martes, 25 de diciembre de 2012

Manual para sobrevivir a la cena de navidad.


¿Por qué sigue habiendo intercambio de regalos si está más que comprobado que nadie queda conforme? ¿Por qué seguimos reuniéndonos con el tío que no soportamos y la prima insufrible con guano en la cabeza? ¿Por qué seguimos cenando bacalao y romeritos si nos cagan? Una sola respuesta: somos unos idiotas que no soportamos la presión social.

                No; no me gustan los suéteres con rombitos de colores. No; no me gustan las corbatas con muñecos. No; no soporto los villancicos. No; no me gustan los romeritos y el bacalao y, para beber como cosaco, no necesito “fechas especiales” ni juntarme con tipos indeseables que tienen a bien apellidarse como yo. Para tipos indeseables, tengo bastante con los que no tienen mi mismo apellido ni el mismo lugar de procedencia.

                ¿También va a llegar la estúpida esa? Lo he oído más de 34 veces. “Si no fuera mi primo…”, otras 456 veces. ¡Qué desfachatez, se ha quedado con el coche del abuelo y todavía se atreve a venir! (El coche que quería quedarse uno, naturalmente). Nos odiamos, nos cagamos, no nos soportamos y, sin embargo, sonreímos y hacemos acopio de todo nuestro carisma para salir airosos. Ahora entiendo. Ahora entiendo. Facebook es el ensayo cotidiano para llegar a este día. Eso de ensayar sonrisas y felicidades falsas es para estar listo a este momento. Las típicas frases de: hoy con todo, a ponerse la camiseta y bebé, eres lo mejor son los simulacros necesarios para estar preparados porque ya sabemos el día y la hora en que hemos de hacer uso del más hipócrita de nuestros talentos.

                Sonreí como pocos. Todavía hoy en día, después de docenas de notas de improperios, hay quien piensa que yo soy siempre un tipo sonriente y feliz. Merezco un óscar por 34 años de trayectoria. Me porté gracioso, dicharachero, adulador. Pasé sin masticar los romeritos para que mis ojos llorosos no delataran mis necesidades vomitivas y me tomé un whisky por cada pendejo en la mesa. Sobra decir que salí más borracho que un marinero napolitano. Lo que hubiera dado porque en mi camino hacia el baño nadie me detuviera para no derribar el puto árbol ese con la pinche musiquita de las luces y su eterno villancico de pianola. Lo que hubiera dado por poder sacar mis entrañas sobre el mantel rojiblanco y mostrar la cara digerida de los romeritos. Lo que hubiera dado por decir al primo que lo único bueno de su existencia son las tetas voluptuosas de su mujer. Lo que hubiera dado por tocar el villancico de los peces en el río al ritmo de gases estomacales.

                Salí ileso. No vomité a nadie ni nadie me vomitó a mí. Mi nuevo suéter de rombos escondió bien la mancha de los romeritos. Mi corbata de Bart Simpson sirvió de soberbio detalle. Con el pretexto del abrazo navideño, me embarré todo lo que pude en las tetas prominentes de mi prima política y le desee y le desee y le volví a desear una muy, pero muy, feliz navidad. Cuando me avisaron que no estarían para el año nuevo, me sentí tan triste que volví a abrazarla con frenesí. Creo que no le soy indiferente.

                Mariana, tan comprensiva como siempre, antes de darme siquiera cuenta de si he abierto ya los ojos o sigo soñando, me ha advertido: cuidadito con hacer públicas toda la bola de pendejadas que me dijiste anoche de camino a casa. La advertencia ha surtido efecto. Entre conatos de arcadas y el timbal sonoro dentro de mi cabeza, escribo esta nota con dedos temblorosos. Sospecho que seré leído por todos, así que, a modo de reivindicación, les suplico: no me vuelvan a invitar, me harían un favor enorme.

Manual para sobrevivir al fin del mundo.


Cuando el fin del mundo llega, no hay a dónde correr, entonces, ¿para qué corre? Tómese un whisky y espere la hecatombe en primera fila. Si le da tiempo, avísele a sus seres queridos sus arrepentimientos; si le sobra, reivindique sus odios a los enemigos. Porque no es cosa de traicionar principios sólo porque se va a acabar el mundo. Hay que seguir siendo lo que es uno. Cabe la posibilidad de que sea usted uno de los sobrevivientes; sería vergonzoso que sobreviviera con hipocresías. Ah, la esperanza, mi pecado favorito. Ya veo a cada uno de los que siguen estas líneas diciéndose: A huevo, yo sobreviviría. ¿De veras se cree tan especial? Si le pasaran una encuesta de esas que están tan de moda por estos días y le preguntaran: ¿por qué cree que usted merece sobrevivir al fin del mundo? ¿Qué contestaría? Mejor aún: si le dieran la oportunidad de salvar a algunos, ¿quién sería sujeto de su magnanimidad?

                 El fin del mundo, como se sabe, no llegó como estaba planeado (planeado por quién sabe quién, porque los mayas tuvieron muy poco que ver en esto). En nuestra infinita vanidad, hasta eso creemos que es posible planearlo. ¿Supieron de unos italianos que tienen un bunker en tierras mayas a la espera de semejante acontecimiento? Si yo fuera ellos, ahora pospondría la fecha, con tal de seguir creyendo en algo, aunque ese algo signifique dejar de creerlo todo. El destino, tarde o temprano, nos dará la razón porque, señores míos, esa cosa llamada destino no es otra cosa que la propensión natural a donde conducen cada uno de nuestros actos sobre la faz de la tierra.

