miércoles, 26 de junio de 2013

Manual para terminar en buenos términos


Todo fue en buenos términos. Le expliqué mi cansancio, mi hastío, mi sensación de sinsentido. Ella escuchó atentamente. Con toda calma, me contó también su desazón acumulado durante años, mis ausencias, mis olvidos. Hablaba con la pausa justa para que sus palabras llegaran claras a mis oídos y transmitir, en cada una de ellas, sus más profundas emociones. Yo, con la paciencia aprendida durante diez años, la tomé de las manos mientras ambos nos contábamos lo que el otro había dejado de hacer por el uno.

Patrañas.

Con la perilla de la puerta aún en la mano, el fulgor de la furia iluminó sus pupilas. Tenemos que hablar, dije. ¡Claro que tenemos que hablar! Contestó. Mi plan de civilidad se fue al garete en un segundo.

                Hay que ser pendejo. Durante diez años lo aprendí: Mariana, frente al temor, se encabrona; frente a la tristeza, enfurece; frente a la incertidumbre, vocifera; frente al dolor, explota; frente a la disputa, rompe cristales. Y yo, que tengo la serenidad de un bulldog azuzado ante su presa, hice lo propio.

                Si no supiera que pasa lo mismo en la casa contigua y en la contigua a esa, tendría la desfachatez de decir que, aquella noche, hubo la batalla más épica en la historia de los desmantelamientos maritales. Quien tenga la osadía de decir esa gastada, redundante y patética frase de “terminamos en buenos términos”, miente más que nunca, miente más que siempre.

                Nada hay de diplomático en los rompimientos. Conozco casos en que las vajillas se quedaron en su sitio, lo cual no garantiza que, tardeo temprano, en el momento menos esperado y del modo más agreste, arribe la venganza. Muchos hemos querido algunas veces, algunos hemos querido muchas veces, ser la reencarnación de Edmundo Dantés y fraguar la más meticulosa y cruel de las venganzas ante nuestros adversarios; el plan, generalmente, se derrumba cuando descubrimos que nos hacen falta tres cosas necesarias para nuestro cometido: paciencia, fortuna y creatividad.

                Rompimos todos los platos que pudimos —lo cual facilitaría la mudanza, si fuera el caso—. No sé en qué momento, me trepé sobre el impecable blanco de los sillones, desmonté la enorme foto de bodas de la pared y la estrellé contra la mesa de centro; luego, como acto algo más que simbólico del rompimiento, hice pedazos su cara y la mía. Fui un Hijo de Puta; ella, una puta, a secas. Fui un cabrón de mierda; ella, una mierda simple. Lo cabrona la guardaría para después.

                Mi plan de venganza, a falta de las tres cosas antes descritas, se derrumbó a las pocas semanas. Ella sustituyó la paciencia por furia, su fortuna por la mía y la creatividad por un rencor eterno e inacabable.

                A casa de mi madre, donde vivo “temporalmente”, llegan los estados de cuenta, los recibos de las colegiaturas, la lista de útiles escolares —¿piden útiles escolares en las guarderías?— y los reproches en catorce folios tamaño oficio y por triplicado. Estoy a punto de firmar mi sentencia de muerte. Tal vez sea mejor pedirle que me perdone, pero, ¿qué sería de nuestra unión si ya no existe la foto de bodas? Pegar los trozos, cual rompecabezas, resultaría espeluznante. Un ojo arriba, el otro más abajo; la parte derecha de la boca, asimétrica con la izquierda, parecería fruncida a propósito. Además, dudo mucho que aparecieran todos los pedazos. Habían terminado hechos añicos y esparcidos por el suelo.

martes, 18 de junio de 2013

Instrucciones para decir basta


Mientras haya drama, la fiesta continúa. Mis peleas con Mariana fueron transformándose durante diez años. Las primeras, cuando todavía éramos novios, eran absurdas. Idiota como siempre he sido, me costó meses comprender que coincidían con los ciclos de la luna. Una noche de luna en cuarto menguante, lo comprendí. A partir de entonces, dejé de preocuparme por el pretexto. Antes de eso, yo tenía a bien preguntarme: ¿por qué lo que ayer le parecía encantador ahora le molesta? Sí. Ya lo dije: Idiota siempre he sido.

                 Luego, los pretextos aumentaron y el ciclo de la luna se distorsionó, al punto que se invirtió del todo. Había que espera cuatro largas semanas para tener tres días de felicidad. Al paso de los años, los pretextos se sumaron al cansancio, al desinterés, al hastío. Los dolores de cabeza aumentaron, las protestas se volvieron tácitas, las ausencias se hicieron explícitas. Las peleas con gritos y platos voladores se volvieron la hermosa rutina del sábado por la noche. Mientras Pacquiao caía desmayado por un golpe certero, yo lograba esquivar una inexacta bofetada.

