugar se hace de este modo. Tuve amigos, los perdí; tuve nuevos y volví a perderlos. Conseguí besos, caricias, carnales batallas cotidianas que tardé más tiempo en conseguir que en perderles la emoción primera. He cambiado tantas veces de opinión que se me están acabando las opciones, he perdido tantos principios que sólo me quedan los finales.

                Hago una pausa en mi documento de mentiras y, por primera vez, desde hace un incontable tiempo, entro a facebook, específicamente a buscar una nota que alguien escribió y que me dio vueltas el resto de la tarde.

                Yo no entiendo nada de reivindicaciones sociales. Me han dicho que facebook es una representación del mundo de la aceptación a través del “me gusta”, de comentarios del tipo: qué bien escribes, qué feliz te ves en esa foto, felicidades por tu éxito, ánimo con los fracasos, sabes que yo siempre pienso en ti.

                De ser el caso, es momento de suicidarse. Nadie me pone ni likes ni qué bien escribes ni felicidades por mis desconocidos éxitos ni ánimos por mis ignorados fracasos. No hay aplausos para las bodas que no he tenido, para no joderle la vida a nadie 24 horas al día, ni por los hijos que no tendré, por intentar ser un no padre responsable. A nadie le importan los libros de mi biblioteca si no los exhibo como trofeos, nadie me considera escritor si no publico libros que tampoco leerían si existieran. Para colmo de males, no soy guapo ni polite ni cute ni nice ni buena onda ni tengo bonita letra. Sólo escribo frases de 140 caracteres que dan cuenta de mis múltiples odios por el mundo, de mis crecientes neurosis, de mi falta de cortesía. A veces, muy a veces, cuando una buena idea se me ocurre, cuando una de las 3000 frases vale la pena, pasa tan de largo como las otras.

En síntesis: un día, llegué a esta ciudad y supe que algo no andaba bien, que algo de mí no coincidía con los otros. Cuando el mundo se abrió y aparecí en aquella ventana, supe que no sólo era esta ciudad ni el vecino ni mi compañero de banca en la clase de economía política. Supe que no sabía cómo actuar ante el mundo de las fotos, las sonrisas, los éxitos impostados, los fracasos ocultos, los te extraño, los nos vemos pronto, los cumpleaños felices, los perros sin dueño, las revoluciones on line, los memes, los mimes y los mames. Y supe, o lo fui sabiendo precisamente por todo eso, que no estaba nada mal ser lo que es uno, que no soy ni Bill Gates ni el Che Guevara, que no soy ni el maldito Paulo ni el bendito Borges, que no soy ni la Madre Teresa de Calcuta ni Adolf Hitler, que no soy Einstein ni Forrest Gump, que no soy Hulk ni el Dalai Lama. Que simplemente soy lo que soy y con eso a veces no basta, pero otras hasta sobra. Y cuando, como ahora, mis amigos comienzan a asumirlo también para sí mismos, no hay necesidad de likes y dislikes para saber, tácitamente, que, detrás de las fotos y las sonrisas, todavía hay personas y todavía sonará el teléfono y todavía eso puede ser promesa de una sonrisa de nuevo. Y aún no hay fotos tan instantáneas que puedan captar eso.


miércoles, 23 de abril de 2014

Instrucciones para confesar lo inconfesable

Cada que lo pensaba, me resistía, me lo negaba a mí mismo. Pretexté múltiples absurdos, traté de distraerme con otras glorias, quise engañar a mi pesaroso corazón con fatuas alegrías y, al fin, asumiendo la victoria de mis emociones sobre mi razón, no tuve más remedio que aceptarlo. Primero, después de numerosas luchas con mis demonios diurnos y nocturnos, a mi misma mismisidad; luego, a cada uno de mis amigos que me miraban con esa morbosa expresión que yo adivinaba de antemano: no que no, papacito; no que tú jamás de los jamaces, no que muy racional, no que eso era para puro perdedor como nosotros, no que el libre albedrío y demás monsergas discursivas. Sí; lo sé, qué remedio; a tragarme a bocanadas cada una de mis insulsas palabras y aceptar, sin ninguna dignidad, el escarnio público. A mis enemigos no tuve que avisarles; siempre se enteran por su cuenta; sospecho que eso de los amigos es una malévola red de espionaje digna de la CIA o la KGB.

Sólo para confirmar lo que ya era más que evidente, me pasé, como sin querer queriendo, al consultorio de un amigo que, curiosa coincidencia, ese día y a esa hora, estaba disponible. Después de mil corteses devaneos, me atreví, con la voz agudizada por la vergüenza, a confesar que algo me pasaba. Él, con esa sonrisa que hace pa’ empatizar con uno, cruzó piernita y se prendió un cigarro sin dejar la sonrisa. Adiviné que había adivinado. Me sonrojé, alargué la pausa, le robé uno de sus cigarros y, al encenderlo, noté que el pulso me temblaba más de lo normal. En las nubladas seis de la tarde, yo sudaba como en el mediodía de Acapulco. Tragué saliva y mentí: no sé lo que me pasa.

