viernes, 26 de julio de 2013

Manual para coger (un resfriado).

Las primeras dos semanas, cogíamos hasta en el patio de servicio. La adrenalina de ser descubiertos por la sexagenaria vecina que acostumbraba husmear desde la ventana y provocar su espanto nos parecía una divertida afrenta a su moralidad santa, católica, apostólica y romana. Para la tercera, ya nos dábamos tiempo de comer algo después de descubrir la flexibilidad que puede alcanzar un ser humano con los incentivos correctos y comer el postre usándonos mutuamente de bandeja.

                Cuando se cumplió el primer mes de matrimonio, no hallaba la hora en que dieran las seis para salir corriendo de la oficina e ir a hacerle todo aquello que había prometido en innumerables mensajes de texto toda la mañana mientras trataba de cuadrar un balance general y el seis y el nueve me resultaban tan eróticos que me hacían perder la cuenta de modo irremediable. El cuatro me hacía enloquecer solito y sin ayuda de otro número compañero. Mariana, mi adorada Mariana, era, y no lo sabía, una verdadera y perversa bomba sexual. Y yo, yo, yo mismo, el próximo premio nobel de literatura que sólo trabajaba en aquella oficina temporalmente, había tenido la fortuna de encontrarla.

                Para el segundo mes se acabaron los mensajes, pero seguía cumpliendo religiosamente con mi dotación diaria de lucha cuerpo a cuerpo y cara a cara, a dos de tres caídas y sin límite de tiempo, hasta que nos dimos cuenta que dormir sólo cuatro horas diarias nos estaba robando la energía. Fue entonces que redujimos el número de caídas a una nocturna y descubrimos el agridulce sabor del famoso y bien nombrado mañanero. Huelga decir que tomó su nombre porque cada vez fue con menos esmero y cada vez más en chinga, hasta que de plano fue tan “tardísimo” que ya no dio tiempo ni para eso.

                No sé cuando pasamos al un día sí y uno no, al uno sí y dos no, al uno sí y tres no, al espérate al sábado, mi vida. Debió de ser al tercer mes porque, para cuando Pablito llegó a nuestras vidas, ya sufríamos para seguir manteniendo aquella tradición con rigurosidad institucional. Como se sabe, para que una institución se sostenga, precisa de burocracia.

                No sé cuando se volvió de rigurosa necesidad hacer cita con mi propia esposa. No sé si le comenzó a doler la cabeza porque le pedía una cita o le pedía una cita porque le dolía la cabeza. El caso es que, cuando me asaltaban los antojos, tenía que programarlo con anticipación. Nada de estirar la mano al momento de acostarnos para ver lo que encontraba; mucho menos querer saciar mis apetitos así nomás porque sí. Tenía que mandarle un mensaje timorato al medio día del tipo: ¿estarás muy cansada esta noche? porque… sabes… hoy he pensado mucho en ti…

                ¿Siempre habré sido tan pusilánime y el matrimonio me lo reforzó o el matrimonio es el mejor campo de concentración para aprender el arduo y sinuoso camino de la pusilanimidad?

                Si aún faltaran pruebas de la presunta pusilanimidad (no creo que falten, pero también sé que, para hacer leña del árbol caído, nunca sobran), tengo que confesar que hace muchos años dejé de creer que ganaría el premio nobel. Se invirtieron los papeles: el sueño del premio nobel fue temporal, el trabajo temporal se convirtió en eterno.  Así que tengo que confesar que toda esta arenga es para declarar tan pública como patéticamente: tengo gripe, me siento del carajo y sí: hace un año, ocho meses, veintitrés días y catorce horas que no cojo más que eso: resfriados. Y dos más dos siguen siendo cuatro; sin erotismo, naturalmente.


jueves, 25 de julio de 2013

Manual para superar el divorcio


Lugar común necesario: ya lo pasado, pasado. Ensayo en varios idiomas: Past is past. Le passé est passé. Lo pasato è pasato. Preteritum, preteritum est. Sí. Lo reconozco, ejercicio en suma fantoche, pero, después de un fracaso decalógico de estas proporciones, lo menos que me queda es la reivindicación de mis virtudes y la justificación de mis defectos. Todo sea por convencerme de que, en efecto, lo pasado, pasado es y la vida continúa casi como una suerte de reivindicación liberadora.

