lunes, 22 de noviembre de 2010

LO PRIMERO QUE ESCRIBÍ EN LA VIDA...

Lo primero que quiero decir es que esta historia – como todas – empieza con una historia de amor. Aunque más correcto sería decir que empieza – como todas – con una historia de desamor. Pues mis primeros escritos iban dirigidos a un gran amor, a mi primer gran amor: Maliza Lopez Tovilla. Esa niña que me quitó el sueño el mismísimo momento en que la vi el primer día de clases de quinto de primaria. Porque desde ese entonces la adoré, la veneré e hice todo por llamar su atención.
Así, comencé por escribir cartas suspirantes (que nunca entregaba) y por sacar buenas calificaciones (pues Maliza era la más matada que hubiera llegado a la pequeña primaria de San Cristobal) y para mi sorpresa, la de mis padres y maestros competía con ella por las mejores calificaciones, los “vales de buena conducta” y hasta por responder más rápido las preguntas de los profesores. Me convertí en un ñoño en todo el sentido de la palabra. Competía con ella en todo lo que sabía que podía competirle. Eso parecía enojarla y eso, a mi entender, era lo único que podía hacer para que me ubicara en su mapa.
(Hay que entender que a mis tiernos 11 años tenía muy pocas ideas sobre cómo llamar la atención de las mujeres y la única forma que encontré para que me volteara a ver era haciéndola enojar) (Ahora sigo haciendo lo mismo con mi esposa, hacerla enojar me resulta natural)
Mientras, me pasaba tardes enteras escribiéndole cartas e imaginando que me quería y que viajaríamos – en un descapotable - a la playa más bonita del mundo. En general (es decir, siempre) sólo conseguía miradas hostiles y muchas burlas de su parte, además de una que otra palabra grosera que siempre terminaba con un ashhhh
Incluso, me inscribí al curso de teatro en el que ella estaba y donde, por ser el único hombre – era claro que el teatro, a diferencia del futbol, era para mujercitas – acabé interpretando al príncipe azul en un musical del festival de fin de curso frente a toda la escuela. Ella no participó por una diarrea catastrófica que le atacó dos noches antes del evento. Y yo, como siempre y como todo, ya no tuve los pantalones para decirle a mi madre y al Profesor Silva que ya no quería interpretar la obra y cantar las tres canciones que nunca me aprendí y que además nunca pude cantar. Fue una de las peores experiencias de mi vida. Tuve que esperar hasta el final de la secundaria para que dejaran de decirme Principito y volvieran a familiarizarse con mi nombre.
Mientras tanto, me había llenado de cartas melcochadas y cursiformes que no tenían ni pudor ni destinatario. Pues nunca hice un intento claro de entregarlas, aunque sí varios amagos. Empezaron a convertirse en un bulto difícil de esconder en el closet y en mi más crecido tesoro.
Pero mi amor unilateral terminó el mismo día en que descubrí al “gran” escritor que llevaba dentro. (Ese maldito acosador que me ha jodido la vida desde entonces…) Ese día Maliza Lopez Tovilla y mi mejor amigo Pepe Bermudes, se hicieron novios en una excursión escolar.
Mi corazoncito, mis cartas de amor, los viajes a la playa – con descapotable y todo – regresaron, entre lodo y pasto, en la suela de los zapatos del que ahora era mi mejor enemigo.
Esa misma noche descubrí que el mundo real era demasiado hijoeputa. Y el mundo que me construía escribiendo era demasiado perfecto para rechazarlo. Al llegar a casa, sin explicación alguna y sin experiencia previa lo escribí todo. Cada detalle, cada minuto de ese viaje, con todo el rencor y el dolor que le cabían a mi pequeño corazoncito destrozado a sus 11 años. Vomité en quince hojas de libreta toda mi experiencia y lloré y lloré mucho mientras mi mano le decía al papel sobre los sueños, sobre los viajes – a la playa y en descapotable – y sobre las estupideces que me había inventado en mi mundo epistolar y perfecto.
Hasta que caí exhausto…
Pero la mentira, la de querer-ser escritor, vino hasta la mañana siguiente en que volví a leer todo el texto. Era tremendo!!! Era una historia de terror perfectamente narrada. Cada vez que la leía volvía a vivir todo de nuevo y volvía a llorar. Quien sabe cuantas veces habré leído esa historia. A los 11 años nadie te cree que te has enamorado, además nadie se traga que estas deprimido. Y lo peor, nadie te deja irte de pedo escuchando una y otra vez “la que se fue”… Así que esa libreta se convirtió en mi disco de Jose Alfredo y esa historia hizo las veces del José José que todo mexicano de respeto canta cuando las pinches viejas lo mandan al carajo. Hay que cortarse las venas con galletas de animalitos.
“Lo que un dia fueeee, no será… Ya no vengas a buscarme, no tengo naaaada que darteeee, de tu alpiiiiizte me canseeeee”
La leía todas las noches antes de dormir, varias veces. Y volvía a llorar.
Al final – después de muchas noches, de años, de siglos – la libreta, las cartas y mis dolencias terminaron en la chimenea la misma noche en que resignado, le pedí a Daniela Cruz Zebadúa que fuera mi novia. Así, en un acto de expiación, digno de cualquier película holliwodense (esa gran escuela), terminé para siempre con Maliza Lopez y me aseguré además un lugar en el muy exclusivo grupo de-niños-con-novia que todos admiraban en sexto de primaria.
Nunca le mostré y ni siquiera le mencioné a nadie sobre esas cartas ni sobre nada de lo que había escrito. Y eso es precisamente lo que hizo que me contara la gran mentira. En mi mente infantil, suponía que si a mí me gustaba lo escrito, entonces simplemente era bueno y no requería de más ni mejores jueces. Empecé a soñar con escribir un libro sobre el amor – ya que era un experto – y otro sobre las ciento dieciocho formas de asesinar al mejor amigo.
Y eso que empecé a escribir, tampoco nunca se lo mostré a nadie. Y entonces nadie me dijo del posible (del seguro) bodrio-híbrido-megalómano que había en aquellas páginas de libreta de primaria. Así que sólo continué escribiendo(me) y soñando(me) con algún día ser un escritor profesional. El gran escritor, el mejor escritor del mundo.