viernes, 28 de octubre de 2011

Manual para perder el tiempo

Usted ya lo sabe, esta cosa dura 24 horas diarias, 365 días por año, de unos 70 posibles, cigarros más, cigarros menos. Un hermoso total de 25550 días con sus 613200 horas correspondientes. Y hay que gastárselos de algún modo plausible, porque ya no hay otro remedio.

Hay que intentar caminar sobre las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar algunas pendejadas y conseguirse algunos discípulos que aplaudan como focas irredentas cada que uno se pone parlanchín. No está de más intentar multiplicar algunos panes cuando el hambre apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el insomnio ataca. Mandar a la chingada a los mercaderes de un templo para tener enemigos que suelen ser eternos y dejan miles de discursos explicando por qué no tengo razón, por qué no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo pródigo.  Visto está que el odio dura más que el amor.

Pero como no es cosa de ponerse exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que tiene sus placeres después de todo, antes de que empiece el viacrucis.

Comienza un domingo, con entrada triunfal y loas y María Magdalena vestida de blanco. Todos muy gozosos mientras a uno se le escapa el topo de la madriguera. El lunes a las 6 de la madrugada suena la tercera llamada y hay que ir a ver a los mercaderes al templo; esta vez para ser uno de ellos. El martes empieza a las 4.15 con un llanto que no es más el canto de las sirenas, sino de aquel minúsculo cachorro parecido a mí quien a gritos exige una nueva multiplicación del pan. El miércoles ya se sospecha algo, se nota tensión en el ambiente, hay dudas, suspicacias, llamadas anónimas. El jueves, después de la cena, te avisan lo de la hipoteca, lo del embargo, lo del despido, lo del bueno para nada, lo del fracaso como hombre, economista, escritor, padre, marido y pinche mesías.

El viernes, el calvario. La casa vacía, la firma que dice que María Magdalena se regresa con su madre y la putísima cruz de los pinches insultos que te dejan clavado a una madera que se hunde contigo en medio del naufragio. La lápida del tiempo perdido, del por qué me quité del vicio, del amor eterno y los pinches recuerdos de Acapulco. Y el minúsculo cachorro parecido a mí sigue llorando.

Sábado sin necesidad de despertador; sin besos con mal aliento; sin desayuno saludable; sin cómo se me ve ese vestido, amor; sin tienes que hacer ejercicio, gordito. El teléfono no ha sonado. No hay un mensaje que dice: ¿otra vez olvidaste nuestro aniversario, imbécil? El sábado será largo. Mis amigos ya no beben y tienen que dormir temprano. Esa pizza de hace 3 días ya se volvió de champiñón.

Pero el domingo hay resurrección y hay que intentar caminar sobre las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar algunas pendejadas y conseguirse algunos discípulos que aplaudan como focas irredentas cada que uno se pone parlanchín. No está de más intentar multiplicar algunos panes cuando el hambre apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el insomnio ataca. Mandar a la chingada a los mercaderes de un templo para tener enemigos que suelen ser eternos y dejan miles de discursos explicando por qué no tengo razón, por qué no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo pródigo.  Visto está que el odio dura más que el amor.

Pero como no es cosa de ponerse exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que tiene sus placeres después de todo, antes de que recomience el viacrucis.

martes, 18 de octubre de 2011

Estrés sin prisa

—“Sufro —le dije parafraseando la primera cosa que aprendí de memoria cuando aún no aprendía a atarme los zapatos—, un mal muy espantoso como esta palidez del rostro mío”.

¿Qué me pasa, doctor, qué me pasa?

Después de varias pruebas, radiografías, análisis de sangre y de chis, dictaminó con voz serena: Adolece usted de una típica combinación de modorra feliz y estrés sin prisa.

Y sí. Hacía días que la sangre no me corría por las venas, más bien me paseaba por ellas simplemente. Mis leucocitos navegaban sobre una góndola veneciana mientras mis glóbulos rojos la hacían avanzar entonando con parsimonia un “O sole mio” a ritmo de bolero. Las plaquetas entonaban en versión coral “La canción mixteca” y un leve sopor invadía a mi torrente sanguíneo a lo largo de las horas.

Ante mí, todo pasaba tan de prisa que me causaba un estrés insoportable y, sin embargo, todo seguía en mi ser al mismo ritmo semilento sin que la preocupación alcanzara para meterme al andar acelerado de los demás en el mundo.

Me despertaba cada mañana con la preocupación de las docenas de cosas que tenía por hacer y, al final del día, no había hecho una sola, lo que aumentaba mi estrés para el día siguiente.

El mal se incrementó al paso de los años hasta darme cuenta que mi vida, tal como era, había transcurrido menos de la mitad de lo humanamente necesario y decidí hacer algo al respecto. Entonces recibí aquel veredicto y la receta de mi mal.

Como a aquellos con presión alta se les recomiendan días en algún sitio a nivel del mar, a mí se me impuso, como primera etapa de tratamiento, viajar y conseguir un trabajo en Londres.

En menos de 15 días estaba curado.

Mis leucocitos aprendieron a vivir a ritmo tecno y, en lugar de balancearse en góndolas venecianas, se treparon a todo trotar en el metro londinense de las 5 de la tarde. Aprendí a vivir de prisa, beber de prisa, coger de prisa y llorar mientras cagaba. Supe la sustancial diferencia entre 5 minutos de más y 5 horas de menos y un día me avisaron que por fin me habían jubilado.

Otra vez no hay prisa de nada y la cabeza no deja de ir a mil por hora. Ahora que no soy más un obrero calificado con alto rendimiento laboral, descubro que me estresa demasiado no tener prisa de nada y que mi modorra feliz se instala en mi sistema como un cáncer que invade plaquetas, glóbulos blancos y rojos y la sangre otra vez, en vez de correr, pasea por mis venas.

Después de tanto correr, miro a mi alrededor y no me he movido ni un centímetro del mismo punto de donde he empezado. Y en medio de la modorra sexagenaria, parafraseo en aquel idioma que aprendí con prisa: I’m not really happy, my lord.
  

jueves, 8 de septiembre de 2011

Código Binario

Juro que ya lo hice todo. Y cuando digo todo, no hay exageración alguna.

Ya aprendí como tener 78 cuentas de e-mail con 98 nombres falsos y ya tuve 6730 contactos en cada una. Vi nacer y morir ICQ, veo los estertores de agonía de messenger y soy testigo de la fugaz popularidad de facebook. He visto más pornografía que Hugh Hefner y he hecho realidad una que otra fantasía. Ya me enamoré y desenamoré virtualmente varias veces y hasta me cogí a varias por chat, por cam, por tel, por cel, por mensajitos y en vivo y a todo color.

