martes, 25 de diciembre de 2012

Manual para sobrevivir a la cena de navidad.


¿Por qué sigue habiendo intercambio de regalos si está más que comprobado que nadie queda conforme? ¿Por qué seguimos reuniéndonos con el tío que no soportamos y la prima insufrible con guano en la cabeza? ¿Por qué seguimos cenando bacalao y romeritos si nos cagan? Una sola respuesta: somos unos idiotas que no soportamos la presión social.

                No; no me gustan los suéteres con rombitos de colores. No; no me gustan las corbatas con muñecos. No; no soporto los villancicos. No; no me gustan los romeritos y el bacalao y, para beber como cosaco, no necesito “fechas especiales” ni juntarme con tipos indeseables que tienen a bien apellidarse como yo. Para tipos indeseables, tengo bastante con los que no tienen mi mismo apellido ni el mismo lugar de procedencia.

                ¿También va a llegar la estúpida esa? Lo he oído más de 34 veces. “Si no fuera mi primo…”, otras 456 veces. ¡Qué desfachatez, se ha quedado con el coche del abuelo y todavía se atreve a venir! (El coche que quería quedarse uno, naturalmente). Nos odiamos, nos cagamos, no nos soportamos y, sin embargo, sonreímos y hacemos acopio de todo nuestro carisma para salir airosos. Ahora entiendo. Ahora entiendo. Facebook es el ensayo cotidiano para llegar a este día. Eso de ensayar sonrisas y felicidades falsas es para estar listo a este momento. Las típicas frases de: hoy con todo, a ponerse la camiseta y bebé, eres lo mejor son los simulacros necesarios para estar preparados porque ya sabemos el día y la hora en que hemos de hacer uso del más hipócrita de nuestros talentos.

                Sonreí como pocos. Todavía hoy en día, después de docenas de notas de improperios, hay quien piensa que yo soy siempre un tipo sonriente y feliz. Merezco un óscar por 34 años de trayectoria. Me porté gracioso, dicharachero, adulador. Pasé sin masticar los romeritos para que mis ojos llorosos no delataran mis necesidades vomitivas y me tomé un whisky por cada pendejo en la mesa. Sobra decir que salí más borracho que un marinero napolitano. Lo que hubiera dado porque en mi camino hacia el baño nadie me detuviera para no derribar el puto árbol ese con la pinche musiquita de las luces y su eterno villancico de pianola. Lo que hubiera dado por poder sacar mis entrañas sobre el mantel rojiblanco y mostrar la cara digerida de los romeritos. Lo que hubiera dado por decir al primo que lo único bueno de su existencia son las tetas voluptuosas de su mujer. Lo que hubiera dado por tocar el villancico de los peces en el río al ritmo de gases estomacales.

                Salí ileso. No vomité a nadie ni nadie me vomitó a mí. Mi nuevo suéter de rombos escondió bien la mancha de los romeritos. Mi corbata de Bart Simpson sirvió de soberbio detalle. Con el pretexto del abrazo navideño, me embarré todo lo que pude en las tetas prominentes de mi prima política y le desee y le desee y le volví a desear una muy, pero muy, feliz navidad. Cuando me avisaron que no estarían para el año nuevo, me sentí tan triste que volví a abrazarla con frenesí. Creo que no le soy indiferente.

                Mariana, tan comprensiva como siempre, antes de darme siquiera cuenta de si he abierto ya los ojos o sigo soñando, me ha advertido: cuidadito con hacer públicas toda la bola de pendejadas que me dijiste anoche de camino a casa. La advertencia ha surtido efecto. Entre conatos de arcadas y el timbal sonoro dentro de mi cabeza, escribo esta nota con dedos temblorosos. Sospecho que seré leído por todos, así que, a modo de reivindicación, les suplico: no me vuelvan a invitar, me harían un favor enorme.

Manual para sobrevivir al fin del mundo.


Cuando el fin del mundo llega, no hay a dónde correr, entonces, ¿para qué corre? Tómese un whisky y espere la hecatombe en primera fila. Si le da tiempo, avísele a sus seres queridos sus arrepentimientos; si le sobra, reivindique sus odios a los enemigos. Porque no es cosa de traicionar principios sólo porque se va a acabar el mundo. Hay que seguir siendo lo que es uno. Cabe la posibilidad de que sea usted uno de los sobrevivientes; sería vergonzoso que sobreviviera con hipocresías. Ah, la esperanza, mi pecado favorito. Ya veo a cada uno de los que siguen estas líneas diciéndose: A huevo, yo sobreviviría. ¿De veras se cree tan especial? Si le pasaran una encuesta de esas que están tan de moda por estos días y le preguntaran: ¿por qué cree que usted merece sobrevivir al fin del mundo? ¿Qué contestaría? Mejor aún: si le dieran la oportunidad de salvar a algunos, ¿quién sería sujeto de su magnanimidad?

