martes, 27 de mayo de 2008

Notas aclaratorias

Debido a la enorme cantidad de mails que me llegan cada día —lo mismo para aplaudir lo que uno escribe que para atacar verbalmente—, es preciso hacer algunas aclaraciones que expongo a continuación: 1.- Para los aplausos no tengo más que decir que se agradecen hartamente. Sobre todo en estos días de tormenta tropical en que uno sabe si va o viene o todo lo contrario. 2.- Se me pregunta con insistencia sobre la veracidad de los acontecimientos aquí contados. Señores míos: La realidad siempre superará a la ficción; esto no es ni la mínima parte de la sarta de pavadas que uno tiene que soportar para sobrevivir en este mundo clasemediero, mediocre y falto de razón. Y como este espacio pretende ser una exposición de todo ello, entonces si se identifica, bienvenido. Si no, qué carajo hace perdiendo el tiempo: ¡Póngase a trabajar! 3.- Cierto grupo de señoras/señoritas, me ha acusado, tímida o abiertamente, de misoginia. Tal vez hay una confusión del término. De lo que se me puede acusar, y con justa razón, es de misantropía, que ni es lo mismo ni es igual. Esta última no incluye sólo odio a mujeres, también a hombres, niños y políticos sin importar clase, manía o condición social. Sépanlo ustedes: la humanidad es una bazofia y yo su vocero y representante. 4.- Aunado a lo anterior, el mismo grupo de señoras/señoritas, me ha acusado de que en mis crónicas todas las mujeres son pendejas y/u objetos sexuales. A ver, a ver, vámonos con calma. Yo nunca he dicho tal cosa. De pendejas, lo más que he dicho es que “odio a las mujeres pendejas”, lo cual no implica que todas lo sean ¿o sí? La humanidad, queridos míos, se divide en mi cabeza en 2 grupos: los medianamente listos y los otros. Entre mis amigos hay uno que otro de la primera especie, mujeres incluidas. No digo nombres para no herir susceptibilidades y vanidades. Las que forman parte de este grupo —lo acepto me sobran dedos en la mano— lo saben porque se los he dicho, las que no, una lástima, suerte en la próxima reencarnación (también podrían darse un paseo por alguna casa de sabiduría de 2 a 4 en que las zapaterías cierran para comer, pero no auguro mucho futuro). Lo de objetos sexuales eso si está muy interesante. ¡Dios del Huerto! ¡Hacédmela buena! Si cada mujer que se cruza en mi camino lo fuera no estaría perdiendo mi maldito tiempo escribiendo pendejadas y mendigando amores literarios. Sospechen en los días en que no escribo y festejen por mí, tal vez mientras ustedes sufren mi dolorosa ausencia yo ando de party con alguna amiguita con la cual lo último que pienso hacer es discutir su IQ. Además, podrán disfrutar al siguiente día un relato erótico que les provea algo para sus gastadas fantasías aunque, claro, por vanidad, advierto que en este caso la ficción superará a la realidad porque si cuento con veracidad periodística, no sólo perderé lectores sino también varias fiestas. 5.- Se ha insistido en mi insistencia —¡válgame dios!— sobre asuntos sexuales en mis relatos y de hablar de ciertas prácticas impúdicas abiertamente. Masturbación se llama, señoras/señoritas, y para más datos es lo que uno hace con su pene en erección masajeándolo hasta provocar que éste eyacule mientras se imagina uno jodiéndose a Angelina Jolie hasta volverla loca. Las mujeres, que siempre —o casi— son más creativas, suelen usar juguetes varios para estas prácticas (en eso de imaginarse a Angelina Jolie hay pocos cambios). Al parecer, en ambos casos, el cibersexo ha mejorado las cosas. Tengo que confesar mi poca experiencia en el ramo, pero después de algunas provocaciones con cierta doncella hace poco, comienzo a reconsiderar mi ignorante postura. Por lo demás, no creo que decir “el asunto sexual no mejoró las cosas” o “colección de pantaletas” signifique gran cosa. Además, es cuando regresamos al punto 2 y lamento decirles que se quedarán con la duda para siempre. Está bien, está bien. No hay tal colección y sí, el asunto sexual no mejoró las cosas. Empiezo a tener graves sospechas de que la sexualidad está íntimamente relacionada al IQ de los participantes. De ser el caso, Angelina Jolie debe ser un genio de la talla de Einstein. 6.- La historia de los manteles largos ha provocado algunas filiaciones y todos preguntan: ¿Acaso soy yo? A lo cual respondo con las siguientes cuestiones reflexivas: ¿se considera aburrido? ¿Gordo? ¿Pudoroso? ¿Tiene en su refrigerador la dieta del sol y la luna? ¿La oración de los buenos esposos? ¿Acostumbra comidas exóticas? Si contestó afirmativamente a más de 3 preguntas en breve recibirá sus regalías. 7.- Cierto psicólogo se ha adjudicado el protagonismo del último relato. Claramente sobre ese punto no hay dudas. Sobre los improperios públicos al mencionado sujeto, lo único que puedo decir es que ocultaban mi reconocimiento a su ilustre teoría que he comprobado ampliamente. El mal de amores es como el sarampión: entre más grandecito te da, más efectos colaterales produce. 8.- No sabía que entre mis lectores se encontraba un ejectutivo Axtel, aquella compañía telefónica mencionada en otro relato. Me ha asegurado que ni es gordo ni come pizza. Tendremos que creerle. 9.- Del asunto de los cuentos ya se ha hablado bastante. 10.- Amable lector, no sufra. Seguirá en el anonimato mientras usted así lo permita.