Mi granja ya se hizo una avícola productora internacional. Ya vi las 87,876,654 fotos de todos mis amigos, enemigos, novias, exnovias, chaquetas, quebuenaestasperoquependejaeres, ilustres desconocidos e ignotos conocidos. Ya puse mensajes privados que eran públicos, mensajes públicos que eran privados, hice encuestas, me uní a clubes, agregué 300, elimine a 500, ya cambié mi estado millones de veces y ya tuve una relación complicada, fui viudo, soltero, casado y Dios te guarde.

Ya derroqué a varios tiranos con la venia de Beto Puertas.

Ya encontré a mis primos de Calcuta, a mi padre apócrifo en Venecia y a mi hermana espuria en Siria. Ya conozco la pendejada más pendeja de Ninel Conde y ya me hablo de tú a tú con Jelipe.

Ya vi todos los videos educativos, cachondos, pendejos, noticiosos y deportivos de youtube. Ya descubrí que el reguetón nació para volver teibolera hasta a la más impensable.

Ya aprendí en wikipedia inglés, francés, italiano, latín, griego, esperanto y chino cantonés. Ya sé de los mayas, la segunda guerra mundial, el apareamiento de las morsas y como combatir mi eyaculación precoz.

Ya bajé todas las canciones, libros y videos que cabían en un disco duro de 30 terabytes y ya aprendí a arreglar mi computadora en el caso más extremo. Ya escribo en 4 blogs míos y en otros 10 prestados y ya sé cómo hackear el e-mail de ellas.

Ya compré y vendí mi alma a un diablo de las islas Fiji y ya me redimió un arcángel.com después de pagar lo suficiente con cargo a mi tarjeta de crédito.

Ya me gasté media hora más de mi tiempo y tuviste el honor de aburrirte por 10 minutos con esta ennumeración que te sabes de memoria y ahora, con toda la súplica que puede existir en un código binario: Por favor, ¿alguien me podría decir qué coño se puede hacer en internet para sobrevivir los próximos 30 años?





viernes, 12 de agosto de 2011

Yo no he querido saber.

Yo no he querido saber pero he sabido. Una de las frases más grandes que he leído yo como principio de un libro. Así empieza Corazón tan blanco, de Javier Marías. Así comienzo hoy.

Cuando empecé a escribir este blog, ya tenía otro, que intentaba ser serio, aunque nunca lo logró. Más bien rayaba entre el drama y la tragedia cursi. Se fue muriendo lentamente. Porque a la hora en que podía escribir en él ya no había una conexión disponible. Porque a las 10 de la mañana no es lo mismo que a las 3.

Porque empecé a dormir más temprano. Porque a ser lo que soy lo empecé a ser menos y lo que tengo que ser lo empecé a ser más. Porque cada día voy aprendiendo el letal hábito de ir escapando de mí mismo.

Entonces quedó éste. Cotidiano, común, chistoso pero sin gracia, tratando de decir sólo lo decible y dejar lo indecible en el baúl dormido de las 2 de la mañana. Tratando de reírme de lo que pasa al medio día y en la última borrachera y debajo de la falda de la chica de las piernas flacas y del fracaso de mis vacaciones y de lo mínimo del salario mínimo. Y nada más.

Dejé de ver periódicos y leer noticieros. En las calles ya no miro hacia abajo, para no hacer caso a las manos extendidas y veo desde un balcón las manifestaciones de los lunes. A veces hasta llego con ellas y me entero del motivo de la protesta por las consignas que suenan a mi lado.

De lo demás me río descaradamente. Del nuevo presidente y del último. Del fallido mesías y del próximo. De las ilusiones que ya sabemos en que acaban. De los planes que asemejan zopilotes. Del futuro y del pasado.

De los zapatos de tacón y de las ideas sexistas. De las religiones y sus dioses. De las rebeliones y sus antídotos. Y sobrevivo como todos. Quejándome por la fila del banco, pero pago. Por el consumo y el producto, pero compro. Por los berrinches de las quinceañeras bis, pero caigo. Del resto, no he querido saber, pero he sabido.

Así que hoy no hay risas. Por mucho que no quiero saber, por mucho que no quiero caer, por mucho que no quiero seguirles el juego a las protestas vacías, aquí estoy de nuevo, usando el foro de mi banalidad para decirlo a las 4.35 de la tarde en medio de mi horario de oficina:

No hay forma de taparse los ojos ni cerrar los oídos. No hay forma de preocuparme con seriedad de tus caderas, querida mía, mientras el mundo se va desmoronando a pedazos. Tus nalgas no alcanzan a distraerme por completo. La borrachera no sabe durar para siempre y el puto domingo hay que despertar de nuevo y, por mero accidente, por mero acto reflejo, por no llevarme  las manos a las sienes, aprieto el botón del televisor y sin querer veo todo lo que no quiero saber, pero no olvido.

Jugaré mañana o más tarde el juego de mi vida cotidiana, me hundiré otra vez a escribir manuales para una clase a medias y hasta me pasaré al otro lado de la trinchera. Pero en este justo segundo, me robo este espacio sólo para decir lo que es sabido: El mundo no va bien ni nunca ha ido. Aunque también de eso habría que reírse. Por lo menos para no tener que recurrir a blogs que por trágicos terminan en comedia. 