Le conté, durante cuarenta minutos, cada uno de mis síntomas; desde los decentes hasta los absurdos, desde los confesables hasta los inconfesables. Le hablé de mi falta de concentración, de mis melancólicas elucubraciones, de mis insólitos planes a futuro, de mi reciente afiliación a una institución hipotecaria, de mi interés por los bienes raíces y las mueblerías, de mi paulatina eliminación de mis contactos femeninos (sobre todo los menores de treinta años) exceptuando los que no incluyeran sexosas intenciones, de mi perdida afición a salir de noche (ligues incluidos), de esa sensación en la boca del estómago varias veces al día, de la ansiedad por llegar a casa, de mis vegetales cambios alimenticios, de mi cambio de hábitos, de mi cambio de opinión sobre ir al cine acompañado, de mi cambio de whisky a vino tinto y de tacos árabes al spaghetti al pomodoro, de mi cambio de jeans a punto de romperse por pantalones de casimir impecables, de, en síntesis, mi cambio con respecto al cambio.

Cuando terminé mi incontable lista de síntomas vergonzosos, aún sonreía, aún cruzaba la pierna, aún se mecía ligeramente adelante y atrás, como hace cuando ya sabe lo que sabe. Me quedé callado, esperando su ya, por demás, adivinado veredicto. Por respuesta, tuve una pregunta salida de entre la piadosa sonrisa:

—Y, dime, Mi Ray, ¿qué se siente madurar?

Me dio aún más vergüenza confesarle que, lo peor de todo es que, no, no se siente uno tan mal.

martes, 15 de abril de 2014

Instrucciones para decir mentiras

En mi primer taller literario, aprendí lo que, hasta hoy, es uno de los ejes, no sólo de mi literatura, sino de mi forma de asimilar el mundo: la diferencia entre verdadero y verosímil. La literatura no es verdad, pero exige ser verosímil; si no, mejor dedicarse a otra cosa. Me ha llevado años entender que eso, no sólo aplica a la literatura, sino a casi (¿o sin el casi?) todos los ámbitos de la vida.
          Soy un mentiroso profesional o, para ser sincero, un mentiroso que se profesionaliza cada día. Sépanlo de una vez: los escritores son bípedos parlantes que viven de decir mentiras. Hay unos que lo hacen bien, otros que lo hacen mal; hasta hay algunos que logran publicarlas.

Primero, comencé a decirlas; luego, empecé a garabatearlas. Las mentiras, como los pecados, pueden ser de palabra, de obra y de omisión. Se hace tan a menudo que, de ahí la muy conocida confusión en mi cabeza: ya no sé si lo viví, lo soñé, lo leí, lo escribí o me lo contaron. He llegado al absurdo de contárselo a quien me lo contó. Cuando ya no se sabe lo que es y lo que no, la verosimilitud está completa. El juego consiste en mentir y ser mentido, en creer y ser creído.  
          
      Me mintieron un dios y yo lo mentí a su vez; al punto de ser ministro de tal mentira. Un día, su verosimilitud se desvaneció como se desvanece una oblea envinada entre paladar y saliva. Luego, vino el tiempo de las revoluciones, de los discursos enardecidos, de disparar comunicados. Se me acabó la tinta y una pulmonía me dejó sin voz. Para cuando me había recuperado, me desperté sentado en un escritorio tratando de cuadrar haberes con deberes a cambio de algo tan mínimo como un salario que, por aquel entonces, me alcanzaba para mis primeras cervezas pagadas por mi deber y consumidas por mi haber. Al descubrir mi adicción por el whisky, ya no había punto de retorno. Con eso del amor, no sé quién mintió primero, si yo o ellas; de lo que estoy seguro es que así descubrí mi afición por las mentiras creíbles; tan creíbles que parezcan increíbles.

                He creído y descreído tantas veces que la espera del siguiente descreimiento ya funge como acto de fe. Y, lo que es más increíble, aún hay gente que cree en mí, lo cual no sé si me enternece o me avergüenza. O ambas. El hecho demuestra que no soy el único que gusta de creer en pendejadas. En el fondo, a lo mejor creen en mí como yo creo en dios y, entonces, debo de empezar a deprimirme, cosa que, como se sabe, no requiere de pretextos.

                Me gustan las mentiras; decirlas, por eso escribo; que me las digan, por eso leo. He dejado de creer en tantas cosas que lo único en lo que me resisto a dejar de creer es en las mentiras. La verdad es una mentira inverosímil; prefiero las mentiras francas, elaboradas, sólidas, sinceras.