Los mayas, tipos brillantes por lo que se sabe (cosa no muy difícil si los comparamos con los tipos de hoy), tenían razón: para conocer el final, habría que comenzar por el principio.

                El final no es otra cosa que la explicación del principio. Yo, en mi idiotez suprema, tengo la desfachatez de preguntar cada mañana: qué he hecho yo para merecer esto. Nacer, pedazo de imbécil y, por si fuera poco, seguir viviendo que, en términos simples significa: seguir haciendo las mismas estupideces una y otra y otra y otra vez más hasta que, en efecto, se me acaba el mundo.

                En tanto, hay que buscar culpables. Un espermatozoide trasnochado y ebrio que tuvo a bien emparentarse con un óvulo en total desesperación son los primeros responsables. La lista incluye todo aquel que se ha cruzado en mi camino desde entonces. La madre sobreprotectora, el padre ausente; el maestro adulador, la maestra impasible; el jefe idiota, el gerente lamehuevos; la novia comprensiva, la esposa hijadeputa. Y como eso no basta, agréguense dioses inexistentes, patrias desposeídas y amigos fracasados. Con todo eso, ¿cómo no se podría justificar la consecuencia? En esas condiciones, el fin del mundo llega solo, y llega a tiempo.

Así que hay que estar preparado.  ¿Qué le parece si, en vez de lloriquear por lo que pudo haber sido y no fue, se amarra sus huevitos, o sus ovarios o lo que tenga a bien amarrarse, y enfrenta de una vez por todas la más cruda de las realidades: en lo que piensa en el fin del mundo, el mundo seguirá girando y, en breves, sin usted encima, lo cual ya debería ser cosa de importancia. Y eso sí que está más que planeado.

           Si se le está acabando el mundo con esta declaración, en este mismo blog hay un psicólogo incluido.
                 


lunes, 17 de diciembre de 2012

La piedad de las mentiras


Mi vida, como la de cada uno de los seres en esta tierra, es una larga suma de cagadas e imprudencias; quien diga lo contrario, miente.

La mentira, es sabido, es el pan nuestro de cada día. En la lista de artículos de supervivencia, es uno de primera necesidad. Para justificar pendejadas, mentimos; para ensalzar los triunfos y convertirlos en hazañas, mentimos; cuando queremos deshacernos de responsabilidades indeseables, lo hacemos también. En contraposición, cosa curiosa, pedimos a gritos, de los otros, la verdad.

Mi primer ligue adolescente, aprendido de su madre y ésta, a su vez, de su madre y ella, a su vez…, me lo dijo con claridad: Amor, no me gustan las mentiras. Yo, que siempre he sido un idiota, a pesar de que la frase, paradójicamente, contenía dos mentiras en una misma oración, le creí. A causa de una verdad, el romance duró un par de semanas.

                Luego supe que esa frase era sólo eso: una frase. La decían cada una de ellas, novias, ligues y quimeras. Lo decía el profesor en clase y el viejo pendejo que tuve por jefe en mi primer trabajo. Lo decía Dios a través de su espurio ministro, el cura. Y yo, que en mi boba cabeza inexpugnable intenté decir la verdad, aprendí, como todos, que el costo menor se pagaba con mentiras. Después de cavilaciones varias, concluí que a la gente, en efecto, no le gustaban las mentiras, pero que le gustaba mucho menos la verdad. Lo que en realidad querían decir con el estribillo era: no soporto descubrir que aquello no es verdad. Mientras no lo descubrieran, todos en paz.

                Aprendí a mentir y me volví un experto. Tan experto que hasta aprendí a mentirme a mí mismo y, en un acto de sabiduría sin precedentes, aprendí a no querer saber la verdad y, sin embargo, jugar a buscarla en caminos que sabía bien no la encontraría. Como diría Ikram Antaki: mentimos porque no hay razón alguna de decir la verdad. Gran revelación.

                Qué necesidad de decir la verdad si con ella perdemos más de lo que ganamos con la mentira. Por eso el mundo se ha llenado de ellas. Decimos que sí por no decir que no; decimos, bien, cuando queremos decir qué asco; decimos, sí, mi vida, por no escupir el liberador: vas y chingas a tu madre, hija de puta. De eso se sostiene el mundo. Por eso sobrevivimos en el trabajo y tenemos amigos de toda la vida, por eso parecemos carismáticos y la esposa nos perdona que seamos tan idiotas e inoperantes para cambiar el pañal al niño. Por eso, señores míos, vendemos nuestra máscara de éxito ante la vida. No es una piedad hacia los otros, sino hacia nosotros mismos. Para eso le mentimos cada mañana al idiota en el espejo, para hacerle creer que, en el fondo, muy, muy en el fondo, no es tan idiota, y lo acicalamos y le pasamos el peine por las hebras de su cráneo y le damos palmaditas en las mejillas con agua de colonia para hacerle soñar que tal vez hoy no sea tan mala idea salir a la calle a soltarle al mundo una horda de mentiras y, en consecuencia, el mundo en su solidaria magnanimidad, nos diga otras tantas que nos hagan volver por la noche ilesos a la casa y, debajo de las sábanas, podamos dormir tranquilos con la piadosa y engañosa tranquilidad del deber cumplido.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Manual para orinar sin salpicar la taza


No. Por increíble que parezca, cuando orinamos no tenemos complejo de decoradores de pasteles sobre la taza de baño. Apuntamos siempre al centro. Pero hay una ley física implicada en todo esto.