jueves, 4 de agosto de 2011

Instrucciones para dejar de escribir III. Prender la compu

La verdad tiene que ser dicha, mentirme a estas alturas ya es cobardía. Prender la computadora ya no es el ritual romántico de meter un papel en la máquina de escribir de antaño - esperando que lleguen las musas - ni tampoco tomar una pluma y una libreta es el acto completo de escribir si quieres ser leido, porque de todas maneras todo lo que has escrito de puño y letra habrás de pasarlo a la PC, porque ningún editor te va a recibir (y ni pensemos leer) con esa pinche letra. Hoy prender la computadora es un ritual muy distinto. Es una especie de viacrucis con nueve estaciones (por lo menos) que reducen el tiempo real de escritura – pura y dura – al ridículo. Aceptémoslo, usar una computadora sin internet es tan divertido como mirar infocomerciales de 30 minutos. Al principio te puede interesar, pero a los 5 minutos cualquier excusa es buena para hacer otra cosa. Sacarse un moco es más interesante. Entonces, sentarse “a escribir” (con reloj en mano) hoy significa:
  1. Prender la compu y esperar a que cargue todos (toooodoos) los programas. Mirar la pantalla mientras el sistema se actualiza (lo que hace 4 veces a la semana... de verdad necesita tantas pinches actualizaciones?) Que te avise que el antivirus lleva ya 348 días inactivo y que tu computadora (va a valer madres) está en riesgo. Tiempo aproximado: 3 minutos
  2. Conectarse a Internet. Esperar que el Messenger se cargue y nos avise que tenemos 14 mensajes nuevos en nuestra bandeja de entrada. Tiempo: 9 segundos
  3. Abrir el Messenger y checar quien está conectado. (generalmente nadie interesante, siempre los mismos) y de los 329 contactos que tienes, a 317 no les hablas ni alcoholizado. La mayoría siquiera sabes quienes son. De cualquier manera es el ritual. Tiempo aproximado: 20 segundos
  4. Abres tu bandeja de entrada de Hotmail. Tiempo: 8 segundos
  5. Checas que, otra vez, nadie te ha escrito, borras las cadenas pendejas que ya leíste y mandas al carajo la publicidad. Tiempo: 30 segundos
  6. Pero eso sí, te lees las pinches cadenas de chistes y las que no te habías leído (que ya son pocas), abres el link de ese video, te lo chutas, luego abres esa presentación.ppt y también te la chutas y luego le pones REENVIAR y lo mandas a la pinchemil-bola de pendejos que tienes en tu lista para que ellos también (se chinguen y) los abran. Tiempo aproximado: 20 minutos
  7. Si por alguna razón muy extraña, tienes un correo escrito especialmente para ti, de esos en los que tu eres el único destinatario y que tienen tu nombre de pila al principio y te los escribió alguien que sí conoces y que se despide diciendo Saludos o besos o abrazos o pellizco en la nalga… entonces no lo dudas y le contestas. (pero como eso es muuuuy raro, casi no mereció inciso ni mención de tiempo)
  8. Checas la carpeta de Spam, por aquello de las cochinas dudas y compruebas, por centésima vez, que sí funciona y que no, aquella editorial, la oferta (real) de trabajo, aquella vieja que te prometió escribir no han ido a parar ahí. Tiempo: 20 segundos
  9. Abres tu correo de Yahoo y de Gmail (si los tienes) y repites los incisos del 4 al 8. Tiempo: 12 minutos.
  10. Al final, como cereza del pastel (y sólo al final por que la culpa no te dejaría hacerlo desde el principio) los Dioslosbendigaporexistir (y con ustedes…. Taran taran…) ¡Facebook!!! y ¡Twitter!!! Esas plataformas que, aunque te duela aceptarlo se han convertido en tu única forma de socializar… Donde pueden pasar dos cosas:

a) No hay nada nuevo

Es decir:

  • a.1) No hay fotos nuevas de “tus amigas” las mejorcitas
  • a.2) No hay links buenos para seguir
  • a.3) De ayer a hoy nadie quiere ser tu amigo ni nadie nuevo te sigue.
  • a.4) Tu granja está igual de jodida y sigues siendo pobre (también) en el mundo virtual.
  • a.4) Nadie ha publicado nada en tu muro, no hay notificaciones para ti y la bandeja de twitts está llena de frases como: "Estoy comiendo", "Estoy cagando", "La vida es maravillosa y vale la pena ser vivida", "Nadie sabe para quién trabaja", "El mundo es una mierda y el presidente es un pendejo". Y demás cosas sin importancia, pero más bien sin trascendencia ni contextualización. El nuevo mundo del twitt.
  • a.5) De todas maneras, respondes uno que otro, le das me gusta a otras tarugadas aunque no sea cierto y pendejeas un rato enterándote de la vida de gente que ni le importas ni te importa (demasiado… si no para que...)
  • a.6) Y posteas alguna de las frases célebres que te brincan en la cabeza (igual de idiotas) para que otros, que tampoco les interesa, igual comenten. Tiempo mínimo (de todas maneras) 40 minutos.

O bien:

b) Música para tus ojos:

  • b.1) Tres personas quieren ser tus amigos, los aceptas y visitas sus perfiles para ver quien chingaos son.
  • b.2) Las dos ex-compañeras más sabrosas de la ex-preprimaria han subido fotos de sus últimas vacaciones en la playa y sólo son 514… Las miras todas.
  • b.3) Tu vieja te etiquetó en 14 fotos de la última borrachera y te pones a re-etiquetar, comentar y contestar los mensajes.
  • b.4) 4 personas han publicado algo en tu muro. No importa que, comentas.
  • b.5) 3 políticos que ni conoces twittean su último hallazgo mental, su última estupidez, su descubrimiento del agua tibia y te enfurece. Lo retwitteas y comienza la chorcha.
  • b.6) Etc, etc, etc… Tiempo: toda la puta tarde y el resto de la noche.

Para ese momento, tu “tiempo sagrado de escritura” se ha vuelto una estúpida ilusión. Faltó mencionar los tiempos para leer las noticias, checar el blog, Youtube, chatear con tus (tres) amigos y el demás chingo de pendejadas que ofrece Nuestra madre Internet. Cuyo único hijo muy amado, Google, ya no está sentado a la derecha del padre, sino de Facebook. Si tienes suerte, si los astros se alinearon y tu vieja se fue a cenar con sus amigas, tal vez (quizás) tendrás 20 minutos reales para borronear eso que querías escribir, aunque a veces (casi siempre) ya no queden ganas, ni inspiración ni nada… y entonces, lo dejas para mañana.

Vargas Llosa estaría orgulloso.

miércoles, 13 de julio de 2011

Mal de muchos

—Te juro que es la primera vez que me sucede. No sé qué pasó —mentí por enésima vez. La frase era mentira; la vergüenza no.
                Ella, tan comprensiva como siempre, me acarició el cabello, me miró como se mira a los niños cuando se han embarrado el gerber por toda la cara y, tratando de disimular su infinita lástima, su infinita desilusión, su infinita frustración, me dijo con la voz más dulce que pudo: todo está bien, mi vida.
Le agradecí la compasión y me prometí a mi mismo no volver a defraudarla.
La siguiente vez estaba muy ocupada. La siguiente estaba muy cansada. La última estaba en el mismo café con un nuevo interlocutor.
Fue entonces que yo sentí la frustración infinita, la desilusión infinita, la infinita lástima cretina, por ella, es decir, por mí.
                Dicen que la causa está en los años, el estrés, las 2 cajetillas diarias, la falta de irrigación sanguínea, la ansiedad, mi crónica depresión, mi crítica desesperación o hasta en la falta de vitaminas. Por separado o todo junto.
                La primera vez que me pasó —la verdadera primera vez o, al menos, la primera recordable— fue un día en que lo intenté en grupo. Aquella vez se lo adjudiqué al pánico escénico, a una crisis multitudinaria. Ante los otros, quizás me dio un ataque de timidez por algún lejano trauma infantil.
                Pero me volvió a ocurrir. La siguiente vez con alguien con quien el pánico escénico no podría entrar en categoría. De pronto, a la mitad de la acalorada tertulia, simplemente, sucedió. Pensé que era ocasional y no le di importancia. Pero volvió a ocurrir, con misma pareja y luego con otras. Hasta que comprendí que no había remedio. Estaba hecho un idiota. Mi cabeza había dejado de funcionar.
                Dejé de tener ideas. Me pasó una vez, me pasó otra y otra más. Y tengo que soportar esa cara de compasión, esa voz de no pasa nada, cada día cuando alguien llega buscando la frase punzante, o al menos graciosa, y no encuentra más que el reciclaje de varios años de repetirlas y ya nada les sorprende. O cuando quieren otra teoría sobre el mundo y yo me oigo repitiendo lo que dicen los noticieros y la tesis de la señora de los melones.
                Tal vez sí sea la depresión, el estrés, las 2 cajetillas o la chingada madre, pero, en este caso, no hay pastillita azul que nos salve la mañana.
Me sumo al diurno andar de los otros bípedos que, como yo, igual que yo, se dirigen al trabajo. Hablando del último partido de la selección (¡Qué pedo con Pachequito!), de lo mal que maneja el chofer del autobús (¡pinche pendejo!), de lo buena que está la nueva secretaria (¡qué nalgotas!) y, felizmente, me doy cuenta que no estoy tan solo. Que yo los veo a ellos como ellos me ven a mí y vamos entrando de 2 en 2 a la oficina.  El mal de mucho es consuelo para nosotros.