                La vida, se transformó, en silencio, en reclamo, en ausencia. No sé dónde carajo leí (¿o lo soñé, o lo inventé o me lo contaron?) que el amor dura siete años, el tiempo exacto en que el cachorro de humano es capaz de valerse por sí mismo. Dicha teoría tiene sus inexactitudes. Primero, porque nuestro cachorro de humano aún no cumple 2 años, lo cual significaría que aún faltan… ¡Un momento! ¡Llevábamos siete años juntos cuando la cosa esa salió azul! ¿Acaso el amor ya se había acabado en el momento justo en que aquel óvulo ansioso y ese espermatozoide traidor se reunieron? Lo dicho: siempre llego tarde a todo.

                Si hacemos caso a esas teorías biológicas, el amor debió empezar cuando empezó el desamor. Desde entonces, nos hemos dedicado a no evitar lo inevitable. Volvemos a herir antes de que sane la herida, las disculpas ya no aparecen ni por error en el horizonte. El nuevo día anuncia la tácita tregua. En tiempos del imperio romano, la paz consistía en la simple ausencia de guerra. Eso ha sido lo nuestro, cortos periodos de ausencia de guerra sólo para preparar la siguiente embestida. Los novios dicen que lo mejor de una pelea es la reconciliación, la pasión reactivada. El matrimonio cambia esa regla. ¿Cómo podría haber reconciliación ante una batalla que no termina nunca y cuya tregua sólo es una pausa de la misma guerra?

                La cotidianeidad oculta la larva del hastío que avanza entre gritos sabatinos, domingos pesarosos y lunes desmañanados. Y un día, empieza a salir a la luz. Aparece en el mediodía de la oficina, en las ocho de la noche con el televisor encendido, en los domingos de futbol entre llantos de un Pablo con más ánimo de queja que yo.

                Como si fuera una idea ocurrida de improviso, como si el peso de diez años no se hubiera ido acumulado lentamente, me siento en el sillón de la sala un miércoles cualquiera y espero, con más paciencia que inquietud.

                Mariana se queda con la perilla de la puerta en la mano al verme. No alcanza a cerrar la puerta cuando mi voz le llega con la pausa exacta para ser captada por todos sus sentidos:

                 —Mariana, tenemos que hablar.

                Su cara se ve más blanca que nunca. No atina todavía a cerrar la puerta. La perilla aún le sirve para sostenerse.

martes, 4 de junio de 2013

Manual para despertar al niño


Me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy tranquilamente viendo la televisión, riendo ante un cúmulo de chistes gringos y pendejos, hablando con mi mejor amigo (que hace meses no he visto) y burlándonos de nuestra mutua esclavitud o cantando alegremente el “O sole mio” en la ducha; de pronto, Mariana aparece y todo mi júbilo se va a la chingada. Siento una furia incontrolable. Porque abrió la puerta o porque la cerró, porque hizo la cena o porque no la hizo, por estar todo el día en la casa o por llegar tarde. Bien mirado, el verdadero motivo es su sola existencia. Y hasta su inexistencia.

                Apenas abro la puerta, la veo sentada en la sala, con el televisor apagado, como si hubiera pasado las últimas horas sólo esperándome. Un montaje que conozco de memoria. Como dije, me ha pasado muchas veces a la inversa. Estoy gritando eufórico porque por fin el Atlas está a punto de ganar el partido y, cuando oigo que se abre el portón de la cochera, apago todo, la emoción se vuelve furia y tomo el libro, preparado de antemano, para armar una escena de antología. Ahora, ella tuvo la suerte de llegar primero.

                No estoy seguro si me casé con una mujer o con un sabueso. Aún no he terminado de cerrar la puerta y ya se está tapando la nariz. Lo sé bien: la pose es fingida; la furia que viene, no. El tema de mi tardanza continua y de mi olor a ron barato llegará en la cima del drama; ahora sólo pregunta con falsa indiferencia mientras hojea su revista: ¿pagaste el recibo de la luz? Mierda. Mierda. Mierda. Y mierda tres veces más. Ella lo sabe. Yo lo sé. Qué caso tiene el resto. Barajeo múltiples respuestas posibles, pero mi cara me ha delatado desde hace como diez años. Hago un acopio de última posibilidad de tregua: no; disculpa, mañana a primera hora. ¡Claro, tú todo lo resuelves mañana! Los primeros compases de la Cabalgata de las Valquirias empiezan a oírse a lo lejos.

