miércoles, 25 de mayo de 2011

El vuelo de los zopilotes

Planear. Planear. Planear. Y seguir planeando. Esa es la consigna. Planear la educación, la profesión, el trabajo, el matrimonio y hasta las vacaciones. ¿A dónde iré a tirarme una semana sin que nadie me moleste? No sé. Tengo que planearlo.

Planeo mi novela. Escribo de un tirón el argumento. Escojo el tema, el desarrollo, los motivos, los capítulos y los versículos. 200 páginas después descubro que no sirve para un carajo y hay que volver a empezar. Nueva planeación incluida.

Reflexión filosófico-práctica: cuánto puto tiempo he dedicado a planear hasta la hora en que me siento en el retrete.

Miles de horas dedicadas a planear y mis planes han sido destruidos desde que tengo uso de memoria por mi padre, mi madre, la maestra, mi mejor amigo, mi peor enemigo, la novia que no quiso ser mi novia, la infeliz novia que sí quiso serlo y se instaló reptilescamente en mi departamento y no piensa salir de ahí, dios, el diablo y todas sus huestes, el clima, el día, la hora, el humor y las mil vicisitudes que amparan el mundo cotidiano.

Tanto planear para que al primer soplido del viento todo se vaya al garete y acabe uno en Oaxaca, en Sri Lanka o en Kuala Lumpur. Como director de recursos financieros o como vendedor de artículos de cocina a domicilio. Además, ¿ya se dio cuenta que las decisiones más importantes de la vida son mera culpa del azar de sus emociones instantáneas y sus profundísimas reflexiones han ido a parar al baúl de las decepciones? ¿O a poco sí planeó el trabajo que tiene y la ciudad en que vive y el humor de su mujer por las mañanas? ¿En serio planeó tener un crédito impagable por culpa de la televisión de plasma o la casa de interés social a la que ya se le despegó el lavabo?

Estaba en un embrollo. Tenía que decidir entre 6 opciones. Todas ellas con pros y contras varios. Que si era mejor ésta por aquello, pero peor que aquella por esto, etcétera. En vil cavilación de la mejor de mis decisiones, me encontré un dado. Sí, sí, uno de esos de cubilete. El As fue la opción uno, el rey las 2 y así sucesivamente. Lancelo al aire y voilà, la vida estaba resuelta. Descubrí que me quedaba el resto de la tarde.

¿Y qué hacer entre una novia linda pero loca, otra cuerda pero boba, otra lista pero cabrona, otra dulce pero sin personalidad, todas juntas, otra que no era ninguna de las anteriores o ninguna de las anteriores? Lanzo el dado, gira mil veces y ya está; me encuentro feliz de la vida con mi whisky en la mesa y alguien me sonríe 2 mesas más allá. ¿Ir o no ir? Una moneda cae de un lado y la vida sin contratiempos.

Algunos dramáticos imaginan un dios jugando a los dados y decidiendo el porvenir. Yo, por mi parte, creo más en el dado que en el dios. Hoy, en un ataque de materialismo histórico, me metí a comer en algún sitio. ¿Paquete 1,2,3,4,5? ¿Coca o pepsi? ¿Con papas o sin papas? ¿Con capsup o sin ella? ¿Con cajita feliz o sin cajita (ojo: lo único feliz es la cajita)? Era delicioso ver a la pobre adolescente mirarme tirar una y otra y otra vez mi maravilloso dado al aire. Se cansó de preguntar. Me dio un pinche pan con carne sospechosa, como a todo el mundo.

Si le parece tan descabellado, siga usted planeando y ya verá. ¿Con comentario o sin comentario?

miércoles, 18 de mayo de 2011

Los derechos de mi izquierda

Cuando entré a la facultad de economía, el papá de un amigo, en actitud protectora me advirtió: Cuidado; no te vayas a volver rojillo. En mi defensa, mi amigo contestó: No, papi, Ray tiene sus principios muy firmes.

Yo lo oí todo sin decir palabra. Moví la cabeza. Dije sí, dije no, según el caso. Aunque no entendí un carajo de aquella conversación que me tenía a mí como protagonista. ¿Qué carajo era eso de ser rojillo? ¿De qué pinches principios hablaba el otro? ¿Y por qué los iba a tener firmes? ¿A los 17 (o a los 32) se puede tener algo firme en la vida? Lo más firme que tenía entonces era cierta parte de mi cuerpo, y varias veces al día, aunque no creo que fuera de esa firmeza de la que hablaban.

Resulta que, haciendo caso omiso a la mención colorida y caso absoluto a mi firmeza, me matriculé en la facultad de economía en el año de Nuestro Señor de 1998.