jueves, 30 de junio de 2011

Instrucciones para dejar de escribir. Los Treintas

1
Un día cumples treinta. Y escribir se vuelve una cuestión de honor, un asunto entre ser un hombrecito de verdad o ser una caricatura de mentiritas.
Porque ya contaste a todos los que se dejaron que lo-tuyo-lo-tuyo-es-ser-escritor, que lo demás es sobrevivir, cumplir y pagar las cuentas en lo que te descubren, en el mientrastanto. Ya atolondraste a los amigos despistados con razones y justificaciones editoriales. Ya le sacaste jugo (y muchos préstamos) a la mirada de orgullo de tu madre. Ya te aprovechaste del marketing mediático que da ser escritor entre jovencitas post-pubertas y hasta te sacaste de encima a las mas intensas y enamoradizas, tantas veces como te fue posible hacerlo, con un pretexto sublime: No me molestes, estoy escribiendo.
Pero el tiempo pasa y no publicas un carajo, y los amigos empiezan a verte con sospechosismo, la mirada de orgullo de tu madre se transforma en muecas esperanzadas. Y las mujeres, por turnos, simplemente se aburren y se alejan detestando el día que te conocieron. Es entonces cuando se vuelve una cuestión de honor. Y hay que ponerse a escribir.
Y otra vez la maldita vocecilla - "No sabes escribir" - y otra vez todos los demonios - Saramago Cortazar Borges Miller Kundera Vargas - y ahí vamos de nuevo con la película de terror, pero ahora con los treintas encima y a luchar con la hoja en blanco y todo eso que que es horroroso pero que ya no importa…. ¡Hay que ponerse a escribir!!
2
También te encuentras con la nueva (aunque conocida) que de intentarlo no se come, y que unas cuantas cuartillas inentendibles no pagan las rentas, ni la luz, ni el teléfono, ni el internet ni el cable, ni las salidas a bailar (con sus tremendas cuentotas) porque tu vieja empieza a sentirse abandonada. Y además, tienes la maldita costumbre de comer todos los días. Así que antes de sentarse a escribir hay que cumplir con la sociedad; esa que paga los consumos y sufraga los gastos. Y hay que buscarse una profesión (léase: cualquier actividad por la que alguien te pague), porque como dirían los expertos en la vida y los que dicen que saben no se puede vivir comiendo de sueños. Y hay que chingarle (lease: trabajarle, chambearle, lamerhuevosle, y si patrón-no patrón, enseguida jefe). Y además (para acabarla de joder) hay que empezar desde abajo, porque así empezamos todos mijo”. Y con esa idea en la cabeza te consigues un trabajo para costear las cuentas y comprar la comida y pagar la renta y el teléfono y la luz.
3
Y entonces, de (querer) ser un escritor profesional, romántico y bohemio a tiempo completo, una mañana te despiertas y te das cuenta que te has convertido en un clasemediero buenoparanada sin ambiciones, que llega a la quincena por obra y gracia de la inercia. Nunca tienes dinero ni te vistes totalmente palacio.
Y claro añoras dinero y poder absoluto para hacer lo que te de la comprada gana. Lo que pasa es que el tiempo libre (que ya no es mucho con una jornada de 8 a 8) no lo dedicas a producir más dinero, ni a tener un segundo trabajo, ni a generar proyectos de negocio que se conviertan en grandes empresas que alimenten a muchas familias y de paso a la economía del país. Y tampoco te dedicas a las relaciones públicas, no te codeas con la socialité para que te saquen de pobre.
En vez de eso, el tiempo se te pasa (verdaderamente de largo: ¿Apoco ya son las 11?) en leer mucho, mirar el techo y pendejear, en caminar para inspirar (a la puta musa, que eso de la hueva se le da muy mal) (y pero a ti eso del correr se te da peor), fumar en exceso, emborracharte de vez en cuando, en mantener cafeterías (con azúcar y cremita por favor), y socializar con apenas dos o tres frustrados intelectualoides que están tan en la mierda como tu y que claro, no piensan sacarte de pobre, porque no pueden, no saben como, por eso te llevas con ellos, por eso se llevan contigo.
4
Y hay que ponerse a escribir. ¿Pero a qué hora? Pues por las noches, cuando se puede, cuando se tienen ganas, cuando no llegas exprimido de las 14 horas de trabajo idiota, cuando se combinan en una ecuación (escandalosamente rara) tiempo + ganas + inspiración + tu vieja no está chingando = a letras seguidas de letras = a párrafos seguidos de párrafos.
Porque te sientas frente a la compu y tu mujer, que ya no cree en los reyes magos, con la mirada hastiada y aburrida te lo dice: ¿Cómo… otra vez ahí aplastadote haciendo nada?... por lo menos si me ayudaras un poquito… si tan sólo lavaras los trastes… Y ahí va uno: dejas de escribir (en realidad dejas de mirar la pantalla tratando de encontrar ese pinche verbo que te falta, que no llega, que no aparece) y te paras a lavar los trastes, después de lo cual hay que limpiar el patio, preparar la cena, platicar un rato - "porque no me has pelado en toda la noche "- y después hay que dormirse temprano porque mañana se nos viene e c s a c t a m e n t e la misma puta y pinche rutina (a veces mas puta que pinche y a veces… ya se sabe).
La lección es clara, pero inentendible para uno: !Deja de escribir y ya ponte a trabajar!!! HUEVON!!!

viernes, 24 de junio de 2011

Vida larga

Un día, teniendo que llenar una forma para pagar impuestos, de esas que te piden hasta tu talla de calzones y el tamaño aproximado de tu pene, cuando tuve que escribir mi edad y mi fecha de nacimiento, me di cuenta: hacía 13 días que tenía un año más de vida y apenas me daba por enterado. No hubo felicitaciones y, por tanto, no hubo móvil para el recuerdo. Haciendo memoria, creo que ese día fue uno en que me atrapó la lluvia a la mitad de la calle y entré escurriendo al cine dejando el asiento con sospechosas muestras de incontinencia.