                Si lanzamos un fluido a cierta distancia, el fluido, al chocar contra la superficie, sal-pi-ca. Entre mayor distancia hay entre el origen y el destino, la posibilidad de que las gotas reboten es mayor. Eso explica por qué, un tipo de 1.90 salpica más la taza cuando orina que otro de 1.70. A distancia menor, menor salpique. Cualquier reclamo a este respecto, favor de dirigirlo a las leyes de la física.

                ¿Es necesario explicar que los hombres orinamos de pie? Al igual que las mujeres, podríamos orinar sentados, a veces lo hacemos mientras cagamos, pero, si no hay necesidad, ¿qué necesidad tenemos de exponer las nalgas? Es un asunto de estricta comodidad. Para eso, los pantalones traen cierre al frente. Nos ponemos enfrente, bajamos el cierre, con las 2 manos  tomamos nuestro aparato reproductor, lo dirigimos al centro con puntería de cazador australiano y disparamos enfocándonos en no salpicar el redondel. Pero la física es la física y la altura es la altura. Dejamos que el chorro fluya en un arco perfecto hacia el centro de la diana mientras admiramos nuestra obra y gozamos la deliciosa sensación de la vejiga liberada.

                Todo esto viene a ser una explicación necesaria después de escuchar cientos de veces la misma queja. Al parecer, hay una incomprensión de género respecto a esto. Al principio, me avergonzaba, luego me enfurecía, hasta que mi debilidad por teorizarlo todo me hizo tratar de encontrar la explicación. La verdadera explicación no es sólo la antes enunciada, sino la incapacidad de reconocimiento del otro. Después de largas cavilaciones, lo comprendí: atrapados como estamos en un pudor corporal aprendido ni siquiera somos capaces de conocer nuestro propio cuerpo. Cómo, entonces, íbamos a saber nada del cuerpo del otro y mucho menos de sus costumbres orínicas. Generalmente, eso sólo se viene a descubrir en plena convivencia y el romance se desvanece. La princesa no caga bombones, sino bombas molotov. El príncipe tiene aliento de dragón por las mañanas, unos pedos que recuerdan su ancestral preparación para la guerra y, horror de horrores, salpica la pinchísima taza porque los mingitorios sólo existen en los baños públicos. Posdata: mingitorio es esa “taza de baño” especial para que los hombres orinen.

                Como se sabe que es difícil convencer al respetable, ya oigo las voces reclamatorias: ashhh, si eso fuera así, ¿por qué cuando éramos novios no salpicabas? Respuesta clara y contundente: porque limpiaba la pinche taza. Punto.

                Explicado esto, espero no tener que hacerlo cada vez. La lección se llama: conozca su cuerpo y, de pasada, conozca el del otro, costumbres incluidas.

                Sólo queda agregar, para dar el panorama completo, que, luego de terminar el acto orínico en cuestión, con suma concentración para reducir el salpique al mínimo posible, son precisas unas pequeñas sacudidas para evitar el maligno mal de la gota traicionera.

                Por cuestión de espacio, lo del lavado de manos queda pendiente. 

miércoles, 31 de octubre de 2012

Instrucciones para envejecer sin contratiempos.


A los 15 años, alguien (quinceañero también) me dijo, después de una de esas teorías mías sobre la metodología de la horchata: Tú piensas como si tuvieras 40 años. No sé si aquella declaración me halagó, me encabronó o me valió madre. Lo cierto es que hoy el subconsciente lo rescata; luego entonces, no me valió madre del todo. Incluso, debí creérmelo un poco.

Cuando una doncella desbordante de madurez y de frases puntillosas me hizo saber que era el tipo más inmaduro del mundo, asumí que mi amigo quinceañero tenía más autoridad de juzgarme y, con toda mi inmadurez a cuestas, la mandé a visitar a sus parientes lejanos a la Heroica Ciudad de Chiluca, ubicada entre Toluca y la Chingada.

Uno aprende así a lidiar con las críticas y hacer, medianamente, lo que le da la gana. Pero, me acaban de enterar que un tal Durkheim dice que todo es social. O sea que, sustancialmente, yo no soy yo, sino lo que esa chingadera llamada sociedad me ha asignado. Y, entonces, no puedo dejar de preguntarme quién representa mejor mi asignación social, ¿mi colega quinceañero o la doncella puntillosa?

Pero, cuando el tiempo avanza y las distancias se acortan, “pensar como si tuviera 40 años” empieza a perder su carácter halagador. Veo la siguiente escena y me lleno de escalofríos: una doncella, no tan doncella, gruñéndome las quincenas, vociferándome los fracasos, escupiéndome las desilusiones. Veo un perro que no es mi mejor amigo y mis sueños de libertad presos en 52 metros cuadrados cercados por los muros del interés social. Veo a la sangre de mi sangre berreándome su pueril egoísmo y a las lindas piernas de la sección de recursos humanos negándose a mi condición matrimonial.

Esto no puede seguir así. Llamo a mis amigos redimidos para que me saquen de este sopor. Para que me demuestren que hay otra vida además de esta vida. Que me muestren cómo se divierten los que sí se divierten. Teléfonos que suenan sin sonar, respuestas entrecortadas, casi escondidas, negaciones rotundas, pretextos que tratan de salvar una virilidad hace tiempo perdida.

