miércoles, 13 de julio de 2011

Mal de muchos

—Te juro que es la primera vez que me sucede. No sé qué pasó —mentí por enésima vez. La frase era mentira; la vergüenza no.
                Ella, tan comprensiva como siempre, me acarició el cabello, me miró como se mira a los niños cuando se han embarrado el gerber por toda la cara y, tratando de disimular su infinita lástima, su infinita desilusión, su infinita frustración, me dijo con la voz más dulce que pudo: todo está bien, mi vida.
Le agradecí la compasión y me prometí a mi mismo no volver a defraudarla.
La siguiente vez estaba muy ocupada. La siguiente estaba muy cansada. La última estaba en el mismo café con un nuevo interlocutor.
Fue entonces que yo sentí la frustración infinita, la desilusión infinita, la infinita lástima cretina, por ella, es decir, por mí.
                Dicen que la causa está en los años, el estrés, las 2 cajetillas diarias, la falta de irrigación sanguínea, la ansiedad, mi crónica depresión, mi crítica desesperación o hasta en la falta de vitaminas. Por separado o todo junto.
                La primera vez que me pasó —la verdadera primera vez o, al menos, la primera recordable— fue un día en que lo intenté en grupo. Aquella vez se lo adjudiqué al pánico escénico, a una crisis multitudinaria. Ante los otros, quizás me dio un ataque de timidez por algún lejano trauma infantil.
                Pero me volvió a ocurrir. La siguiente vez con alguien con quien el pánico escénico no podría entrar en categoría. De pronto, a la mitad de la acalorada tertulia, simplemente, sucedió. Pensé que era ocasional y no le di importancia. Pero volvió a ocurrir, con misma pareja y luego con otras. Hasta que comprendí que no había remedio. Estaba hecho un idiota. Mi cabeza había dejado de funcionar.
                Dejé de tener ideas. Me pasó una vez, me pasó otra y otra más. Y tengo que soportar esa cara de compasión, esa voz de no pasa nada, cada día cuando alguien llega buscando la frase punzante, o al menos graciosa, y no encuentra más que el reciclaje de varios años de repetirlas y ya nada les sorprende. O cuando quieren otra teoría sobre el mundo y yo me oigo repitiendo lo que dicen los noticieros y la tesis de la señora de los melones.
                Tal vez sí sea la depresión, el estrés, las 2 cajetillas o la chingada madre, pero, en este caso, no hay pastillita azul que nos salve la mañana.
Me sumo al diurno andar de los otros bípedos que, como yo, igual que yo, se dirigen al trabajo. Hablando del último partido de la selección (¡Qué pedo con Pachequito!), de lo mal que maneja el chofer del autobús (¡pinche pendejo!), de lo buena que está la nueva secretaria (¡qué nalgotas!) y, felizmente, me doy cuenta que no estoy tan solo. Que yo los veo a ellos como ellos me ven a mí y vamos entrando de 2 en 2 a la oficina.  El mal de mucho es consuelo para nosotros.