                Me suele ocurrir a menudo (el olvido, no la incontinencia), hasta que algún viejo conocido me llama para felicitarme (aunque no exista motivo serio de felicidad) y desearme una larga vida, lo cual agradezco con gentil sonrisa mientras pienso que ojalá la boca se le haga chicharrón.

                Nunca he sido afecto a los festejos y en mi cabeza no deambula jamás la ilusión por el próximo cumpleaños. Si el mío lo olvido, soy incapaz de recordar los ajenos. Sé algunas fechas, pero, justo el día, no las tengo presentes, lo cual me ha llenado de innumerables reclamos a los que me he acostumbrado a no prestar atención ni sentir culpa alguna. El único cumpleaños que he recordado anualmente,  ya no recuerdo por qué ni hago saber que lo recuerdo a el/la interesado. Está bien, está bien, es la, no hay forma de ocultarlo, es de esas cosas que hasta por omisión se han vuelto costumbre.

                Veo, de pasada, los festejos de los otros, las manías que se incrementan, las fobias que permanecen, los errores que se acumulan, las quejas que se van sumando, los achaques que se van volviendo parte de la vida y las crisis que se repiten cada tanto y de las cuales no comprendo nada, puesto que, desde los 15, no he vuelto a tener otra; con esa misma me he mantenido desde entonces.  He visto nacer ilusiones y derrumbarse casi todos los proyectos, me han mojado el hombro 200 veces y he regresado con varios gramos de mocos, lágrimas y saliva sobre la camisa docenas más. He asistido a más bodas de las que me he dado permiso y es preciso cambiaren whisky por globos y confeti cada tanto. Lo que uno tiene que soporta a causa de los amigos. Y, sin embargo, así es como se van quedando, así es como se van haciendo.

                Si yo fuera el mejor de los amigos, crucificaba al de este cumpleaños, para evitarle el próximo fracaso y el próximo achaque; para mantener limpia de mocos mi camisa por la crisis 33.5 que se avecina; para ver si resucita o, de perdis, para fundar alguna religión que nos saque de pobres a los que nos quedamos, con su mujer como principal beneficiaria; para que se muera y evitarle el riesgo de que dejen de quererlo; para que ya no pueda desilusionarse cuando descubra que todo lo que he escrito, y que me aplaude sin cesar todavía, se lo he plagiado sin piedad tantito a Borges, tantito a Kafka, tantote a Cortázar y muy últimamente a Bolaño, a Auster y a Kundera. 

            Pero, como ni soy el mejor, ni quiero serlo, me declaro del todo egoísta y vengativo.

Habrá que desearle larga vida, nomás para que vea lo que se siente. Para que tenga que soportarme él a mí con mis próximos fracasos y frunza el ceño más veces mientras intenta adivinar si me estoy riendo de él o de mí o de ambos y trata de comprender el trauma que ha sido la causa de mi pinche risa. Para que tenga a quién escupirle a la cara cuando, de nuevo, una ilustre señorita cocine mi corazón al horno y los corte en rodajas alrededor de un plato para una muestra de cocina internacional y alguien pueda venir a decirme por segunda vez que tenía que vivirlo por primera vez. Porque no quiero ser el único con derrame cerebral cuando la vigésima taza de café cumpla su promesa y, sobre todo, porque, con derrame o sin él, es mejor cuando la vigésima taza es culpa de una conversación de 4 horas y no soy el único responsable de que el cenicero se desborde y haya testimonio de la frase pendeja que se me escapó de improviso. Aunque por fin se atreva a leer a Joyce y ya no pueda sorprenderlo cuando intente citarlo. Aunque me haga ir otra vez a un bautizo. Aunque me aconseje pensar en mi madre antes de hacer lo que ya no voy a hacer. Aunque me eche en cara mi perpetuo autosabotaje y la vieja historia con mi padre. Aunque el muy hijo de puta me quite por fin el último pretexto que tenía para terminar un libro y me manda a la gris caverna de las editoriales y me obligue a publicarlo, nomás para llevarme la contraria. Aunque insista en dejarse manchar a su vez la camisa y, a pesar de mi puñetera vergüenza, vuelva a aparecer el siguiente jueves como si nada para obligarme a escribir otras 2 páginas de corrido y embarrarme en la cara que terminar algo no es tan imposible y horrorizarme al comprender que, a fuerza de costumbre, a fuerza de contagio, uno también se está volviendo tan cursi como para volver a creer en algo y hasta para creer que no es tan imposible que no dejen de quererlo.

martes, 14 de junio de 2011

Instrucciones para dejar de escribir. Primeros pasos...

Cada vez que escribía una carta de amor deslumbraba a chavitas quinceañeras babotas que me querían querer. Eso me patrocinaba besos menos pudendos y fajes con más tentáculos, además de la muy esperada (todo sea por la egoteca) frase admirativa, en la que me confesaban, a veces hasta con lágrimas en los ojos, que nunca nadie les había escrito nada tan bello, que aquellas palabras las habían transportado al país de las maravillas, ese país en el que ellas jugaban a ser princesas y a mí me asignaban el nada aburrido rol de príncipe azul que las rescataba del gran dragón del tedio en el que se habían transformado sus vidas. De vez en cuando más de una noche de sexo y muchas - muchas - chaquetas. Por supuesto que al cabo de un rato, la-novia-en-turno empezaba a darse cuenta que el sexo era malo, que la palabrería agotaba y que las cartas no pagaban las salidas al café ni las entradas del antro. Entonces ellas encontraban (como por arte de magia) otro príncipe azul que las rescataba del tedio de una relación tan-llena-de-amor-tan-puro, las montaban en su corcel (azul plateado) y las llevaban a Ixtapa, Acapulco, Tepoztlan, o San Miguel. Donde las cartas de amor se transformaban en billetes verdes que sí costeaban las cuentas y hasta alcanzaban para pagar un buen orgasmo (o cinco o seis dependiendo de la dádiva)
Mi corazón roto y desubicado pronto se derretía en una serie de cartas llenas de dolor y reclamos refritos que ellas y el hijo de su puta madre (léase: nuevo príncipe azul) relegaban a sus propias egotecas.
Pero siempre venía otra y luego otra y luego otra que me leían y mantenían mis ideas grandilocuentes, petulantes y egocéntricas. Y aunque el sexo siempre se venía abajo, la egoteca se llenaba y no había poder humano que me hiciera cambiar de estrategia.
Pero no hay mal que dure cien años ni pendejo que lo escriba. La maldita madurez me vino a enseñar que mi egoteca estaba llena de amores gastados y ganas de ser queridas. No de grandes frases y ni buenas letras. Ni siquiera de textos medianamente fumables. Me leía y me horrorizaba (después de leer a Saramago nadie se repone). Después de 100 años de soledad mis gritos de auxilio en las cartas sonaban a canciones de Arjona (que por ese entonces brillaba con alcanzar una estrella). Después de la insoportable levedad del ser mis intentos de seducción epistolar parecían ladridos de perro en celo. Después de enterarme que hay 20 poemas de amor y una canción desesperada mis rimas sonaban a canciones de Arjona (si ya sé que ya lo dije, se me acabaron las metáforas horrorosas)
La moraleja siempre acababa (junto con el final del libro) en lo mismo: Tu nunca vas a escribir como este, ni como ese, ni como aquel. Tus pinches cartas no merecieron ni ser escritas, que vergüenza y que pena me daba con mis (ex)lectoras.

miércoles, 8 de junio de 2011

Terrible día de oficina.