Puto Durkheim. Puto, putísimo falso profeta. Yo soy yo. Yo soy quien decide sobre mi propia vida. Mi libertad es mía de mí mismísimo. Estos pinches oprimidos no me van a oprimir a mí. Saldré a comerme el mundo una vez más. Esconderé el anillo en la cartera y me ligaré a media docena de animosísimas doncellas en busca de aventuras insospechables. Amaneceré en Zipolite con toda mi naturalidad a cuestas y que el Durkheim ese se vaya a la chingada.

Me levanto decidido y me lanzo hacia la puerta. De frente, me encuentro a Mariana que llega temprano en su campaña por redimirse. Cómo confesarle que no me gusta su spaghetti. Cómo decirle que el vino tinto nunca ha sido el non plus ultra en mi escala alcoholocéntrica. Cómo hacerle saber que la vida con y sin queso de cabra es la misma vida.

Durkheim, estúpido francés, has vencido. Envejeceré con dignidad. Y sin resistencia.

sábado, 20 de octubre de 2012

El buen salvaje


Pruébelo, sin compromiso, dicen cuando vas pasando por los lugares de comida para atrapar clientes. Maldita mercadotecnia. Al fin, acabas con una cuenta impagable y el estómago semivacío. Analogía del amor: Pruébelo, pruébelo, sin compromiso y, años después, ella se está probando el vestido de novia. Luego, la pequeña fiera que no deja de llorar y el comedor a meses sin intereses y el clóset lleno de zapatos y el bueno para nada de mí en un hotel de mala muerte por los próximos diez días prepagados. Lo cual significa que, en el fondo, sé que voy a volver.

                Como un ladrón, fui a casa cuando ella no estaba por algunas cosas mías, para sobrevivir diez días. Robinson Crusoe se ríe a carcajadas. En la oficina se han dado cuenta de la camisa arrugada y mi barba de tres días. Pretextos varios. Qué coño voy a contar si esto fuera inevitable. Cuando Pablito tenga edad de preguntar, qué diablos voy a decirle. La típica idiotez: que tu mamá y yo ya no nos queramos, no quiere decir que a ti… Patrañas. Los niños son niños, no idiotas. En honor a la verdad, debería decirle: la puta de tu madre… Ya, ya, mi cuarto de nueces de la India. Supongo que en unos años lo tomaré con más filosofía. Al fin de cuentas es un pinche acostón y basta. ¿Habrá sido uno? ¿Varios? ¿Varios acostones con el mismo? ¿Varios acostones con Varios Armandos? ¿Todos a su vez?

                La imaginación es portentosa. Si la canalizara, escribiría novelas de verdad y, en cambio, estoy aquí hecho un lío sin comprender por qué tanto desmadre por tan poco desmadre. Es mi culpa. Ah, no, ahora no nos vamos a poner de mártires. Que yo sea un bueno para nada, no le da derecho. ¿Quién putas le da derecho a nadie? Es un acuerdo tácito, supongo. ¿Los pecados de omisión cuentan como pecados? ¡Me carga la chingada! ¡Lo que me he perdido! La secretaria de las lindas piernas. La amiga de la amiga de mi amigo. ¡La francesa! ¡Mon Dieu, la francesa! Definitivamente, soy un idiota. Más que un idiota. Un eunuco. De haber sabido. ¿Podré recuperar algo de lo perdido? ¡O lalà!

                Qué mierda voy a hacer. Estoy cansado de la comida corrida y de la crema de chayote. Estoy cansado del café del Vips y de botellas de ron sin hielo. Pensándolo bien, la cosa no cambia mucho. La única diferencia formal es que en casa sí hay hielos. Y, por ahora, no tengo que elegir un solo lado de la cama. Los calzones en el piso. El sentido de libertad es tan nimio. Un pedo sonoro. ¡Hay futbol a las 2 de la mañana! Y qué puta madre me importa La Real Sociedad vs Valencia. Y además en diferido.

                A ver, pongamos las cosas en su sitio. Ella se coge a uno (¿uno?) y yo, en 9 años, no me he cogido a nadie; excepto a Shakira (varias veces, perdón Piqué, perdón), a Megan Fox (varias veces también, pero varias, varias) y a otras cuantas del mismo inalcanzable estilo, ah, y varios resfriados. O sea que, ¿todo el pedo es porque ella aprovecha (aprovecha la muy…) y yo no. ¿Será eso? ¿Será tan simple? Si yo, hipotéticamente, me cogiera unas cuantas ¿ya quedo en santa paz?

                Volví. Sin cogerme a nadie. Todavía. No fui tan estúpido para preguntarle por qué. Ella tampoco para contármelo. No hubo disculpas innecesarias. Quedamos en volver a intentarlo, por Pablito, por nosotros. Nosotros. Qué palabra tan absurda. No hemos cogido todavía. Debe ser raro. En pocos días, cuando la tensión se desvanezca, regresará la rutina de los trastes sucios. Pero que ni se atreva a reclamarme. Seamos 2 personas civilizadas. La secretaria nueva se llama Lucía y, sí, me gustan sus piernas. 

jueves, 27 de septiembre de 2012

La muerte del cavernícola



La censura me ha atrapado. Es tiempo de reconocerlo. Por fin un momento de paz. Después de meses de discusiones, aquel quien financia la revista de Mariana, ha vencido. Se acabaron las tormentas. Por ahora. De la noche a la mañana, nuestros (¿nuestros? ¿sus? ¿mis?) problemas financieros amenazan con terminarse. Bonanza. Mariana ya está viendo modelos de camionetas que le gustan. También para eso los hijos sirven de pretexto.

                Aunque me resultaba en suma sospechoso, Mariana había estado de buen humor las últimas tres semanas. Tenía miedo. Algo debía estar tramando.