domingo, 25 de mayo de 2008

Consejos para ser feliz

—Lo que tú necesitas es que te rompan el corazón —me dijo con esa cara de psicólogo circunspecto que hace para evitar que un tipo como yo verbalice sus pensamientos: Pinche pendejo. Pero cómo va a ser. Qué necesidad tenía yo de que una perfecta desconocida hiciera, de mi ya de por sí frágil corazoncito, un bistec empanizado. Ya me lo rompe bastante mi editor cada que me hace repetir un cuento como si fuera un niño haciendo planas de la A. Yo, hombre de letras —de cambio—, que he visto más lágrimas por amores perdidos que por un funeral; que he sufrido de vergüenza ajena cuando mis más íntimos compañeros de parrandas se han arrastrado, sin pudor alguno, como unos imbéciles —el del consejo incluido— con tal de que la diva en turno les regale una sonrisa de limosna sin conseguirlo; que supe de una madriza de proporciones cósmicas por robarse a una doncella de buenas carnes y de moral distraída; cómo iba a permitir que un bodrio tlaxcalteca me quitara el poco sueño que aún me quedaba por aquellos días. Así que lo mandé, filosóficamente, a la chingada. Feliz y convencido, me entregué a los placeres eventuales que me proporcionaban lindas señoritas —la mayoría ni tan lindas ni tan señoritas—, para saciar mis apetitos y los suyos. Coleccioné docenas de teléfonos, varios puntos para el ego y algunas pantaletas. Como buen hotel de paso, el corazón no mantenía a sus huéspedes por más de 3 horas; casi ninguna mereció excepción. Pero un día sucedió, inesperadamente. Le dije hola y no hubo forma de decirle adiós. Cambié los cuentos por las cartas y el hotel de paso por casa con enganche y en mensualidades a plazo fijo. Le prometí, me prometió; le descumplí, me descumplió. Y más temprano que tarde, sin darme cuenta siquiera, me vi arrastrándome por las aceras suplicándole perdón por algo que nunca supe lo que había sido. Neruda tuvo razón entonces: corto el amor, largo —como la Avenida Insurgentes o el Océano Atlántico— el olvido. Bajé como 5 kilos, tuve miedo de desaparecer y lloré como niño abandonado en el primer día de escuela. Yo solo me bebí la mitad de las reservas etílicas de Jamaica, el insomnio desacreditó adjetivos conocidos, perdí el trabajo, la dignidad, la cartera y, emulando al mencionado Pablo al revés, escribí 20 canciones desesperadas y un poema de amor que se deshacían de tan cursis. Perdidos los amigos, borrados los teléfonos, quemadas las pantaletas, ausente la susodicha y el ego hecho pedazos, cuando el huracán tomo tintes de tormenta tropical, me armé de valor y regresé con mi amable consejero. —Pues bien, me han roto el corazón, ¿y ahora, qué sigue? —Nada —contestó con esa cara de psicólogo circunspecto que hace para evitar que un tipo como yo verbalice sus pensamientos—. Sólo tenías que vivirlo, mi rey. Lo volví a mandar a la chingada. Esta vez sin actitud filosófica alguna. Después, me fui a buscarla a ver si me regalaba, otra vez, una de esas sonrisas de limosna que le salían tan bien y tan lindas.