La burocracia es mala, hasta que le llega a uno.
9.00 am Hora de entrada. Con 15 minutos de tolerancia.
9.20 Café, galletitas, conversación de últimos acontecimientos, el desliz de la de presupuestos, el divorcio del de inventarios después de ser atrapado in fraganti con la de presupuestos, últimas conquistas.
9.55 Encender computadora. Mail. Actualizaciones en facebook. Noticias en twitter. Ella hoy sí escribió, respuesta inmediata. Pinche gente, no tiene nada qué hacer y se pone a etiquetar fotos con los 200 tipos de la generación. Chistes varios sobre el tema del día.
11.16 Revisión de pendientes.
12.00 Inicio con el primer pendiente de la lista. Pinche calor. Martita, prenda ese puto ventilador de mierda.
12.30 Si no llega el cabrón de Martínez con los informes, no podemos avanzar.
12.50 Martita, dile al Lic. Romero que no estoy.
1.10 Pídase unas cocas, Martita.
2.00 Vámonos a comer, Martita, al rato acabamos.
4.15 Cómo tragué, carajo. Y la chela me dio sueño.
4.20 Ese video está poca madre.
4.35 Qué buena se está poniendo esta vieja, me cae.
4.55 Qué carajo pasa con esos reportes.
5.10 Cuánta pendejada pone la gente en esta madre.
5.40 Aquí están los reportes, Señor. Ya para qué, ya no da tiempo de nada. Mañana le seguimos.
6.00 Qué pinche día, me cae. Y todo por ese pendejo de Martínez. Si fuera rico no tendría que pasar por estas mamadas.

jueves, 2 de junio de 2011

Día para cortarse el pelo.


Uno se levanta todas las mañanas y se mira en el espejo. Necesito un corte de pelo; urgente. Por qué diablos crecen los pelos en la nariz. La barba de un pelo sí y tres no de veras que no se ve nada bien. Abuelita, por qué tienes la boca tan grande. Ojera sobre la ojera. Nariz de anchoa. Todo en su sitio. A todo se acostumbra uno. Hay artilugios que convierten los defectos en virtudes. Nada de aguacates ni pepinos, con un justo medio basta.

Este mundo es una máscara perpetua. Hay que vender y hay que venderse. Esa pinta de vagancia y desaliño puede funcionar como desapego a lo material, como preocupación por lo profundo. Lo feo se hace kitch y lo raro interesante y exótico. Hay mercados para todo. Sólo es cuestión de ponerse en la estantería correcta.

Si a eso añadimos una que otra pendejada chistosa que suena pseudointelectual, ya estuvo. Uno encuentra su sitio en el extraño mundo de los diferentes. Y, aunque usted no lo crea, hay cierto corpúsculo de doncellas que hacen cara de interés. Y la vida va ocurriendo mientras tanto.

Pero nada en el mundo puede ocurrir sin contratiempos. Juan Pablo Castel, aquel personaje de Sábato en “El túnel”, odiaba los clubes. Era pintor y aborrecía los clubes de pintores. Todos hablando de lo mismo alabándose u odiándose en silencio. Una mierda en síntesis. Lo que Sábato no dijo, o no quise entender entonces, es la verdadera razón de aquel odio.

Hoy me encontré otro Barthelby, es decir, otro escritor que no escribe o, peor aún, que finge que escribe. Mujer, para más datos.

Tener frente a mí, compartiendo en la misma mesa, todas las manías y fobias de las que uno adolece, como si fuera un espejo interactivo, resulta delirante.

He dicho que uno se acostumbra a mirarse en el espejo y se acaba queriendo como uno es, pero ¿Qué hay de las manías y los traumas? ¿Qué hay de lo que tu mejor amigo detesta y tu mujer no para de recriminarte cada mañana? Pues si no les gusta, que se jodan. Como diría la canción: si no me quieren, ni modo.

Y, de pronto, ahí está tu traumada versión femenina, peleándose con el café, odiando a la pantalla en blanco, antisocial, pro-neurótica, pre-esquizofrénica, pos-paranoica, protodesastre.

Sabes, porque lo sabes, que nunca terminará ni su libro ni su café ni el lazo oscuro que la une con su padre. Ni siquiera tendrá valor para terminar con lo que piensa todas las mañanas. Y te ríes, por no llorar ahí mismo, y te inventas un pretexto, un me tengo que ir para que el ruido de la calle intente volver a engañarte. Definitivo: Urge un corte de pelo.

miércoles, 25 de mayo de 2011

El vuelo de los zopilotes

Planear. Planear. Planear. Y seguir planeando. Esa es la consigna. Planear la educación, la profesión, el trabajo, el matrimonio y hasta las vacaciones. ¿A dónde iré a tirarme una semana sin que nadie me moleste? No sé. Tengo que planearlo.

Planeo mi novela. Escribo de un tirón el argumento. Escojo el tema, el desarrollo, los motivos, los capítulos y los versículos. 200 páginas después descubro que no sirve para un carajo y hay que volver a empezar. Nueva planeación incluida.

Reflexión filosófico-práctica: cuánto puto tiempo he dedicado a planear hasta la hora en que me siento en el retrete.

Miles de horas dedicadas a planear y mis planes han sido destruidos desde que tengo uso de memoria por mi padre, mi madre, la maestra, mi mejor amigo, mi peor enemigo, la novia que no quiso ser mi novia, la infeliz novia que sí quiso serlo y se instaló reptilescamente en mi departamento y no piensa salir de ahí, dios, el diablo y todas sus huestes, el clima, el día, la hora, el humor y las mil vicisitudes que amparan el mundo cotidiano.

Tanto planear para que al primer soplido del viento todo se vaya al garete y acabe uno en Oaxaca, en Sri Lanka o en Kuala Lumpur. Como director de recursos financieros o como vendedor de artículos de cocina a domicilio. Además, ¿ya se dio cuenta que las decisiones más importantes de la vida son mera culpa del azar de sus emociones instantáneas y sus profundísimas reflexiones han ido a parar al baúl de las decepciones? ¿O a poco sí planeó el trabajo que tiene y la ciudad en que vive y el humor de su mujer por las mañanas? ¿En serio planeó tener un crédito impagable por culpa de la televisión de plasma o la casa de interés social a la que ya se le despegó el lavabo?