                Ayer, olvidé, otra vez, fregar los platos. No sé qué tipo de conexión ocurre que lo recuerdo en el momento justo en que oigo la cerradura anunciando que ella ha llegado a casa. Mierda. Miro la puerta. Miro los trastes rebozando grasa y restos de comida. Wagner retumba en mi cabeza. Adivino los gritos, las injurias, la furia de ella misma lavando los platos que el bueno para nada de mí no ha tenido en consideración. Nada de eso. Una sonrisa aparece detrás de la puerta de entrada. Un saludo cordial, un abrazo furtivo, un beso. Me quedo impávido. ¿Qué pasa, mi amor, no te da gusto verme? Me dice acomodándome el cabello como cuando todavía teníamos sexo. ¿Mi amor? ¿Me dijo “mi amor”? Claro. Ese debe ser el preámbulo para lo que sigue. Seguirá algo en un tono fingidamente dulce (que tiene toda la intención que se note que es fingido) como: Pero, mi vida (léase, hijodetuputamdre), ¿otra vez olvidaste lavar los platos? Lo que sigue ya se sabe. De los platos se pasa a mis incapacidades varias, al hartazgo de mí, al eres igual que todos, al bri biri bam bam, biri biri bam bam. Yo, que no soy un caballero, sentiré la furia in crecendo y, cuando arribe el “igual que todos”, seré un perfecto cavernícola que compite en lisonjas con la susodicha. Los platos, motivo y pretexto del vendaval, irán a parar al piso. Pero no. Nada de eso. Me dice algo que suena como: también tú debes de estar cansado.

                Es un hecho. Los aliens han tomado posesión de su cuerpo para hacer estudios antropológicos con ella; en su lugar, me han enviado a la Madre Teresa y yo no sé si aceptar el canje o llamar a Jaime Maussan. No lo creo, y ustedes tampoco, pero anoche, después de varias semanas… no, varios meses… no, varios… bueno, no importa, hasta despertó mis apetitos carnales. Con los astros alineados y Pablito durmiendo profundamente, supe que había llegado el momento de realizar una de mis más vergonzosas fantasías: sexo intergaláctico.

                Cenamos, juntos. Nos reímos, juntos. Debía ser un sueño. Puto E.T. eres mi ídolo, cabrón. Hasta me dijo que esa camisa no me iba mal. Cuando salió la botella de vino de la alacena supe que todo estaba dicho. Mariana o la Madre Teresa o quien chingaos fuera me iba a dejar coger con ella. Yo estaba más caliente que el desierto del Sahara. ¿Me querrá todavía? Me lancé al ataque. La besé. Nos manoseamos un poco. Dios, hay cosas que no se olvidan. Cuando mis dedos comenzaron a buscar bajo su falda, sentí su lengua buscando la mía. Apenas si pudimos llegar a la sala. Estábamos calientes y estábamos borrachos. En el punto justo en que decidí meterme en ella, escuché un nombre que no era el mío. En un segundo, ya no estábamos borrachos, ya no estábamos calientes. E.T. eres un grandísimo hijo de puta.  

Los celos son algo muy estúpido, pero existen. Y duran más que la risa, más que el amor. Sin palabras por decirme, Mariana simplemente desvió la mirada. El cavernícola que habita en mí no salió, no quiso. Me acomodé la ropa lo mejor que pude y salí de la casa. Caminé un poco, me tomé algo y el nudo en el estómago no desaparecía. Odié a todos los Armandos del mundo. A Armando Palomo, A Armando Palomas y a Armando Hoyos. En un hotel de mala muerte, me revolví en una cama de resortes enmohecidos mirando infocomerciales y bebiendo sin ganas una botella comprada en el oxxo de la esquina. La quise odiar también, pero, además de cierta sensación de fastidio, no pude. Me quedé dormido en alguna hora de la madrugada. La vida extraterrestre sigue sin ser una certeza. Nueve años son muchos años. Incluso para el rencor.

lunes, 16 de abril de 2012

Lupita D’Alessio vs William Levy o por quién votan los mariachis.


La diferencia entre un silogismo y un sofisma es tan corta que fácilmente se confunden. Un ejemplo típico de silogismo: Firulais es perro; todos los perros tienen cuatro patas; por tanto, Firulais tiene cuatro patas. Fácil, ¿no? Volvámoslo sofisma: Firulais tiene cuatro patas; todos los perros tienen cuatro patas; por tanto, Firulais es perro. La posibilidad de que sea gato o caballo de carreras queda engañosamente eliminada.

                Pero como ese es un ejemplo para parvulitos, hagamos uno para mayores de edad. Josefina es mujer; Josefina es pendeja; por tanto, todas las mujeres son pendejas. ¿Sofisma o silogismo? Queridas doncellas, no os ofusqueis. Va de nuevo: Enrique es guapo; Enrique es pendejo; por tanto, todos los guapos somos pendejos. Está claro, ¿no?