sábado, 24 de mayo de 2008

Lo silvestre de la independencia

Facundo Cabral —sí, sí, aquél que no era ni de aquí ni de allá—, me proveyó, a mis párvulos 13 años, de la justificación que mi pudorosa mentecita católica, apostólica y romana necesitaba en aquellos días. Uno comienza por sentir ciertos y extraños signos de la adolescencia. Un escote discreto en el autobús basta. De pronto aquel órgano —que el pudor lingüístico denomina con nombres absurdos y ridículos—, empieza a dar claras, clarísimas, pero clarísimas, muestras de las emociones que invaden todo mi ser. Cuando eso pasa, parece que todos voltean a mirar y dicen: ¡Ah, mozalbete pervertido! Desde aquella época tome la costumbre de llevar un libro conmigo que leía poco, pero que servía bastante para cubrir esas partes pudendas de mi cuerpo en desarrollo. Con el paso del tiempo aprendí que un libro podía tener también otras utilidades. Por las noches rezaba bastante para suplicar perdones por mis impurezas. Claro, esto después del consabido acto de amor conmigo mismo, para que el arrepentimiento cobrara sentido. Y así viví durante años hasta que llegó la frase liberadora: “La masturbación es la declaración silvestre de independencia”. Y fui silvestre e independiente hasta la saciedad. Luego, seguí siendo silvestre, pero ya no tan independiente porque me conseguí una novia virgen. Así que lo silvestre aumentó en sentido contrario a la independencia. Besos pudorosos y caricias timoratas provocaban que las ansias corporales fueran en aumento y que no bastaran las noches conmigo mismo para saciar los deseos insatisfechos. Por fin sucedió. Una noche puse las manos en el lugar correcto, ella se volvió sexualmente activa y yo me dormí más temprano. Así olvidé aquellas prácticas unilaterales y me convertí en un ser social en toda la extensión de la palabra. Quién me iba a decir que una noche regresaría a mis prácticas olvidadas. Después que la última mujer en mi vida decidió abandonarme para practicar con otro lo que yo había escrito en un relato erótico, arribé al terrible estado de la castidad forzada. Mientras duró la tristeza, viví conforme a mi pena, luego pasé mucho tiempo en la espera de un no sé qué con no sé quién que, ya sabía, también acabaría en fracaso. Y una noche de insomnio regresé a aquellas artes exploratorias, sin buenos resultados. Que el gremio masculino me repudie, pero tengo que confesarlo: me aburrí terriblemente. Terminé el acto más por vanidad que por ganas. Al parecer mis apetitos adolescentes se han transformado en todo menos en independencia y no tengo más que ir en busca de una que, después de súplicas varias y algunas presunciones inexistentes, ceda ante su pudor católico, apostólico y romano. Ahora mi independencia silvestre está supeditada a esperar ese no sé qué, con esa no sé quién, no cuando yo quiera, por supuesto, y a cambio de varios dolores de cabeza, fingidos de su parte, verdaderos de la mía.

martes, 20 de mayo de 2008

Los cuentos que te cuento

Soy escritor, le dije con tímido orgullo, para impresionarla. Escribo cuentos. Cuentos, qué padre, a mis sobrinitos les encantan. En vano quise explicarle que mi relación con Blanca Nieves era bastante lejana, porque no me dejó hablar. Ay, a mi me encanta leer. Lo último que leí fue a Paulo Coelho. Divino. Seguro que tú has leído todos sus libros, ¿verdad? Ay no, qué preguntas hago, claro que tu has de leer de todo. Y dime, seguro te encantan los niños, por eso escribes para ellos. Ay, has de ser bien tierno. El otro día leí uno de un osito que era una lindura ¿no lo escribiste tú? A mi me encantan los hombres sensibles, y si les gustan los niños son un sueño. Ay, qué cosas digo, qué vas a pensar de mí, si tú has de ser aún mejor con todas esas cosas hermosas qué escribes. ¿Sabes? Me encanta hablar contigo. Eres tan interesante. Además sabes escuchar como nadie. Eres un encanto. Aclaraciones pertinentes para el amable lector que ha llegado al final de esta monserga: 1. La única fantasía que he tenido con Blanca Nieves ha sido erótica, y no muy buena, hay que decir. 2. En mi único intento de hacer un cuento infantil hubo demasiados muertos. 3. Entre Paulo Coelho e ir al cine a ver Gobernator 25, pregúntenme qué prefiero[1]. 4. Claro, escribo cuentos, por tanto, para niños, luego entonces soy tierno. Descartes estaría orgulloso. 5. Sobre el cuento del osito, no sé si se refería a uno sobre un oso polar que, sin lindura alguna, se cenaba a una pareja de enamorados perdidos en la nieve. Si era ese, entonces sí, sí es mío. 6. Yo odio a las mujeres pendejas, y si les gustan los niños soy estéril. 7. Qué voy a pensar de ella. Me lo sigo preguntando. 8. Mira, qué cosas, por fin una que piensa que escribir sobre muertes varias es escribir cosas hermosas. Punto para la dama. 9. Cómo no le va a encantar hablar conmigo si no he dicho más de 2 palabras. ¿Será por eso que soy tan interesante? 10. Claro, ¿quién carajo además de mí va a querer escuchar todo esto? 11. Lo del encanto es mentira, pero ayuda a la egoteca. 12. Sobra decir que el asunto sexual no mejoró las cosas. [1] NINGUNA DE LAS 2. POR ESO ESCRIBE UNO, NO POR TALENTO SINO POR EXCESO DE HASTÍO.