Estaba en un embrollo. Tenía que decidir entre 6 opciones. Todas ellas con pros y contras varios. Que si era mejor ésta por aquello, pero peor que aquella por esto, etcétera. En vil cavilación de la mejor de mis decisiones, me encontré un dado. Sí, sí, uno de esos de cubilete. El As fue la opción uno, el rey las 2 y así sucesivamente. Lancelo al aire y voilà, la vida estaba resuelta. Descubrí que me quedaba el resto de la tarde.

¿Y qué hacer entre una novia linda pero loca, otra cuerda pero boba, otra lista pero cabrona, otra dulce pero sin personalidad, todas juntas, otra que no era ninguna de las anteriores o ninguna de las anteriores? Lanzo el dado, gira mil veces y ya está; me encuentro feliz de la vida con mi whisky en la mesa y alguien me sonríe 2 mesas más allá. ¿Ir o no ir? Una moneda cae de un lado y la vida sin contratiempos.

Algunos dramáticos imaginan un dios jugando a los dados y decidiendo el porvenir. Yo, por mi parte, creo más en el dado que en el dios. Hoy, en un ataque de materialismo histórico, me metí a comer en algún sitio. ¿Paquete 1,2,3,4,5? ¿Coca o pepsi? ¿Con papas o sin papas? ¿Con capsup o sin ella? ¿Con cajita feliz o sin cajita (ojo: lo único feliz es la cajita)? Era delicioso ver a la pobre adolescente mirarme tirar una y otra y otra vez mi maravilloso dado al aire. Se cansó de preguntar. Me dio un pinche pan con carne sospechosa, como a todo el mundo.

Si le parece tan descabellado, siga usted planeando y ya verá. ¿Con comentario o sin comentario?

miércoles, 18 de mayo de 2011

Los derechos de mi izquierda

Cuando entré a la facultad de economía, el papá de un amigo, en actitud protectora me advirtió: Cuidado; no te vayas a volver rojillo. En mi defensa, mi amigo contestó: No, papi, Ray tiene sus principios muy firmes.

Yo lo oí todo sin decir palabra. Moví la cabeza. Dije sí, dije no, según el caso. Aunque no entendí un carajo de aquella conversación que me tenía a mí como protagonista. ¿Qué carajo era eso de ser rojillo? ¿De qué pinches principios hablaba el otro? ¿Y por qué los iba a tener firmes? ¿A los 17 (o a los 32) se puede tener algo firme en la vida? Lo más firme que tenía entonces era cierta parte de mi cuerpo, y varias veces al día, aunque no creo que fuera de esa firmeza de la que hablaban.

Resulta que, haciendo caso omiso a la mención colorida y caso absoluto a mi firmeza, me matriculé en la facultad de economía en el año de Nuestro Señor de 1998.

Más por firmeza que por colorido, me vi a los pocos meses en mi primera marcha por los derechos de los izquierdos. Seducido por una noble doncella de pelo ensortijado y despeinado, me encontré en las calles gritando consignas que yo repetía eufórico y a destiempo: ICIA. IVA ATA. APAS SI, ERNO NO. Cosas así. En pleno puño levantado, mi querida despeinada me puso un beso de lengüita sabor delicados sin filtro y supe lo que era tener muy firmes hasta los principios. Gritando al unísono, con la carabina 30-30 lista pa’l disparo, esa noche armamos juntos una revolución.

Así supe que las minorías eran mayoría, que se podía saltar de ismo en ismo al mismo tiempo que de cama en cama y que yo era uno de los tres que había tenido a bien leer de veras El Capital de cabo a rabo mientras los demás se llenaban la boca con cosas como lumpen proletariado o la lucha de clases que enunciaban mal y entendían menos. Y rojilla tenía la cara de tanto sol, de tanta marcha y me hacía gracia que me dijeran que era de izquierda cuando con la izquierda no podía ni amarrarme los zapatos.

15 años después, resulta que los rojos son azules y los azules amarillos. Cansados de cargar una biblia en la mochila, de la cual no pudieron pasar de la página 2 y la segunda columna, cansados del rezo les dio por el grito, hasta el de dolores. Y como no era el caso de cambiar la gorda biblia por el gordo capital, el capital pasó a la chequera y la biblia al baúl de los libros prohibidos.

Hoy, en el año de Nuestro Señor de 2011, de a tiro por viaje, debo oír a mis amigos de derecha con discursos furibundos sobre los derechos y a la mayoría creyéndose minoría. La minoría sigue sin creerse nada.

Yo sigo creyendo, en el fondo de mi corazón, que puedo pagar mis deudas con poesía, mala, para más datos; sin ninguna firmeza. De colores, siempre preferí el azul marino y aprendí el sutil arte del callo, veo y escucho con sonrisa beatífica en los labios.

De todas formas, la izquierda sigue sin funcionarme bien sin ningún derecho. Mala cosa.

viernes, 6 de mayo de 2011

Manual para beber un cabernet sin mancharse la camisa

Aunque es de uso común, no se confunda: “Necesito dinero” no significa lo mismo que “quiero trabajar”. Ni es lo mismo ni mucho menos igual.

Si, por un misterio que aquí no desentrañaremos, un día le llama un tipo de voz cavernosa y le dice algo como: Soy el notario de la Sra. De Pérez y Pérez y Pérez Serás (o Perecerás, no es claro con aquella voz cavernosa), tía política suya, casada con el tío de padre de la madre del compadre del amigo de su hijo, que le ha dejado una cuantiosa herencia en libras esterlinas, usted no se preguntaría en qué termina aquella larga lista de parentescos (aunque sería interesante que alguien me lo haga saber, soy curioso por naturaleza). Antes bien, empezaría las fatídicas ilusiones que genera la fortuna. Los primeros sueños incluyen casa, coche y refrigerador lleno; pago de todas las deudas reales o imaginarias y, en un acto de sublime filiación con su difunta tía (la llamaremos tía para evitar comprensiones innecesarias), ganas de conocer la ciudad inglesa donde la tía ha pasado sus últimos y delirantes días, lo cual implica, ya cruzado el charco, un paseo glamuroso por países varios de aquella región del mundo, descubrir que hay hoteles cuyas habitaciones son del tamaño de su antigua casa, comidas inimaginables y hasta seres simpáticos. Podría incluso descubrir su afección al ocio y al cultivo de algunos vicios. Todo aquello que ha atacado como ideólogo del mundo contemporáneo se iría por el mismo lado por donde ha venido y la mayor queja social en su cabeza sería la incapacidad de los suizos para comprenderlo.

¿Y el trabajo? Ése, en su vieja oficina, con su viejo sueldo, con su vieja semana de vacaciones al año y sus viejos sueños enmohecidos por esperar un ascenso que se va convirtiendo en descenso. Ese lindo y bello trabajo se podría ir a la mierda en un abrir y cerrar de ojos.

Sólo se trabaja beatíficamente cuando no se tiene dinero suficiente para gastarlo.