                Como diría una frase sabia: votar por Josefina porque es mujer es tan pedejo como votar por Enrique porque es guapo. Hay una cosa segura en todo esto: esta elección la deciden las mujeres. Y cuidado con caer en un sofisma por esta última declaración. Eso de usar una característica generica vende mucho, y vende bien. Si, además, la característica sólo es a causa de la apariencia, entonces no hay más qué decir. Josefina dice cosas como: presidenta con falda, pero con muchos pantalones. ¿Acaso los pantalones desacreditan a las faldas o las faldas a los pantelones? Y Quique usa frases como: encopetizate. Que viene a ser algo como: llegó el momento de ser todos guapos. Los mariachis, que piensan en las mujeres con despecho y no son guapos, ¿por quién votarán? Si lo única propuesta de campaña es esa, que pongan a la D’Alessio contra William Levy y dejamos de intentar parecer intelectuales. Que una cante y que otro baile. En el colmo de los figurines, siguiendo el modelo Sarkozy, a Quique le consiguieron a una novia farandulera; como la Bruni ya estaba apartada, lo que quedó fue una gaviota. Parece que con eso alcanza: un novio con copete y una novia encopetada. Josefina con falda y muchos pantalones; Quique con pantalones y muchas faldas.

                Visto lo visto, también yo quiero orquestarme mi propia campaña. Como de lo que se trata es ser mayoría fingiendo ser minoría, puedo ser el candidato de las “capacidades diferentes”. Mi lema de campaña: Marchemos sin tropiezo y con paso firme. Dependiendo del sector en turno, puedo utilizar frases secundarias. Para las que aplauden a Quique, algo como: Los feos somos más agradecidos; o: menos copete y más corazón. Para las amigas de Josefina: Nunca más un golpe con mi mano izquierda. Para los amigos del Señor López: Échame la mano que me falta; o: tu izquierda fortalecerá la mía.

                Y como no es cosa de discriminar a nadie, también tengo que hacerme una plataforma política para mis amigos mariachis. Para ello, apliquemos el sistema Sarkozy. Como es mundialmente conocida mi debilidad por las italianas, y a la Bruni ya me la ganaron, me pido a Monica Bellucci. Así, podré hacer mi slogan para mariachis usando una frase que ellos conocen muy bien porque antes lo ha usado el ídolo popular Martín Urieta: Monica no te canta, te encanta.

                ¿Quién de ustedes me presta una casa de campaña?  Mis renovadas necesidades bucólicas la requieren.

lunes, 20 de febrero de 2012

Cosas de niños


Soy un tipo con pocas certezas; hoy tengo una que no permite ninguna duda: Pablito no dejará de llorar jamás.

                Llora cuando tiene hambre, cuando tiene calor, cuando tiene frío, cuando se ha hecho del baño, cuando no se ha hecho, cuando esta triste y, comienzo a sospechar que también, cuando está contento, sólo para joderme. En fin.

                Veo a la minúscula cosa frente a mí que, para su desgracia, dicen que se parece a mí y no me atrevo a levantarlo. Temo  que se desarme en cualquier momento. Lo levanto y llora más todavía. Mi temor de desarme se hace realidad. Mariana no está. Pienso en llamar a mi madre que algo sabrá del asunto. Desisto. Ya me siento bastante imbécil como para que alguien me lo recuerde por teléfono. Lo paseo, le canto, le reviso el pañal. Nada. Busco en internet con Pablo entre los brazos. Los mismos pendejos consejos de siempre. Le susurro suavecito: qué te pasa, cómo puedo saberlo. El último grito es más fuerte que nunca y parece decirme: Pasa que estoy vivo, pedazo de imbécil.

                El niño llora porque está vivo, simplemente. Y eso no va a cambiar. Por primera vez, siento compasión por mi madre. Lo que habrá sufrido la pobre. Pienso en llamarla de nuevo, esta vez para pedirle perdón por haberla desvelado tanto. Tampoco me atrevo, después de todo, treinta años después, las disculpas servirían de muy poco. Trato de arrullarlo mientras paseo por la habitación; una ligera esperanza de que por fin cesen los llantos me dura pocos segundos, antes de que comiencen de nuevo con más fuerza. Esto es imposible. Y es apenas el principio.

                La historia se repetirá interminable. Llorará cuando se caiga, cuando no se caiga, cuando quiera un Jedi electrónico y no pueda comprárselo, cuando se lo compre y se le acaben las pilas, cuando repruebe matemáticas, cuando no repruebe, cuando la niña de trenzas largas no deje que se las jale porque se parece a mí (pobrecito), cuando no le preste el coche, cuando se lo preste y me hable asustado porque está en una celda con aliento etílico, cuando le reclame por no llegar hasta el día siguiente, cuando descubra que consume drogas, cuando intente comprenderlo y él crea que nadie lo consigue, cuando se entere que no puedo pagarle un viaje a Europa porque me paso la tarde tiradote en el sillón escribiendo pendejadas, cuando no sepa qué hacer el día que a su novia no le baja la regla, cuando descubra que es quasi imposible tener un trabajo que le pague todas la cuentas y que además le guste y cuando esté, como yo ahora, tratando de aminorar los llantos incesantes de su vástago primogénito y la exnovia, convertida en su mujer, le reclame su incompetencia.

                Si se parece a mí, como la gente dice, la pasará mal, yo no podré hacer nada y, claro, tampoco va a agradecérmelo. De héroe pasaré a viejo anticuado y gruñón que no sabe cumplirle todos los caprichos, me recriminará haberlo traído al mundo sin que él me lo pidiera y detestará, como es habitual, que, si los niños vienen de París, la cigüeña no haya preferido dejarlo allá definitivamente.