jueves, 15 de mayo de 2008

Protestas del corazón

Como me paso persiguiendo camiones (único ejercicio posible), voy a un bar por una copa y milagrosamente se multiplican, fumo más de lo que como y duermo casi nada, las protestas corporales empiezan a hacerse recurrentes. A tanta insistencia de los que me quieren, pero más de los que no me quieren, me he dado una vuelta, un paseíllo, dirían los toreros (con mucho menos dignidad y aún menos bizarría), por la casa de un cierto señor que me ha mirado cejijunto. Qué le pasa, preguntó solemne. Todo, contesté resuelto. A ver, a ver, vamos a ver. Pues esperemos que veamos. Me midió, por si fuera poco, un centímetro menos que la última vez; graves sospechas sobre la extinción de mi estirpe. Me pesó, 2 kilos más, asunto que la talla ya antes había confirmado. Me manoseó las carnes, me exploró las caries, me hizo repetir un Do de percho que se quebró al instante con una tímida tosecita, me obligó a leer minúsculas letras a una distancia increíble y me sofocó por 5 minutos en una horrenda caminadora. Después de ultrajar mi ser sin pudor alguno, se sentó con cara circunspecta mientras yo me vestía y trataba de controlar la respiración. Bien, bien –dijo-, le voy a recetar unas vitaminas, una rutina de ejercicio y una dieta (no grasas, no picante); además, debe dejar de fumar y de beber. También me dio un remedio natural para conciliar el sueño. Debe realizarse los siguientes análisis y regresar con los resultados la próxima semana. Salí de ahí con varios cientos de pesos menos en la bolsa y un no sé qué en el corazón. Y no, no me sentía mejor.

domingo, 4 de mayo de 2008

Tortura a domicilio

Vivir en una ciudad como ésta, lo acostumbra a superar sus terrores urbanos. Se cruza corriendo de una acera a otra, no vaya a ser que un conductor suicida termine con nuestro prometedor futuro; se aprende a no transitar por lugares oscuros en horas inconvenientes; se come el taco sin preguntar de donde salió la carne; y cosas por el estilo. Pero cuando tocan a la puerta, y una señorita con cara angelical y graciosa se deja ver por detrás de la ventana, que se va uno a imaginar que está a punto de enfrentar al más íntimos de sus terrores. Abro la puerta y la veo sonriente, con su batita blanca, muy mona, y con su hielera en la mano. Muchas veces antes he estado en una situación semejante, así que sé cómo comportarme. Hola, buenos días, coqueteo un poco, en qué puedo ayudarla. Ya sé que viene a vacunar para alguna cosa de esas horribles; como ni soy niño ni soy perro (al menos del tipo convencional), no me preocupo. Me anuncia que hoy es el último día de la campaña nacional de vacunación contra la rubeola y el sarampión. Cuántos años tiene, me pregunta con amable curiosidad. 29, contesto orgulloso y seguro de no correr ningún peligro. Ah, qué bien, porque la campaña es justo para personas de hasta 29 años. Sudor frío, palidez extrema. En cámara lenta, la veo inclinarse y abrir su tenebrosa hielera que guarda todos los males del planeta. Desenfunda con presteza una jeringa que muestra la descomunal aguja que ha de clavar en alguna parte de mi frágil cuerpecito. Descúbrase el brazo, me ordena siempre sonriente. Obedezco como una máquina y miro hacia otro lado mientras soy presa de fuertes temblores y terrores. De pronto, siento el ardor de ese infame líquido en mi minúscula e indefensa extremidad. Me invade un ligero mareo que se acentúa en los próximos minutos. La inyección ha sido en el brazo izquierdo, por una razón incomprensible, me duele la nalga derecha. Es normal, me explica, lo mismo que si en unos 10 días presenta un poco de fiebre, es parte de la reacción del medicamento. Y cuál es el motivo de la vacuna, pregunto para saber qué carajo pasaría si, en vez de permitir tal atrocidad, hubiera huido cual gacela ecuatoriana. Esto es preventivo, porque, si es atacado por estas enfermedades, corre el riesgo de que sus hijos nazcan con alguna malformación. ¿Y eso no me lo pudo decir antes? Maldita sea. De haber sabido, le hubiera explicado que ese riesgo no sólo era improbable, sino virtualmente imposible, debido a mi inexistente vida sexual y, sobre todas las cosas, mi inmutable conciencia de humanidad y de civismo que me obliga a ni siquiera desear ser el culpable de que otro pobre individuo venga a un mundo tan ingrato como éste. Me da una calcomanía para que me marque como sacrificado y se va con su batita y su tenebrosa hielera en pos de un nuevo incauto. Ahora que ya no hay “ningún” riesgo de ser padre de unos hijos bizcos, cojos, mancos o tarados, empiezo a buscar una posible madre (de mis hijos, quiero decir), no vaya a ser que un día, mis inmutables principios cedan lugar a mi instinto de buen padre, buen esposo y mejor obrero.

