viernes, 28 de octubre de 2011

Manual para perder el tiempo

Usted ya lo sabe, esta cosa dura 24 horas diarias, 365 días por año, de unos 70 posibles, cigarros más, cigarros menos. Un hermoso total de 25550 días con sus 613200 horas correspondientes. Y hay que gastárselos de algún modo plausible, porque ya no hay otro remedio.

Hay que intentar caminar sobre las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar algunas pendejadas y conseguirse algunos discípulos que aplaudan como focas irredentas cada que uno se pone parlanchín. No está de más intentar multiplicar algunos panes cuando el hambre apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el insomnio ataca. Mandar a la chingada a los mercaderes de un templo para tener enemigos que suelen ser eternos y dejan miles de discursos explicando por qué no tengo razón, por qué no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo pródigo.  Visto está que el odio dura más que el amor.

Pero como no es cosa de ponerse exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que tiene sus placeres después de todo, antes de que empiece el viacrucis.

Comienza un domingo, con entrada triunfal y loas y María Magdalena vestida de blanco. Todos muy gozosos mientras a uno se le escapa el topo de la madriguera. El lunes a las 6 de la madrugada suena la tercera llamada y hay que ir a ver a los mercaderes al templo; esta vez para ser uno de ellos. El martes empieza a las 4.15 con un llanto que no es más el canto de las sirenas, sino de aquel minúsculo cachorro parecido a mí quien a gritos exige una nueva multiplicación del pan. El miércoles ya se sospecha algo, se nota tensión en el ambiente, hay dudas, suspicacias, llamadas anónimas. El jueves, después de la cena, te avisan lo de la hipoteca, lo del embargo, lo del despido, lo del bueno para nada, lo del fracaso como hombre, economista, escritor, padre, marido y pinche mesías.

El viernes, el calvario. La casa vacía, la firma que dice que María Magdalena se regresa con su madre y la putísima cruz de los pinches insultos que te dejan clavado a una madera que se hunde contigo en medio del naufragio. La lápida del tiempo perdido, del por qué me quité del vicio, del amor eterno y los pinches recuerdos de Acapulco. Y el minúsculo cachorro parecido a mí sigue llorando.

Sábado sin necesidad de despertador; sin besos con mal aliento; sin desayuno saludable; sin cómo se me ve ese vestido, amor; sin tienes que hacer ejercicio, gordito. El teléfono no ha sonado. No hay un mensaje que dice: ¿otra vez olvidaste nuestro aniversario, imbécil? El sábado será largo. Mis amigos ya no beben y tienen que dormir temprano. Esa pizza de hace 3 días ya se volvió de champiñón.

Pero el domingo hay resurrección y hay que intentar caminar sobre las aguas, hasta caerse de borrachos. Predicar algunas pendejadas y conseguirse algunos discípulos que aplaudan como focas irredentas cada que uno se pone parlanchín. No está de más intentar multiplicar algunos panes cuando el hambre apremia y expulsar uno que otro demonio cuando el insomnio ataca. Mandar a la chingada a los mercaderes de un templo para tener enemigos que suelen ser eternos y dejan miles de discursos explicando por qué no tengo razón, por qué no soy mesías, sino un pobre diablo con ínfulas de hijo pródigo.  Visto está que el odio dura más que el amor.

Pero como no es cosa de ponerse exquisitos, dejemos venir a María Magdalena para que nos llene de tentaciones a la mitad del desierto y que nos haga saber que ser hombre no es tan malo y que tiene sus placeres después de todo, antes de que recomience el viacrucis.

martes, 18 de octubre de 2011

Estrés sin prisa

—“Sufro —le dije parafraseando la primera cosa que aprendí de memoria cuando aún no aprendía a atarme los zapatos—, un mal muy espantoso como esta palidez del rostro mío”.

¿Qué me pasa, doctor, qué me pasa?

Después de varias pruebas, radiografías, análisis de sangre y de chis, dictaminó con voz serena: Adolece usted de una típica combinación de modorra feliz y estrés sin prisa.

Y sí. Hacía días que la sangre no me corría por las venas, más bien me paseaba por ellas simplemente. Mis leucocitos navegaban sobre una góndola veneciana mientras mis glóbulos rojos la hacían avanzar entonando con parsimonia un “O sole mio” a ritmo de bolero. Las plaquetas entonaban en versión coral “La canción mixteca” y un leve sopor invadía a mi torrente sanguíneo a lo largo de las horas.

Ante mí, todo pasaba tan de prisa que me causaba un estrés insoportable y, sin embargo, todo seguía en mi ser al mismo ritmo semilento sin que la preocupación alcanzara para meterme al andar acelerado de los demás en el mundo.

Me despertaba cada mañana con la preocupación de las docenas de cosas que tenía por hacer y, al final del día, no había hecho una sola, lo que aumentaba mi estrés para el día siguiente.

El mal se incrementó al paso de los años hasta darme cuenta que mi vida, tal como era, había transcurrido menos de la mitad de lo humanamente necesario y decidí hacer algo al respecto. Entonces recibí aquel veredicto y la receta de mi mal.

Como a aquellos con presión alta se les recomiendan días en algún sitio a nivel del mar, a mí se me impuso, como primera etapa de tratamiento, viajar y conseguir un trabajo en Londres.

En menos de 15 días estaba curado.

Mis leucocitos aprendieron a vivir a ritmo tecno y, en lugar de balancearse en góndolas venecianas, se treparon a todo trotar en el metro londinense de las 5 de la tarde. Aprendí a vivir de prisa, beber de prisa, coger de prisa y llorar mientras cagaba. Supe la sustancial diferencia entre 5 minutos de más y 5 horas de menos y un día me avisaron que por fin me habían jubilado.

Otra vez no hay prisa de nada y la cabeza no deja de ir a mil por hora. Ahora que no soy más un obrero calificado con alto rendimiento laboral, descubro que me estresa demasiado no tener prisa de nada y que mi modorra feliz se instala en mi sistema como un cáncer que invade plaquetas, glóbulos blancos y rojos y la sangre otra vez, en vez de correr, pasea por mis venas.

Después de tanto correr, miro a mi alrededor y no me he movido ni un centímetro del mismo punto de donde he empezado. Y en medio de la modorra sexagenaria, parafraseo en aquel idioma que aprendí con prisa: I’m not really happy, my lord.