                Asumo mi culpa compartida y sigo arrullándolo y paseándolo por la habitación. Después de dos horas, he logrado dormirlo. La pequeña fiera ahora duerme plácidamente entre mis brazos. Una pequeña victoria. Por fin, un poco de calma. Una tregua antes que la batalla, perdida de antemano, comience de nuevo. Lo deposito con suavidad dentro de la cuna. Se inquieta; me asusta que despierte de nuevo. El teléfono suena insistente. Puta, puta, putísima madre. El llanto comienza otra vez. Mariana me anuncia que llegará tarde, una reunión de trabajo.  No digo nada. Al colgar, no sé si mi ira es porque Pablo no deja de llorar, porque ella llegará tarde, por haberme llamado justo ahora, por el oscuro fantasma del tal Armando rondando en mi cabeza o porque también quiero llorar y mi madre no está aquí para consolarme.

lunes, 13 de febrero de 2012

Prequincena


Faltan los dos días más largos de la historia. Dos eternos días para la pinchísima quincena y las cuentas ya no dan. Juntar la prequincena con el síndrome premenstrual es una combinación terrorífica. ¿Por qué las tarjetas de crédito tienen fecha de corte el 28 o el 14 de cada mes? Debe ser parte del complot para cobrar intereses sobre intereses y poner a trabajar a sus telefonistas con mensajes que van de la amable súplica a la amenaza implacable.

         Sería una escena dantesca ver el desfile de decenas de cajas de zapatos embargados mientras lágrimas negras, de rímel, escurren por las mejillas desconsoladas de Mariana y unos ojos de furia chispeante me recriminan mi irresponsabilidad financiera. Anoche, me faltaron argumentos para explicar que un niño de tres meses y medio no requería del gigantesco zoológico que le han traído los reyes magos y cuyo costo, más gigantesco todavía, viene incluido en el estado de cuenta de este mes, sumado al precio del nuevo par de zapatos para ella y la corbata que, amablemente, los presuntos reyes magos han tenido a bien obsequiarme, aunque se hayan olvidado de pagar la cuenta.

             En plena discusión, expresamente de asuntos financieros, salió la historia del whisky del domingo pasado y mi imperdonable mentira sobre el dolor de estómago. Discursos sobre mi inmadurez.

    Trato de no encabronarme. Ommm. Ommm. Escucha, Mariana, tenemos que resolver el pago de la tarjeta… ¡Claro! Tú te quedas tiradote en el sillón escribiendo pendejadas y no eres capaz de pagar los juguetes de tu hijo. Así que, ahora, es “mi hijo”. Último ommm.

             En algún momento, entre la inmadurez y “mi hijo”, el tal Armando invadió el resto de la disputa. Reconozco que no venía al caso, como tampoco venía al caso el discurso de inmadurez, confirmado además por lo que ocurrió luego, pero, entre “tiradote en el sillón escribiendo pendejadas” y “hola, que tengas un buen domingo”, se estableció un oscuro vínculo.

                En qué momento pasé de marido tirado en el sillón escribiendo pendejadas a marido despechado y de ahí a espía y mentiroso, no lo sé. El veredicto estaba dado: yo había comenzado la discusión sobre la tarjeta buscando un pretexto para el reclamo (es en vano notificar que fue ella quien inauguró la arenga) después de husmear, desde quién sabe cuándo, su celular, su computadora y el cajón de sus cosas personales. De inmaduro me convertí en inseguro y paranoico. Discursos sobre la confianza, el machismo y el no soporto las mentiras llenaron el resto del monólogo. Nos fuimos a dormir, ella en su lado de la cama y yo en el mío. Aún me sigue gustando su espalda.

                Hoy me he sentido culpable, aunque no sé bien por qué. Por supuesto, no arreglamos lo de la tarjeta, habrá que sumar el cargo por pago tardío. Sigo sin saber quién es el tal Armando, pero tengo más sospechas que nunca. El discurso sobre la defensa de la privacidad me sigue sabiendo pésimo. Mamarracho, como soy, le mandé un mensaje hace un momento: perdón por lo de anoche, todo se arreglará, a pesar de nuestras diferencias. Además de mamarracho, cursi.

                Vuelvo a ver el celular por tercera vez. No hay respuesta. Estará ocupada. Tal vez más tarde. Me falta una docena de reportes para hoy. Hora de comida. El elefante del zoológico está extraviado. Sobre mi corbata seminueva, ha caído una enorme gota de café en algún momento de la mañana. Una verdadera lástima. Hoy no estoy seguro si de verdad me sigue gustando su espalda. Única certeza: quisiera estar tiradote en el sillón escribiendo pendejadas.

lunes, 6 de febrero de 2012

Pablito clavó un clavito


Por fin pude zafarme de la comida del domingo. Ahora fui yo quien inventé un inexistente dolor de estómago y Mariana quiso creerme. Haré una lista de pretextos en caso de emergencia. Se llevó a Pablito, quien nació por clavar un clavito, y me sirvo un whisky, que no pruebo desde hace meses, mientras trato de recuperar mi fracasada carrera literaria a hurtadillas, como una suerte de infidelidad, la única que tendré por ahora. Tuve la tentación de llamar a algunos amigos, pero sospeché que ellos si han ido a su respectiva comida familiar; además, seriamos fácilmente descubiertos.

Empiezo a creer que a Mariana le caga que escriba. No lo dice, aunque hay múltiples sabotajes cotidianos. Sacar la basura o ir al super suele ser más importante. Después de ocho años, yo cambié, ella cambió; ninguno de los dos para donde el otro quiso. Atrás han quedado las ilusiones, asesinadas por la cruda realidad. Después de siete años, Mariana, mi exnovia, se convirtió en mi mujer. Hace tres meses, o hace doce, según quiera verse, Pablito llegó para quedarse. Touché a la primera.

