domingo, 9 de octubre de 2016

Manual para sobrevivir en la clase media

He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde pasé el siglo largo de mi adolescencia. Qué diría Freud de todo esto. Tal vez una regresión infantil o un crimen no perpetrado hacia mi padre o puritita nostalgia.
He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde me bebí a Victor Hugo, a Dumas y a Saavedra antes de que la luz de una vela terminara porque, en aquella casa sin ventanas, también la luz eléctrica estaba ausente.    
                Nadie nunca fue a aquella casa sin ventanas. Me daba vergüenza. Ni amigos indiscretos ni tampoco aquella chica de ojos claros a quien nunca invité a salir por falta de huevos; por falta de huevos para el desayuno y dinero para comprarlos e invitarla a tomar un helado.
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde viví con mi hermana media docena de veranos, ocultándonos los dos de fiestas infantiles a las que nunca fuimos por no poder llevar regalos (y quizás también por no querer llevarlos).
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas donde, en vez de piscina, era necesario llenar una cisterna cada tanto porque, en aquella casa sin ventanas, tampoco había agua potable ni agua caliente ni regadera.
                Muchos años después, la nueva casa tuvo ventanas y cortinas y una regadera a la que, desde entonces, me he vuelto un adicto con un gusto muy condenado. Y hubo luz eléctrica y televisión y, como un milagro, incluso mi primera computadora donde empecé a intentar escritos como éste que luego perdería en un típico desastre de discos duros traicioneros. Me hundí en una profunda depresión que me condujo a recorrer Europa con mi tragedia a cuestas porque, para entonces, también tenía dinero para gastar en esas cosas y comprar helados a chicas de ojos oscuros y miopes que cotizaban en euros.
                Y, de regreso, conseguí cuentas de banco y nóminas y depósitos de tres y hasta cuatro ceros por algunas temporadas y otros viajes y otros sueños y otras varias mentiras.
                Hoy hablo de consumo, de inversión, de gasto, de importaciones; planeo vacaciones de verano y renuevo pasaportes, recibo regalías temporales por proyectos a futuro y me ofrecen contratos de esclavitud a largo plazo que evito aceptar a toda costa. También eso me avergüenza.
                Hace tiempo, un amigo habló de mi progreso, de mi ascenso social, de la suma de mis logros. Le dije que sí, que claro, que qué bueno. Pero no. No me sentí contento.
                He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas porque me pregunto si estaré dispuesto a volver ahí, lanzar al fuego este manual para sobrevivir en la clase media y recomenzar.

   Confieso, con cierto orgullo, que pensar en aquella casa sin ventanas ya no me produce vergüenza. Quizás, después de todo, escribir este manual de supervivencia haya servido para algo.   

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Instrucciones para acallar a la estulticia

La mejor forma conocida es el silencio. De uno, pero también de los otros. La estupidez humana es, como el universo, infinita. Ahora se dice del universo que se expande y se contrae. Aplíquese la misma regla: la estupidez humana se expande y se contrae, aunque no simétricamente. Se expande más de lo que se contrae.

                Lo anterior, para los iniciados, es, en sí mismo, una tautología. Estupidez humana es una duplicación innecesaria. Estupidez es a humanidad lo que humanidad es a estupidez. Prueba es éste discurso ipso facto.

A veces, muy de vez en cuando, se contrae un poco y Miguel Ángel pinta la Capilla Sixtina o Borges escribe El Aleph o Beethoven compone La Novena. Miguel Ángel, Borges o Beethoven. Ellos; no “la humanidad”. Y muy a pesar de formar parte de la misma.

Hasta yo, con toda mi humanidad a cuestas, tengo leves ataques de lucidez. Especialmente cuando me callo. Y sin embargo…

Para colmo de males, me pagan por no callarme, lo cual ha dimensionado mi estupidez a niveles estratosféricos. Si pudiera, contaría la sarta de idioteces que digo por minutos aunque estoy demasiado ocupado en decirlas como para tener tiempo de contarlas.

Y cuando por fin un chorrito de sensatez o una pausa para tragar saliva me hacen callarme, ocurre algo tan horripilante como mi propia perorata: alguien más, ¡oh, dios, vengativo y cruel!, toma la palabra. Y ya no hay nada qué hacer. Mis neurosis se desatan tan estratosféricamente como mi estupidez y no hay tolerancia ajena que soporte la intolerancia propia. Estúpido, cual soy, enfurezco. Qué otra cosa puedo hacer. Estupidez contra estupidez redoblada.

Así que decidí acreditar mi estupidez oficialmente. Tengo número de seguro social por ello y pertenezco a un par de nóminas. Y, claro, me hacen creer que me lo he ganado. Hasta he conseguido varias veces el título del estúpido del mes. Los bancos me ofrecen hipotecas a menos del diez por ciento anualizado, capitalizable mensualmente.

Me he especializado tanto en ella que ahora entrego reportes de resultados y planeaciones para el siguiente año. También hago cursos que me enseñan cómo aplicar mi estupidez y transmitírsela a otros, ávidos de mis estrategias de desarrollo. He conseguido acreditarme para dar cursos de capacitación.

En el primer módulo, se enseña la misión y la visión de la estulticia. En el segundo, las bases teóricas. En el tercero, las estrategias. En el cuarto, la aplicación. Para titularse hay que incubar un proyecto de estulticia y ponerlo en práctica.

He comenzado un libro que se intitula: Empoderamiento de la estulticia: aceptación y práctica en breves lecciones.