                Me hundo en el trabajo hasta el fondo. Trabajo sin cesar durante días. El reporte mensual, por misteriosas causas, toma una importancia vital y trascendente. Yo soy yo, me digo, la vida está ahí, esperando que la tome. En respuesta a mi frase pendeja de superación personal, digna de Miguel Ángel Cornejo, lo único que espera es el reporte que no acaba de cuadrar por ningún lado.

                Mi jefe, un chico afortunado, cinco años menor que yo, acaba de conseguir el trabajo de su vida. Está lleno de ilusiones; éstas son proporcionalmente inversas a las mías. Cuando me conoció y supo que era economista, las ilusiones, que de por sí tenía, aumentaron al doble; cuando le entregué los primeros resultados, tuvo una epifanía tal que casi se hinca enfrente y me la chupa. Comencé a creer que era bisexual (sabía ya que era recién casado, cosa que ya nos distanciaba de modo considerable). Por fortuna, sólo fue una falsa alarma provocada por mi encanto natural para engatusar gente.

                Le costó un par de meses enterarse. Mis infinitos talentos se habían ido a la mierda hacía años. No hacía lo suficiente, apenas lo mínimo necesario y, entre la reivindicación de la empresa privada y privarme de la empresa prefería, como la obviedad denuncia, lo segundo.

Sus ilusiones me enternecen. Si exploto mis capacidades, me ha prometido un ascenso y un viaje de capacitación a Nueva York por un mes. Pobre. No sabe, no puede saberlo todavía, que la empresa, al único que manda a capacitarse a Nueva York y a Paris y a Roma es al dueño mismo y a su parentela. Por lo que a mí respecta, Nueva York viene a ser una gran manzana putrefacta por el gusano de la indiferencia. Pero le digo que sí, que claro, que desde luego, nomás por no dejar, nomás por azuzarlo, nomás porque quiero ver su cara de aflicción cuando tenga que decirme que este mes no se lo han autorizado, pero que el próximo seguro y que el ascenso, nada más que reacomoden, nada más que se reestructure el departamento, nada más que se jubile Don Fulanito. Y Don Fulanito vaya que se jubilará algún día. Lo que él no sabe, y en el fondo yo tampoco, es que Don  Fulanito seré yo algún día, mucho antes de que el ascenso aparezca en el horizonte. Si sigue tan ansioso, prometedor y animado, lo van a correr muy seguramente. No hay lugar para animosidades en este lugar. Ah, pero eso sí, ya soy libre, qué chingaos.

En un acto de valentía, miro con descaro las piernas de la secretaria. Ora sí no se me escapa. Total, ella sola, yo solo, la casa (de mi madre) sola. Me repito mi cornejez: ya lo pasado pasado, tratando de olvidar la marca güera que el sol aún no ha logrado borrar de mi anular. Y al pensarlo, el cristal de la ventana me devuelve mi flácida silueta, mi barba de diez días, mi traje recién comprado, hace apenas cuatro años, con motas de café y tallones de cigarro y me doy cuenta de lo ya sabido y nunca confesado: que, en efecto, lo pasado, pasado; aunque el pasado sea yo.

Me hundo en mi escritorio. El jefe, me manda a llamar, esta vez sin ilusiones. Me avergüenzo y desvío la mirada del puesto de la secretaria. El jefe me dice que me nota distante, sin compromiso. Yo me sonrío. Le digo que sí, que no se preocupe. Pobre. Tendrá que aprender a sobrevivir con eso. Y yo también.