miércoles, 23 de abril de 2014

Instrucciones para confesar lo inconfesable

Cada que lo pensaba, me resistía, me lo negaba a mí mismo. Pretexté múltiples absurdos, traté de distraerme con otras glorias, quise engañar a mi pesaroso corazón con fatuas alegrías y, al fin, asumiendo la victoria de mis emociones sobre mi razón, no tuve más remedio que aceptarlo. Primero, después de numerosas luchas con mis demonios diurnos y nocturnos, a mi misma mismisidad; luego, a cada uno de mis amigos que me miraban con esa morbosa expresión que yo adivinaba de antemano: no que no, papacito; no que tú jamás de los jamaces, no que muy racional, no que eso era para puro perdedor como nosotros, no que el libre albedrío y demás monsergas discursivas. Sí; lo sé, qué remedio; a tragarme a bocanadas cada una de mis insulsas palabras y aceptar, sin ninguna dignidad, el escarnio público. A mis enemigos no tuve que avisarles; siempre se enteran por su cuenta; sospecho que eso de los amigos es una malévola red de espionaje digna de la CIA o la KGB.

Sólo para confirmar lo que ya era más que evidente, me pasé, como sin querer queriendo, al consultorio de un amigo que, curiosa coincidencia, ese día y a esa hora, estaba disponible. Después de mil corteses devaneos, me atreví, con la voz agudizada por la vergüenza, a confesar que algo me pasaba. Él, con esa sonrisa que hace pa’ empatizar con uno, cruzó piernita y se prendió un cigarro sin dejar la sonrisa. Adiviné que había adivinado. Me sonrojé, alargué la pausa, le robé uno de sus cigarros y, al encenderlo, noté que el pulso me temblaba más de lo normal. En las nubladas seis de la tarde, yo sudaba como en el mediodía de Acapulco. Tragué saliva y mentí: no sé lo que me pasa.

Le conté, durante cuarenta minutos, cada uno de mis síntomas; desde los decentes hasta los absurdos, desde los confesables hasta los inconfesables. Le hablé de mi falta de concentración, de mis melancólicas elucubraciones, de mis insólitos planes a futuro, de mi reciente afiliación a una institución hipotecaria, de mi interés por los bienes raíces y las mueblerías, de mi paulatina eliminación de mis contactos femeninos (sobre todo los menores de treinta años) exceptuando los que no incluyeran sexosas intenciones, de mi perdida afición a salir de noche (ligues incluidos), de esa sensación en la boca del estómago varias veces al día, de la ansiedad por llegar a casa, de mis vegetales cambios alimenticios, de mi cambio de hábitos, de mi cambio de opinión sobre ir al cine acompañado, de mi cambio de whisky a vino tinto y de tacos árabes al spaghetti al pomodoro, de mi cambio de jeans a punto de romperse por pantalones de casimir impecables, de, en síntesis, mi cambio con respecto al cambio.

Cuando terminé mi incontable lista de síntomas vergonzosos, aún sonreía, aún cruzaba la pierna, aún se mecía ligeramente adelante y atrás, como hace cuando ya sabe lo que sabe. Me quedé callado, esperando su ya, por demás, adivinado veredicto. Por respuesta, tuve una pregunta salida de entre la piadosa sonrisa:

—Y, dime, Mi Ray, ¿qué se siente madurar?

Me dio aún más vergüenza confesarle que, lo peor de todo es que, no, no se siente uno tan mal.

martes, 15 de abril de 2014

Instrucciones para decir mentiras

En mi primer taller literario, aprendí lo que, hasta hoy, es uno de los ejes, no sólo de mi literatura, sino de mi forma de asimilar el mundo: la diferencia entre verdadero y verosímil. La literatura no es verdad, pero exige ser verosímil; si no, mejor dedicarse a otra cosa. Me ha llevado años entender que eso, no sólo aplica a la literatura, sino a casi (¿o sin el casi?) todos los ámbitos de la vida.
          Soy un mentiroso profesional o, para ser sincero, un mentiroso que se profesionaliza cada día. Sépanlo de una vez: los escritores son bípedos parlantes que viven de decir mentiras. Hay unos que lo hacen bien, otros que lo hacen mal; hasta hay algunos que logran publicarlas.

Primero, comencé a decirlas; luego, empecé a garabatearlas. Las mentiras, como los pecados, pueden ser de palabra, de obra y de omisión. Se hace tan a menudo que, de ahí la muy conocida confusión en mi cabeza: ya no sé si lo viví, lo soñé, lo leí, lo escribí o me lo contaron. He llegado al absurdo de contárselo a quien me lo contó. Cuando ya no se sabe lo que es y lo que no, la verosimilitud está completa. El juego consiste en mentir y ser mentido, en creer y ser creído.  
          
      Me mintieron un dios y yo lo mentí a su vez; al punto de ser ministro de tal mentira. Un día, su verosimilitud se desvaneció como se desvanece una oblea envinada entre paladar y saliva. Luego, vino el tiempo de las revoluciones, de los discursos enardecidos, de disparar comunicados. Se me acabó la tinta y una pulmonía me dejó sin voz. Para cuando me había recuperado, me desperté sentado en un escritorio tratando de cuadrar haberes con deberes a cambio de algo tan mínimo como un salario que, por aquel entonces, me alcanzaba para mis primeras cervezas pagadas por mi deber y consumidas por mi haber. Al descubrir mi adicción por el whisky, ya no había punto de retorno. Con eso del amor, no sé quién mintió primero, si yo o ellas; de lo que estoy seguro es que así descubrí mi afición por las mentiras creíbles; tan creíbles que parezcan increíbles.