La cosa va tan bien que ahora abriré un canal de youtube. Me he autodenominado un stultuber y estoy en espera de sus likes. 



viernes, 23 de septiembre de 2016

Manual para no ser ni cura ni soldado ni marido (o para ser un inútil).

Yo creo que, al principio, me gustaban los uniformes. A los seis años, habrá sido mi padre, se me inscribió en un grupo militar infantil que me enseñó a adorar a un dios de tela tricolor mientras se le cantaba un himno fascista y tropical con la mano horizontal en el pecho y un dedo pulgar que nunca encontró su sitio.
Me gustaba ese uniforme gris Oxford con gorra de cuartel y botas militares en las que se metía el pantalón por debajo de ellas. Pero lo que más deseaba, y nunca obtuve, fue una hermosa daga, con un águila de dos cabezas en la empuñadura, que me hacía soñar con una insulsa gallardía. Todo aquello terminó cuando mi cartilla militar declaró una de las primeras inutilidades a las que luego se sumarían centenas. A causa de la medio pendejez de mi hemisferio derecho, quedé sentenciado en letras de imprenta que ya se han borrado del papel en que fueron escritas: inútil a la patria.
Años después, volví a intentarlo, pero en el bando contrario y con una capucha como uniforme, hasta que se confirmó fácticamente el veredicto de la primera vez: soy un cobarde inútil a la patria.
Luego quise ser cura. Me he tratado de convencer que también me gustaba el uniforme, aunque, francamente, ya no me acuerdo. Creo que nada más era por aquello de ser educado en una de esas escuelas católicas, apostólicas y romanas que trataban de conseguir incautos para sus ministerios y porque a mi madre, que había ya recibido su segunda decepción filial por negarme rotundamente a ser torero (soy demasiado cobarde para pararme enfrente de un animal que pesa diez veces más que yo), le brillaban los ojitos de ilusión. Cuando conocí a aquella chica, que provocó desde entonces mi afición por las piernas lindas, no fue necesario que se escribiera en ningún papel la inutilidad que yo mismo decreté a partir de entonces: inútil al celibato.
De cualquier manera, si aquellos muchachos hubieran comprendido lo que 20 años después lograría el conacyt, me hubieran ofrecido una suculenta beca, que incluyera dejar de vivir en aquella casa sin ventanas, y tal vez ahora escribiría epístolas en lugar de tesis y daría sermones en vez de artículos rebuscados. De todos modos, parece que mi destino es terminar en los seminarios.
Por fortuna, la chica de las lindas piernas me hizo dos favores: aparecer y, luego, simplemente, desaparecer como había llegado. Lo cual evitó la segunda pendejada y alargó la posibilidad de la tercera.
Como ya no doy la edad para la primera ni la moral para la segunda, me he salvado de esas dos y sólo me queda la tercera con terror.
Me preocupa.
El primer conato de peligro se llamó Adriana; el segundo, Yazmine; del tercero no quiero acordarme. Las tres lo intentaron, las tres casi me convencen, las tres, al final, decretaron el consabido veredicto, esta vez sin complemento indirecto: inútil; a secas.
A mis párvulas casi treinta y ocho primaveras, sería absurdo cantar victoria. Si llega un día de estos una más astuta que las otras tres, no necesitará darme una beca; bastará con quitármela hasta el último centavo. Y cualquier intento de resistencia, ya se sabe, será inútil.
Cansado de los veredictos ajenos, me he autodecretado otra más de mis inutilidades, aunque sea inútil sobrevivir a ella: inútil a la vida asalariada.
Para hacerla efectiva, en vez de estar escribiendo blogs, debería estar redactando mi carta de renuncia.

Pero es tarde. “Hace frío en el scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no se para quién, este texto que ya no sé de qué habla: stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus”. 

miércoles, 20 de enero de 2016

Manual para ser un enfermo que come y mea


La primera vez que pensé en ella aún no cumplía quince años. Luego, se volvió un acto tan cotidiano que aprendí a vivir con ese pensamiento permeando cada acto de mi vida. Mi rodilla derecha, desde aquel entonces, dio el primer aviso del error, pero, necio y estúpido, seguí creyendo que mi enfoque era correcto. Pero no: el problema no era la muerte.

Primero, fue una revelación; luego, un deseo; después, una continua sensación; hasta que se convirtió en un acto de fe, en un credo. Después de ella, nada; antes de ella, poco.

Me convertí en un pertinaz sobreviviente que despierta, trabaja, come, ríe, llora, caga, coge y mea. A veces, hasta casi alcanzo a pensar en alguna cosa interesante que me entretiene el sueño y me arrulla dulcemente el hastío. Como mero ejercicio de distracción y espera.

Lo curioso es que, a pesar de la certeza, vivimos y olvidamos. Lo que rige nuestros haceres cotidianos no es la memoria, sino el olvido. De lo contrario, el vino que bebo, el salario que recibo, el libro que leo, y el que no escribo, se volverían absurdos. Pero no, el problema no está ahí.

            Está en el dolor insistente que amenaza. Está en la tos que cada vez es menos diurna. Está en el cansancio que, de moral, pasó a ser físico. Está, ya no en tener que levantarme sin saber siquiera para qué, sino en ya no poder hacerlo simplemente.

Ahí termina la inmortalidad.

El problema no está en la muerte, sino en el largo transcurrir de la vida misma.   


            En tanto, y por ahora, soy un enfermo que come y mea. Y que el diablo me lo crea.