Con la herencia de la tía, yo podría tranquilamente dedicarme a cosas bastante más vivificadoras para el cuerpo y para el alma y, en un acto de gratuita nobleza, escribir blogs rememorando mis austeros días en aquella y repudiada clase media.

Sospecho que empezaría a perder credibilidad. Pero, en el peor de los casos, inauguraría un blog que se llamara: Manual para beber un cabernet sin mancharse la camisa.

De todos modos, los lectores de cualquier clase, seguirían siendo 3.

lunes, 25 de abril de 2011

Vacaciones a la carta

Las vacaciones son el sueño más deseado por el clasus medius homus. Son la realización del paraíso sin tener que morirse y, con un poco de fortuna, conseguir 11 mil, aunque no sean 11 mil, aunque tampoco sean vírgenes, lindas señoritas mueve traseros que, con diminutos bikinis, nos invitan a probar de sus delicias por la módica cantidad de una cena pseudoromántica, algunas piñas coladas y el pago de la habitación correspondiente.

Las 8, que nunca son 8, horas de arduo, que tampoco es tan arduo, trabajo de lunes a sábado, son recompensadas por esos días en que el cuerpo y el alma reposan para retornar de nuevo a las labores con cariz revitalizada y sonrisa de oreja a oreja que durará hasta las nuevas vacaciones. Comprensión beatífica de ser el minúsculo engranaje que hace girar la rueda de la fortuna y que, sin la amable colaboración de uno, no podría nunca ser.

Patrañas. Si esto es el paraíso, entonces probemos con el infierno.

El gigantesco ropero con bikini, porque sí, osaba usar bikini, atacome. Y no pude defenderme. Tampoco fueron unas piñas coladas; bebía como un irredento cosaco. Era grande, muy grande. En medida bacardí, en medida bacará, en yardas, en pies o en pulgadas. Qué pequeño es el hombre ante tanta grandeza. En vez de 11 mil, tuve sobre mí a una legión romana completa y comprobé entre bruma que sí, era virgen.

Pero aún quedaban días por vivir. Cuando logré huir al fin, me lancé en pos de mejor fortuna. Me tiré en la arena para dejarme adormecer por el suave vaivén de las olas. A los pocos minutos, una horda de bípedos de distintas estaturas se instaló a mi costado. En un instante ya estaba rodeado por gordos, gordas, niños, viejos y garnachas. Un anafre anunciaba el inicio del “lonche”. La humareda me provocó un ataque de tos y el insistente brincar de aceite hirviendo iba rebotando hasta mi pecho. Quise apartarme, pero, al tratar de ir más lejos, descubrí que lo que había junto a mí era sólo el diminuto porcentaje de gordos, gordas, niños, viejos y garnachas que inundaban aquel trecho de arena. Busqué en el mar la tranquilidad esperada y un cúmulo de boyas humanas me ayudaron a flotar. Hasta donde mi vista alcanzaba sólo podía ver gente, gente y más gente, masa humana por doquier.

Desistí. Torne a mi casa sin el alma reposada y con el cuerpo adolorido.

Hoy, de vuelta al trabajo, enfrente de mi computadora de siempre, en mi escritorio de siempre, con mi aceda sonrisa de siempre, con mi dolor de cabeza de siempre, ansío sobre todas las cosas que llegué el horroroso y aburrido domingo para quedarme tirado en mi cama como un león marino en espera de nada y haciendo caso omiso al indigesto timbre que suena a causa de la temblorosa mano de una venerable anciana con sombrilla que quiere saber si yo sé cuál es el verdadero nombre de Dios. Por mí, que se la lleve el diablo. Ni ganas de explicarle las vicisitudes del tetragrama sagrado y dejarla boquiabierta, por pura vanidad.

miércoles, 20 de abril de 2011

Pecatae Minutae

En aquel tiempo, comencé a pecar para tener algo qué confesar al cura. Fue un acto de competencia pueril. El de la fila de enfrente siempre se tardaba demasiado y a mí me molía las entrañas qué tanto podría estar diciendo aquél si, cuando era mi turno, me despachaban enseguida. Sólo cometía un pecado con tenaz insistencia: yo era, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Aburrirme en la escuela hasta el hastío o armar berrinches descomunales por la insistencia de mi madre de vestirme aún como un niño, no entraban en la lista de los grandes, terroríficos, imperdonables pecados mortales. Eran pecatae minutae en comparación al gran mundo de perversión que ante mí se ceñía.

Un día, fui a dar con un cura octogenario. Ante mi minúscula lista sin importancia, me instó a hurgar en el fondo. Y hurgué y seguí hurgando. ¿Has tenido pensamientos y tocamientos impuros? me preguntó con su voz lúgubre y la mirada turbia. Tuve que contestarle que sí. No fui capaz de decir que no ante esa mirada acusadora. Descubrí en aquel punto lo liberadora que puede ser una mentira y que mi carrera de escritor comenzaba ahí mismo cuando me vi obligado a contarle detalles inexistentes. Cuando salí de ahí, orgulloso, con mi enorme carga de padres nuestros y aves marías, tenía una clara convicción: saber qué diablos era aquello de los tocamientos impuros.

Miss Mayo iluminó mi entendimiento. Miss Septiembre me hizo perder la razón. Y, religiosamente, en la segunda quincena de cada mes, podía volver a aquel confesionario y decir con tímido orgullo: padre, he pecado.

Y armado ya de la suficiente perversión, juro que no fui yo quien instó a aquella chica, cuando ambos teníamos 14 años, a conocernos, bíblicamente, en su propio cuarto.

Mi lista de pecados aumentó y mis visitas al confesionario disminuyeron. Dios, que todo lo veía, fue mi testigo. La culpa fue inversamente, e inmensamente, proporcional al gozo producido y un día, una neurona conectó con otra y comprendí, no sin pesar, que el Dios de los ejércitos había perdido la batalla y me había quedado, irremediablemente, solo; con la vida a cuestas. Al contrario que la mayoría, no dejé de creer en Dios para abandonar el confesionario, abandoné el confesionario porque dejé de creer en Dios. Mi lista de pecados siguió intacta y senté a mi diestra y a mi siniestra a un par de curas en una mesa de café para hablar de pecados mutuos.

Una década después, mientras miro el diario de la mañana, la guerra contra el narcotráfico está más perdida que nunca, Obama ha invadido Libia, los japoneses al borde de un nuevo Nagasaki y la Semana Santa es un feliz pretexto para seguir sin comer carne. El Secretario de Economía, que cree que con 6 mil pesos alcanza para casa, coche, colegiaturas y zapatitos de charol y que además cree que cualquiera los gana, cometió uno de los pecados que aún detesto: ser un perfecto imbécil.

No sin pesar, descubro que, en comparación, sigo siendo, en el buen sentido de la palabra, bueno. Para impurezas, me basta con algo más que tocamientos.