                En el momento donde Wagner hace acopio de todo su genio, ella ya es, por undécima vez, una hijadeputa y yo un borracho bueno para nada. Padres responsables como somos, hemos empezado susurrándonos improperios; en este punto el susurro ha pasado a mejor vida. Acabo de dar un puñetazo a la pared (Pedro Infante no me avisó que una cosa es hacerse el mariachi y otra lo que duele semejante aspaviento), porque, claro, soy un caballero. Ella, que es toda una dama, empieza a lanzarme cosas. Pasan volando junto a mí y luego caen al piso; unas se rompen, otras no. El perro empieza a ladrar en el jardín. También los perros de los vecinos. El grito aterrador de Pablo calla de tajo a Wagner, a los perros y a nosotros.
                Nos miramos. Nos quedamos paralizados y en silencio. El daño ya está hecho: Pablo ensaya sus mejores notas llorísticas y no queda más remedio que ir a consolarlo. Antes de emprender el ascenso hacia el cuarto del niño, Mariana, con los puños cerrados y los ojos destellando furia me dice con un rugido acallado: ¿Ya viste lo que hiciste, pendejo?

                Ella va a consolar a Pablo. Yo voy en busca de la escoba y el recogedor para limpiar los restos de la batalla. Me muero de sueño. Y ese sillón es incómodo y horrible.  

lunes, 3 de junio de 2013

Un algo en la boca del estómago.


Al principio, añoraba regresar a casa y pasar el tiempo con Mariana. Salíamos a cenar, a tomar algo. Duró poco. Luego nos acostumbramos a estar en casa, a ver películas en la televisión y a pedir comida por teléfono para no tener que cocinar. Nunca nos gustó a ninguno de los dos, la cocina, quiero decir. Yo comenzaba a extrañar un poco las juergas con los amigos y los flirteos en los bares, pero estaba decidido a ser un buen esposo y un mejor padre. Lamentablemente, en aquella época no tenía ni puta idea lo que eso significaba; creo que se lo oí decir a mis tías, a mi madre o a la señora de la limpieza y no me di cuenta cuando ya se me había instalado en el inconsciente, en el consciente y en el pantalón de vestir.

                Ahora, no dejo de pensar en eso. ¿Qué diantres significa eso de ser buen esposo y mejor padre? La sola idea ya me causa arcadas. ¿Tendrá que ver con dejar de coger con otra que no sea con la que cohabitas? ¿Tendrá que ver con aprender a decir: sí, señor; sí, mi vida? ¿Tendrá que ver con aprender a cambiar pañales en 23.34 segundos y repetir cada 7 u 8 minutos: No, niño, no; qué lo vas a tirar; qué lo vas a romper; Mariana, dile a tu hijo.

                Después del nacimiento de Pablo, cualquier vestigio de romance entre nosotros se esfumó por completo. Por mucho que intentáramos, la paz se rompía irremediable cada 3 horas exactas. Quien diga que el reloj biológico no existe, miente con flagrancia. Fue entonces que me refugié en la oficina.

                Había notado que, mientras yo esperaba con ansias la hora de salida, varios se quedaban mucho más tiempo haciendo no sé qué. Después de Pablo, lo supe. Lo que todos esos rufianes hacían era algo simple y elemental: hacían tiempo.

                Me uní al club y nadie preguntó nada. Me aceptaron tácitamente a su club de perdedores que fingían trabajar horas extras con tal de no tener que llegar a casa pronto. A veces nos tomábamos algo. Luego, nos llenábamos la boca de goma de mascar para tratar de disimular el desvarío. Yo era el león joven entre leones viejos y expertos que me miraban, ahora lo sé, con dulce lástima por mis absurdas esperanzas que la cosa mejoraría cuando Pablito creciera.

                Años después, ya no sólo huyo de la casa, también de la oficina. Frunzo el ceño con una sonrisa de un solo lado que intenta ser sarcástica. Ya soy del clan de los leones viejos. El par de leones jóvenes recién egresados, recién casados, recién contratados, que aún tienen prisa por llegar a casa, gastan sus energías en mirar cada cinco minutos el reloj esperando con ansias volver a ver a su mujer que los espera con pasta, vino y sin ropa interior debajo del vestido recién comprado. Lanzo un pronóstico: hoy, al más joven de los dos, ella le dará la noticia (desde la llamada del mediodía parece más nervioso que nunca).   

                Huyo de la oficina. No la soporto. Retraso la llegada a casa. Tampoco la soporto. Me meto en el primer bar que me encuentro en el camino. El Atlas ha vuelto a perder. Puto equipo de mierda. Se me acaban los pretextos. Llego a casa ya muy entrada la noche. Sin goma de mascar. Mierda, la luz está encendida. Respiro hondo. Pleito. Pleito seguro. Ahora sí me va a oír esa hija de puta. Un algo en la boca del estómago me revienta. Con un algo en la boca del estómago empieza todo. Con un algo en la boca del estómago se termina. Pablo va a despertarse con los gritos.