Neuróticos S.A.

Hace días que me siento irritable. Sí, sí, ya sé que todos dirán ¿y cuál es la novedad? Pero ni es lo mismo ni es igual. Que uno se encabrone por el paso de una mosca no significa que esté esperando el momento para que venga la tormenta. Es un proceso de explosión natural. Uno anda normal, normal, hasta de buenas, tan carismático como se es. De pronto algo pasa, se acaba el agua, te cortan la luz, te descuentan no sé qué diablos de la última quincena, te deja el último camión o se te poncha una llanta (la de refacción, para más datos). Entonces es cuando se siente venir algo desde muy adentro que se convierte en un grito o una mentada de madre; en el peor de los casos una batalla campal de dimensiones cósmicas contra el presunto culpable, los mirones y la señora de los cacahuates. Y eso no es andar irritable, sólo es el reconocimiento oficial de esta vida de mierda. Me refiero a esa otra cosa en la que, sin que haya una llanta ponchada o ausencia de agua justo en el momento en que uno parece muñequito de nieve por estar todo enjabonado en la ducha, se anda alterado sin causas aparentes, casi esperando que pase algo para armarla en grande, dispuesto a agarrar a madrazos al primero que se vea con cara de no poder con nuestra ira. Esto es a lo que llamo sentirse irritable. Consciente de mi circunstancia, he buscado soluciones. Leí mi horóscopo, fui al médico, me conseguí una novia sexualmente activa y hasta empecé a hacer ejercicio. Nada. Seguía sintiendo que hasta un hecho tan natural como ir al baño era causa de insatisfacción. Y así he seguido hasta el día de hoy, en el que por fin he develado la causa del evento traumático que me mantiene, y me mantendrá, indefinidamente, en este estado crónico de alteración. Hace 2 semanas, he ido a tomar un café. Hecho muy natural si se comprende que es parte de mis rutinas diarias. Así que llego, me siento cerca de una ventana para poder mirar un poco lo que afuera pasa, me acomodo, pongo lo necesario sobre la mesa (libro, celular, etc.) y llamo al mesero. Un café americano, un vaso de agua y un cenicero, por favor. En un momento le traigo el café y el vaso de agua, me contesta amablemente, el cenicero no es posible debido a la nueva ley antitabaco que impide fumar en lugares cerrados. Putísima, putísima, putisísima madre. Lo miro entonces con esa cara que uno pone cuando le avisan que hay que ir al proctólogo. Pasan largos, eternos segundos antes de que, con voz entrecortada, me atreva a decir: Póngame el café para llevar, por favor. Perfecto. Ahora, no sólo se seguirán ponchando llantas de refacción y se seguirá acabando el agua justo cuando uno no puede abrir los ojos, tampoco se podrá tomar un café con su inseparable compañero. Mientras escribo esta nota, en la televisión hay un spot del senado de la república que anuncia que ahora ya no habrá diferencia entre fumadores activos y pasivos. Claro. Ahora los únicos que quedaremos seremos fumadores… ¡neuróticos! Eso sí, que la ley COCOPA o la Reforma Hacendaria se vayan a la chingada. Ahora tengo la plena convicción de que no tiene ningún caso escribir estas líneas porque, legalmente, no habrá uno solo que me fume. Gracias.