                 El fin del mundo, como se sabe, no llegó como estaba planeado (planeado por quién sabe quién, porque los mayas tuvieron muy poco que ver en esto). En nuestra infinita vanidad, hasta eso creemos que es posible planearlo. ¿Supieron de unos italianos que tienen un bunker en tierras mayas a la espera de semejante acontecimiento? Si yo fuera ellos, ahora pospondría la fecha, con tal de seguir creyendo en algo, aunque ese algo signifique dejar de creerlo todo. El destino, tarde o temprano, nos dará la razón porque, señores míos, esa cosa llamada destino no es otra cosa que la propensión natural a donde conducen cada uno de nuestros actos sobre la faz de la tierra.

Los mayas, tipos brillantes por lo que se sabe (cosa no muy difícil si los comparamos con los tipos de hoy), tenían razón: para conocer el final, habría que comenzar por el principio.

                El final no es otra cosa que la explicación del principio. Yo, en mi idiotez suprema, tengo la desfachatez de preguntar cada mañana: qué he hecho yo para merecer esto. Nacer, pedazo de imbécil y, por si fuera poco, seguir viviendo que, en términos simples significa: seguir haciendo las mismas estupideces una y otra y otra y otra vez más hasta que, en efecto, se me acaba el mundo.

                En tanto, hay que buscar culpables. Un espermatozoide trasnochado y ebrio que tuvo a bien emparentarse con un óvulo en total desesperación son los primeros responsables. La lista incluye todo aquel que se ha cruzado en mi camino desde entonces. La madre sobreprotectora, el padre ausente; el maestro adulador, la maestra impasible; el jefe idiota, el gerente lamehuevos; la novia comprensiva, la esposa hijadeputa. Y como eso no basta, agréguense dioses inexistentes, patrias desposeídas y amigos fracasados. Con todo eso, ¿cómo no se podría justificar la consecuencia? En esas condiciones, el fin del mundo llega solo, y llega a tiempo.

Así que hay que estar preparado.  ¿Qué le parece si, en vez de lloriquear por lo que pudo haber sido y no fue, se amarra sus huevitos, o sus ovarios o lo que tenga a bien amarrarse, y enfrenta de una vez por todas la más cruda de las realidades: en lo que piensa en el fin del mundo, el mundo seguirá girando y, en breves, sin usted encima, lo cual ya debería ser cosa de importancia. Y eso sí que está más que planeado.

           Si se le está acabando el mundo con esta declaración, en este mismo blog hay un psicólogo incluido.
                 


lunes, 17 de diciembre de 2012

La piedad de las mentiras


Mi vida, como la de cada uno de los seres en esta tierra, es una larga suma de cagadas e imprudencias; quien diga lo contrario, miente.

La mentira, es sabido, es el pan nuestro de cada día. En la lista de artículos de supervivencia, es uno de primera necesidad. Para justificar pendejadas, mentimos; para ensalzar los triunfos y convertirlos en hazañas, mentimos; cuando queremos deshacernos de responsabilidades indeseables, lo hacemos también. En contraposición, cosa curiosa, pedimos a gritos, de los otros, la verdad.

Mi primer ligue adolescente, aprendido de su madre y ésta, a su vez, de su madre y ella, a su vez…, me lo dijo con claridad: Amor, no me gustan las mentiras. Yo, que siempre he sido un idiota, a pesar de que la frase, paradójicamente, contenía dos mentiras en una misma oración, le creí. A causa de una verdad, el romance duró un par de semanas.

                Luego supe que esa frase era sólo eso: una frase. La decían cada una de ellas, novias, ligues y quimeras. Lo decía el profesor en clase y el viejo pendejo que tuve por jefe en mi primer trabajo. Lo decía Dios a través de su espurio ministro, el cura. Y yo, que en mi boba cabeza inexpugnable intenté decir la verdad, aprendí, como todos, que el costo menor se pagaba con mentiras. Después de cavilaciones varias, concluí que a la gente, en efecto, no le gustaban las mentiras, pero que le gustaba mucho menos la verdad. Lo que en realidad querían decir con el estribillo era: no soporto descubrir que aquello no es verdad. Mientras no lo descubrieran, todos en paz.

                Aprendí a mentir y me volví un experto. Tan experto que hasta aprendí a mentirme a mí mismo y, en un acto de sabiduría sin precedentes, aprendí a no querer saber la verdad y, sin embargo, jugar a buscarla en caminos que sabía bien no la encontraría. Como diría Ikram Antaki: mentimos porque no hay razón alguna de decir la verdad. Gran revelación.