Más por firmeza que por colorido, me vi a los pocos meses en mi primera marcha por los derechos de los izquierdos. Seducido por una noble doncella de pelo ensortijado y despeinado, me encontré en las calles gritando consignas que yo repetía eufórico y a destiempo: ICIA. IVA ATA. APAS SI, ERNO NO. Cosas así. En pleno puño levantado, mi querida despeinada me puso un beso de lengüita sabor delicados sin filtro y supe lo que era tener muy firmes hasta los principios. Gritando al unísono, con la carabina 30-30 lista pa’l disparo, esa noche armamos juntos una revolución.

Así supe que las minorías eran mayoría, que se podía saltar de ismo en ismo al mismo tiempo que de cama en cama y que yo era uno de los tres que había tenido a bien leer de veras El Capital de cabo a rabo mientras los demás se llenaban la boca con cosas como lumpen proletariado o la lucha de clases que enunciaban mal y entendían menos. Y rojilla tenía la cara de tanto sol, de tanta marcha y me hacía gracia que me dijeran que era de izquierda cuando con la izquierda no podía ni amarrarme los zapatos.

15 años después, resulta que los rojos son azules y los azules amarillos. Cansados de cargar una biblia en la mochila, de la cual no pudieron pasar de la página 2 y la segunda columna, cansados del rezo les dio por el grito, hasta el de dolores. Y como no era el caso de cambiar la gorda biblia por el gordo capital, el capital pasó a la chequera y la biblia al baúl de los libros prohibidos.

Hoy, en el año de Nuestro Señor de 2011, de a tiro por viaje, debo oír a mis amigos de derecha con discursos furibundos sobre los derechos y a la mayoría creyéndose minoría. La minoría sigue sin creerse nada.

Yo sigo creyendo, en el fondo de mi corazón, que puedo pagar mis deudas con poesía, mala, para más datos; sin ninguna firmeza. De colores, siempre preferí el azul marino y aprendí el sutil arte del callo, veo y escucho con sonrisa beatífica en los labios.

De todas formas, la izquierda sigue sin funcionarme bien sin ningún derecho. Mala cosa.

viernes, 6 de mayo de 2011

Manual para beber un cabernet sin mancharse la camisa

Aunque es de uso común, no se confunda: “Necesito dinero” no significa lo mismo que “quiero trabajar”. Ni es lo mismo ni mucho menos igual.

Si, por un misterio que aquí no desentrañaremos, un día le llama un tipo de voz cavernosa y le dice algo como: Soy el notario de la Sra. De Pérez y Pérez y Pérez Serás (o Perecerás, no es claro con aquella voz cavernosa), tía política suya, casada con el tío de padre de la madre del compadre del amigo de su hijo, que le ha dejado una cuantiosa herencia en libras esterlinas, usted no se preguntaría en qué termina aquella larga lista de parentescos (aunque sería interesante que alguien me lo haga saber, soy curioso por naturaleza). Antes bien, empezaría las fatídicas ilusiones que genera la fortuna. Los primeros sueños incluyen casa, coche y refrigerador lleno; pago de todas las deudas reales o imaginarias y, en un acto de sublime filiación con su difunta tía (la llamaremos tía para evitar comprensiones innecesarias), ganas de conocer la ciudad inglesa donde la tía ha pasado sus últimos y delirantes días, lo cual implica, ya cruzado el charco, un paseo glamuroso por países varios de aquella región del mundo, descubrir que hay hoteles cuyas habitaciones son del tamaño de su antigua casa, comidas inimaginables y hasta seres simpáticos. Podría incluso descubrir su afección al ocio y al cultivo de algunos vicios. Todo aquello que ha atacado como ideólogo del mundo contemporáneo se iría por el mismo lado por donde ha venido y la mayor queja social en su cabeza sería la incapacidad de los suizos para comprenderlo.

¿Y el trabajo? Ése, en su vieja oficina, con su viejo sueldo, con su vieja semana de vacaciones al año y sus viejos sueños enmohecidos por esperar un ascenso que se va convirtiendo en descenso. Ese lindo y bello trabajo se podría ir a la mierda en un abrir y cerrar de ojos.

Sólo se trabaja beatíficamente cuando no se tiene dinero suficiente para gastarlo.

Con la herencia de la tía, yo podría tranquilamente dedicarme a cosas bastante más vivificadoras para el cuerpo y para el alma y, en un acto de gratuita nobleza, escribir blogs rememorando mis austeros días en aquella y repudiada clase media.

Sospecho que empezaría a perder credibilidad. Pero, en el peor de los casos, inauguraría un blog que se llamara: Manual para beber un cabernet sin mancharse la camisa.

De todos modos, los lectores de cualquier clase, seguirían siendo 3.