Conocí a Mariana en la caravana zapatista, antes de que Marcos le pareciera un payasito con pipa. Fue panfleto a primera vista. Coincidimos debajo de una carpa improvisada para repartir propaganda y reunir firmas, ya no me acuerdo para qué. Ella estudiaba Ciencias Políticas en la UNAM y yo terminaba Economía en la Buapachosa. Perfecta combinación. Cómo imaginar que las botas mineras se convertirían en docenas de zapatillas del Palacio de Hierro a meses sin intereses y pagadas con mi tarjeta, naturalmente.

En aquel tiempo, yo quería ser escritor y ella trabajar en ONGS a favor de los indígenas, los migrantes, las ballenas y cualquier especie en peligro de exterminio. Hoy, hago reportes contables de nueve a cinco y ella es editora de una revista que oculta cada vez menos quién la subsidia. Ninguno de los dos creía en el matrimonio, pero la familia, los amigos y las presiones sociales suelen ser muy persistentes. Dije que sí para no decir que no. Mamá está encantada de verme sentar cabeza.

Mariana dice que me quiere, aunque hace todo lo posible por demostrarme lo contrario. Supongo que yo hago lo mismo. Ocho años son muchos años. Visto a la distancia, nada queda de aquellos días. Dicen que el amor cambia, que toma otra forma, que hay que buscar motivos nuevos. Tengo grandísimas dudas al respecto. La nueva secretaria de medias negras suele alegrarme con una sonrisa alentadora los días de mejor manera. Algunas fantasías.

Más por accidente que por curiosidad, esta mañana descubrí un mensaje en el celular de Mariana. No sabía de la existencia de ningún Armando. Por costumbre, que no por interés, conozco a todos sus amigos. Armando no era ninguno de ellos. No soy paranoico y es mejor no pensar en esas cosas. Los deseos de buen domingo son deseos de buen domingo y nada más ¿o no?

Qué delicia es escuchar el tinteneante sonar de los hielos antes de que el líquido pase por mi boca y escurra por mi garganta. Me queda un par de horas antes de que vuelvan, antes de gastarme otro pretexto para justificar mi aliento, antes de tener que volver a fingir que es un domingo igual a cualquier otro. Rezo porque Pablo ya venga dormido.

jueves, 2 de febrero de 2012

Monstruos literarios


Siempre supe que publicar un libro era quasi imposible. Me lo dijeron en las clases de literatura, mis amigos escritores con su engargolado bajo el brazo, los escritores que no eran mis amigos con 3 libros publicados y uno que otro gerente de la Volkswagen.
   
            Me lo he repetido desde hace diez o quince años como un ritual cada que tengo un artículo de dos párrafos y no sé dónde publicarlo, a las tres de la mañana después de varias docenas de cerveza y en las terribilísimas noches de insomnio en que Morpheus no tiene piedad de mí.

             Lo que ninguno de ellos me dijo nunca es que, si publicar era quasi imposible, escribir era imposible del todo.

              El drama más conocido es la página en blanco. Esa historia que te rondó en la cabeza durante todo el día y que, a la hora de sentarte a escribirla, desaparece como ha llegado. Por dónde empezar, por dónde seguir, cómo carajo terminarla. El drama más largo es sortear la página en blanco, escribir y descubrir, después de varias páginas, que ni una sola del cúmulo de frases vale el papel en el que aún no está escrito. Word ha salvado a millares de árboles por fortuna.

            El tercer drama en mi lista es el que he clasificado como el Síndrome del Messi Anónimo. En el mundo hay muchos Messis que desbordan talento a raudales, que tocan el balón como los dioses, que meten goles de bandera cada vez que tocan el balón y se llevan a medio equipo contrario en un solo quiebre de cadera para dejar la pelota acariciando la red como con la mano. Todo esto ocurre de lunes a sábado en los entrenamientos, pero el domingo, con el estadio repleto, enfrente del equipo rival, jugando de visitante, el balón se convierte en una sandía ovoide que no alcanzo a golpear con mínima decencia. Ese es el tránsito que hay que pasar entre un blog y un libro. El blog es el entrenamiento, el libro es el Bernabeu. Y sólo queda comer banca eternamente, mientras se adivina que pasaremos a la lista de transferibles.

          Pero eso no es nada. Esos son inventos de la cabeza perfectamente superables en tanto se comprenda que lo peor que puede pasar es lo que ya está pasando: que no pase nada. Y un día la página ya no está en blanco ni parece tan mierda y el gol de bandera llega en la final de la champions en el minuto 90 contra el Real Madrid.

           La realidad es más cruel que cualquier trauma. Lo que hace imposible no publicar, sino siquiera escribir, es el terrible lastre de la vida diaria. Mi mujer preguntando cada día si no me he cansado de perder el tiempo, mi hijo de tres meses llorando porque no come letras, el gerente del departamento de contabilidad que requiere reportes antes de las cinco, el maldito cansancio de los 33 años que sólo me pide dormir sin sueños intermedios.

              Ya es febrero y ésta es mi primera nota del año. Lo cual significa que ya no hay partido el domingo porque he faltado a todos los entrenamientos. Desde la cocina, mi mujer grita que se ha terminado la leche. El niño llora, grita, como diciendo: ¡a ver a qué horas, hijo de puta! Si hay faltas de ortografía, doy disculpas. Si hay errores de redacción, también. No tengo tiempo para detenerme en correcciones. No habrá más novela que la que me cuento cada día entre berridos. Mi mujer ha salido de la cocina para repetirme los gritos en la cara. Una lluvia de saliva furibunda me despierta.