                Qué necesidad de decir la verdad si con ella perdemos más de lo que ganamos con la mentira. Por eso el mundo se ha llenado de ellas. Decimos que sí por no decir que no; decimos, bien, cuando queremos decir qué asco; decimos, sí, mi vida, por no escupir el liberador: vas y chingas a tu madre, hija de puta. De eso se sostiene el mundo. Por eso sobrevivimos en el trabajo y tenemos amigos de toda la vida, por eso parecemos carismáticos y la esposa nos perdona que seamos tan idiotas e inoperantes para cambiar el pañal al niño. Por eso, señores míos, vendemos nuestra máscara de éxito ante la vida. No es una piedad hacia los otros, sino hacia nosotros mismos. Para eso le mentimos cada mañana al idiota en el espejo, para hacerle creer que, en el fondo, muy, muy en el fondo, no es tan idiota, y lo acicalamos y le pasamos el peine por las hebras de su cráneo y le damos palmaditas en las mejillas con agua de colonia para hacerle soñar que tal vez hoy no sea tan mala idea salir a la calle a soltarle al mundo una horda de mentiras y, en consecuencia, el mundo en su solidaria magnanimidad, nos diga otras tantas que nos hagan volver por la noche ilesos a la casa y, debajo de las sábanas, podamos dormir tranquilos con la piadosa y engañosa tranquilidad del deber cumplido.

sábado, 15 de diciembre de 2012

Manual para orinar sin salpicar la taza


No. Por increíble que parezca, cuando orinamos no tenemos complejo de decoradores de pasteles sobre la taza de baño. Apuntamos siempre al centro. Pero hay una ley física implicada en todo esto.

                Si lanzamos un fluido a cierta distancia, el fluido, al chocar contra la superficie, sal-pi-ca. Entre mayor distancia hay entre el origen y el destino, la posibilidad de que las gotas reboten es mayor. Eso explica por qué, un tipo de 1.90 salpica más la taza cuando orina que otro de 1.70. A distancia menor, menor salpique. Cualquier reclamo a este respecto, favor de dirigirlo a las leyes de la física.

                ¿Es necesario explicar que los hombres orinamos de pie? Al igual que las mujeres, podríamos orinar sentados, a veces lo hacemos mientras cagamos, pero, si no hay necesidad, ¿qué necesidad tenemos de exponer las nalgas? Es un asunto de estricta comodidad. Para eso, los pantalones traen cierre al frente. Nos ponemos enfrente, bajamos el cierre, con las 2 manos  tomamos nuestro aparato reproductor, lo dirigimos al centro con puntería de cazador australiano y disparamos enfocándonos en no salpicar el redondel. Pero la física es la física y la altura es la altura. Dejamos que el chorro fluya en un arco perfecto hacia el centro de la diana mientras admiramos nuestra obra y gozamos la deliciosa sensación de la vejiga liberada.

                Todo esto viene a ser una explicación necesaria después de escuchar cientos de veces la misma queja. Al parecer, hay una incomprensión de género respecto a esto. Al principio, me avergonzaba, luego me enfurecía, hasta que mi debilidad por teorizarlo todo me hizo tratar de encontrar la explicación. La verdadera explicación no es sólo la antes enunciada, sino la incapacidad de reconocimiento del otro. Después de largas cavilaciones, lo comprendí: atrapados como estamos en un pudor corporal aprendido ni siquiera somos capaces de conocer nuestro propio cuerpo. Cómo, entonces, íbamos a saber nada del cuerpo del otro y mucho menos de sus costumbres orínicas. Generalmente, eso sólo se viene a descubrir en plena convivencia y el romance se desvanece. La princesa no caga bombones, sino bombas molotov. El príncipe tiene aliento de dragón por las mañanas, unos pedos que recuerdan su ancestral preparación para la guerra y, horror de horrores, salpica la pinchísima taza porque los mingitorios sólo existen en los baños públicos. Posdata: mingitorio es esa “taza de baño” especial para que los hombres orinen.

                Como se sabe que es difícil convencer al respetable, ya oigo las voces reclamatorias: ashhh, si eso fuera así, ¿por qué cuando éramos novios no salpicabas? Respuesta clara y contundente: porque limpiaba la pinche taza. Punto.

                Explicado esto, espero no tener que hacerlo cada vez. La lección se llama: conozca su cuerpo y, de pasada, conozca el del otro, costumbres incluidas.

                Sólo queda agregar, para dar el panorama completo, que, luego de terminar el acto orínico en cuestión, con suma concentración para reducir el salpique al mínimo posible, son precisas unas pequeñas sacudidas para evitar el maligno mal de la gota traicionera.

                Por cuestión de espacio, lo del lavado de manos queda pendiente.