Hace
mucho que pienso en esto. Desde que llegué a esta ciudad y me cambiaron las
reglas de convivencia, desde que había que hacer cosas que nunca he comprendido,
sólo porque en este lugar se hace de este modo. Tuve amigos, los perdí; tuve
nuevos y volví a perderlos. Conseguí besos, caricias, carnales batallas
cotidianas que tardé más tiempo en conseguir que en perderles la emoción
primera. He cambiado tantas veces de opinión que se me están acabando las
opciones, he perdido tantos principios que sólo me quedan los finales.
Hago una pausa en mi documento
de mentiras y, por primera vez, desde hace un incontable tiempo, entro a
facebook, específicamente a buscar una nota que alguien escribió y que me dio
vueltas el resto de la tarde.
Yo no entiendo nada de
reivindicaciones sociales. Me han dicho que facebook es una representación del
mundo de la aceptación a través del “me gusta”, de comentarios del tipo: qué
bien escribes, qué feliz te ves en esa foto, felicidades por tu éxito, ánimo
con los fracasos, sabes que yo siempre pienso en ti.
De ser el caso, es momento de
suicidarse. Nadie me pone ni likes ni qué bien escribes ni felicidades por mis
desconocidos éxitos ni ánimos por mis ignorados fracasos. No hay aplausos para
las bodas que no he tenido, para no joderle la vida a nadie 24 horas al día, ni
por los hijos que no tendré, por intentar ser un no padre responsable. A nadie
le importan los libros de mi biblioteca si no los exhibo como trofeos, nadie me
considera escritor si no publico libros que tampoco leerían si existieran. Para
colmo de males, no soy guapo ni polite ni cute ni nice ni buena onda ni tengo
bonita letra. Sólo escribo frases de 140 caracteres que dan cuenta de mis
múltiples odios por el mundo, de mis crecientes neurosis, de mi falta de
cortesía. A veces, muy a veces, cuando una buena idea se me ocurre, cuando una
de las 3000 frases vale la pena, pasa tan de largo como las otras.
En síntesis: un día, llegué a esta ciudad y supe que algo
no andaba bien, que algo de mí no coincidía con los otros. Cuando el mundo se
abrió y aparecí en aquella ventana, supe que no sólo era esta ciudad ni el
vecino ni mi compañero de banca en la clase de economía política. Supe que no
sabía cómo actuar ante el mundo de las fotos, las sonrisas, los éxitos
impostados, los fracasos ocultos, los te extraño, los nos vemos pronto, los cumpleaños
felices, los perros sin dueño, las revoluciones on line, los memes, los mimes y
los mames. Y supe, o lo fui sabiendo precisamente por todo eso, que no estaba nada
mal ser lo que es uno, que no soy ni Bill Gates ni el Che Guevara, que no soy
ni el maldito Paulo ni el bendito Borges, que no soy ni la Madre Teresa de
Calcuta ni Adolf Hitler, que no soy Einstein ni Forrest Gump, que no soy Hulk
ni el Dalai Lama. Que simplemente soy lo que soy y con eso a veces no basta,
pero otras hasta sobra. Y cuando, como ahora, mis amigos comienzan a asumirlo también
para sí mismos, no hay necesidad de likes y dislikes para saber, tácitamente, que,
detrás de las fotos y las sonrisas, todavía hay personas y todavía sonará el
teléfono y todavía eso puede ser promesa de una sonrisa de nuevo. Y aún no hay fotos tan
instantáneas que puedan captar eso.