                He creído y descreído tantas veces que la espera del siguiente descreimiento ya funge como acto de fe. Y, lo que es más increíble, aún hay gente que cree en mí, lo cual no sé si me enternece o me avergüenza. O ambas. El hecho demuestra que no soy el único que gusta de creer en pendejadas. En el fondo, a lo mejor creen en mí como yo creo en dios y, entonces, debo de empezar a deprimirme, cosa que, como se sabe, no requiere de pretextos.

                Me gustan las mentiras; decirlas, por eso escribo; que me las digan, por eso leo. He dejado de creer en tantas cosas que lo único en lo que me resisto a dejar de creer es en las mentiras. La verdad es una mentira inverosímil; prefiero las mentiras francas, elaboradas, sólidas, sinceras.


                Llevo varios meses escribiendo un documento de mentiras, de mentiras inverosímiles. Ya no lo soporto. Nada hay en mis palabras que represente un atisbo de credibilidad. Engañar así, lo detesto. Es abominable. Sigo prefiriendo la literatura que francamente me engaña desde la primera frase y no deja de hacerlo, sin pudor, hasta el final. Ahora el cine comienza a seducirme. Alguna noche, todavía, disfruto mentir a besos y falsear caricias. Aún escribo. Aún creo en este fascinante arte de mentir. A punto estoy de soñar la siguiente mentira. A su salud, mentirosos y engañados.  

martes, 1 de abril de 2014

Manual para perder amigos.

El próximo 15 de abril se cumplen nueve meses que, como un niño que nace sin torta bajo el brazo, mi mujer me dejó; o yo a ella (ya no quiero acordarme) o que, usando uno de esos plurales que detesto, simplemente, nos dejamos.

                En nueve meses, han pasado más cosas que en los últimos años de asquerosa rutina. Primero, me sentí liberado; luego, la odié en silencio; después, la aborrecí con gritos; en algún punto, entre el odio público y privado, lloré por ella, o por mí, o por ambos, o por Pablito, o por el clavito, o por la chingada madre; la chingada madre del niño Pablo, del niño Ray y hasta de tu chingada madre si es preciso. Y sí, también me odié hasta el hartazgo.

                Al principio, mis amigos soportaron como espectadores griegos ante tan sublime tragedia. Me regalaron su tiempo, su lástima, su condolencia. Poco a poco, se fueron retirando a discreción, hasta que mis improperios rebotaron en las paredes de habitaciones vacías. Cuando me vi solo, lamiéndome las heridas, cual héroe griego de mi propia tragedia, traté de reivindicarme. Me lancé en pos de gentiles doncellas que me entretuvieran el insomnio y me endulzaran los días. Luego de múltiples intentos, desistí y regrese a mi incansable lamer de heridas sin cerrar. Esta vez, detestando la mezquindad de mis amigos, odiando su falta de solidaridad, repudiando su malsano egoísmo y su intolerancia. Quise matar 27 veces a mi jefe, asesiné a mis colegas 14 veces por día y destruí todo lazo con la humanidad circundante mientras Pablito seguía creciendo y demandando caprichos a través de la voz de su santa madre.

                Uno de los amigos que perdí (¿me seguirá leyendo?), solía decir que él escogía a sus amigos. No sé si eso sea posible o no, a mí sólo me caen por razones insospechadas, pero, de haberlo sabido, también yo hubiera intentado calcularlo. Otro, que me doraba la píldora con que era un gran conversador (yo, no él), terminó prefiriendo conversaciones que no incluyeran multiplicidad de odios contra el mundo. El antineurótico (sí, neta, cree el muy iluso que le creemos que no es neurótico) terminó neurotizado de mi neurosis. Hay uno que sigue buscando adjetivos que me describan adecuadamente; ha encontrado tantos, que soy yo quien no quiere verlo. Un miamigo (que no se sabe si es mi amigo), hace tiempo que dejó de decir que es mi ejemplo a seguir. De mis amigas, no puedo decir nada; temo que su encono me alcance donde quiera que estén (además, no me leen; así que pa’ qué alargar la glosa).

                 Una de ellas, se atrevió a decirme (¿la mandarían los demás de vocera? ¿Se lo jugaron a suertes y perdió?), con suma dulzura (eso sí), tiempo atrás, lo que todos piensan y que nadie se atreve a decirme mirándome a los ojos: Ray, te has vuelto muy exigente, y aun así te queremos. Y yo, que aún tengo un atisbo de cordura, asentí. Exigente. Ja. ¿Exigente yo? ¡Habrase visto! ¡Qué desfachatez!

                Lo que la pobre no supo decir (el de los adjetivos no la asesoró correctamente) es: te has vuelto intolerante, mezquino y un maldito egoísta de mierda. Estoy de acuerdo. Excepto en una cosa: no me he vuelto, lo he sido siempre. Y sí; así me han querido de todas maneras. Porque, como diría aquél de las presuntas buenas conversaciones: no importa cuán mequetrefe es uno y cuán mequetrefes son ellos: por eso te llevas con ellos, por eso se llevan contigo. Los que se quedan, si es que queda alguno, son esos que, después de odiarme en silencio innumerables veces, acaban concluyendo en privado y luego en público, después de hacer mi reputación pedazos: pero, pos, así es el pinche Ray.

Y yo, que así soy, en efecto, los detesto con toda mi alma, los traiciono por triplicado de uno en uno y de tres en tres y, cuando al fin me entero que hace nueve meses que mi mujer me ha dejado, o yo a ella (ya qué importa) y que Pablito es un pedinche irredento, me pongo a escribir apologías para mí y mis lectores que no son otros que esos mequetrefes de los que hablo porque son los únicos que aún quedan para soportar mi monserga disfrazada de literatura.

Haciendo cuentas, tengo asegurada la venta de una docena de libros. Eso es muy poco para un escritor, pero mucho más de lo que un mequetrefe como yo podría pedir.