                Llevo varios meses escribiendo un documento de mentiras, de mentiras inverosímiles. Ya no lo soporto. Nada hay en mis palabras que represente un atisbo de credibilidad. Engañar así, lo detesto. Es abominable. Sigo prefiriendo la literatura que francamente me engaña desde la primera frase y no deja de hacerlo, sin pudor, hasta el final. Ahora el cine comienza a seducirme. Alguna noche, todavía, disfruto mentir a besos y falsear caricias. Aún escribo. Aún creo en este fascinante arte de mentir. A punto estoy de soñar la siguiente mentira. A su salud, mentirosos y engañados.  

martes, 1 de abril de 2014

Manual para perder amigos.

El próximo 15 de abril se cumplen nueve meses que, como un niño que nace sin torta bajo el brazo, mi mujer me dejó; o yo a ella (ya no quiero acordarme) o que, usando uno de esos plurales que detesto, simplemente, nos dejamos.

                En nueve meses, han pasado más cosas que en los últimos años de asquerosa rutina. Primero, me sentí liberado; luego, la odié en silencio; después, la aborrecí con gritos; en algún punto, entre el odio público y privado, lloré por ella, o por mí, o por ambos, o por Pablito, o por el clavito, o por la chingada madre; la chingada madre del niño Pablo, del niño Ray y hasta de tu chingada madre si es preciso. Y sí, también me odié hasta el hartazgo.

                Al principio, mis amigos soportaron como espectadores griegos ante tan sublime tragedia. Me regalaron su tiempo, su lástima, su condolencia. Poco a poco, se fueron retirando a discreción, hasta que mis improperios rebotaron en las paredes de habitaciones vacías. Cuando me vi solo, lamiéndome las heridas, cual héroe griego de mi propia tragedia, traté de reivindicarme. Me lancé en pos de gentiles doncellas que me entretuvieran el insomnio y me endulzaran los días. Luego de múltiples intentos, desistí y regrese a mi incansable lamer de heridas sin cerrar. Esta vez, detestando la mezquindad de mis amigos, odiando su falta de solidaridad, repudiando su malsano egoísmo y su intolerancia. Quise matar 27 veces a mi jefe, asesiné a mis colegas 14 veces por día y destruí todo lazo con la humanidad circundante mientras Pablito seguía creciendo y demandando caprichos a través de la voz de su santa madre.

                Uno de los amigos que perdí (¿me seguirá leyendo?), solía decir que él escogía a sus amigos. No sé si eso sea posible o no, a mí sólo me caen por razones insospechadas, pero, de haberlo sabido, también yo hubiera intentado calcularlo. Otro, que me doraba la píldora con que era un gran conversador (yo, no él), terminó prefiriendo conversaciones que no incluyeran multiplicidad de odios contra el mundo. El antineurótico (sí, neta, cree el muy iluso que le creemos que no es neurótico) terminó neurotizado de mi neurosis. Hay uno que sigue buscando adjetivos que me describan adecuadamente; ha encontrado tantos, que soy yo quien no quiere verlo. Un miamigo (que no se sabe si es mi amigo), hace tiempo que dejó de decir que es mi ejemplo a seguir. De mis amigas, no puedo decir nada; temo que su encono me alcance donde quiera que estén (además, no me leen; así que pa’ qué alargar la glosa).

                 Una de ellas, se atrevió a decirme (¿la mandarían los demás de vocera? ¿Se lo jugaron a suertes y perdió?), con suma dulzura (eso sí), tiempo atrás, lo que todos piensan y que nadie se atreve a decirme mirándome a los ojos: Ray, te has vuelto muy exigente, y aun así te queremos. Y yo, que aún tengo un atisbo de cordura, asentí. Exigente. Ja. ¿Exigente yo? ¡Habrase visto! ¡Qué desfachatez!

                Lo que la pobre no supo decir (el de los adjetivos no la asesoró correctamente) es: te has vuelto intolerante, mezquino y un maldito egoísta de mierda. Estoy de acuerdo. Excepto en una cosa: no me he vuelto, lo he sido siempre. Y sí; así me han querido de todas maneras. Porque, como diría aquél de las presuntas buenas conversaciones: no importa cuán mequetrefe es uno y cuán mequetrefes son ellos: por eso te llevas con ellos, por eso se llevan contigo. Los que se quedan, si es que queda alguno, son esos que, después de odiarme en silencio innumerables veces, acaban concluyendo en privado y luego en público, después de hacer mi reputación pedazos: pero, pos, así es el pinche Ray.

Y yo, que así soy, en efecto, los detesto con toda mi alma, los traiciono por triplicado de uno en uno y de tres en tres y, cuando al fin me entero que hace nueve meses que mi mujer me ha dejado, o yo a ella (ya qué importa) y que Pablito es un pedinche irredento, me pongo a escribir apologías para mí y mis lectores que no son otros que esos mequetrefes de los que hablo porque son los únicos que aún quedan para soportar mi monserga disfrazada de literatura.

Haciendo cuentas, tengo asegurada la venta de una docena de libros. Eso es muy poco para un escritor, pero mucho más de lo que un mequetrefe como yo podría pedir.