domingo, 12 de mayo de 2013

La rosa de los vientos


Y, ¿por qué diablos no puedo cambiar de opinión simplemente? ¿Por qué cuesta tanto desprenderse de lo ya desprendido? Siempre lo he pensado: Juanga tiene razón: “No cabe duda que es verdad que la costumbre…”

                Recuento de los daños. Hace 10 años que estamos juntos. Los problemas empezaron a los 2, se repitieron a los 5. Nos casamos para resolverlos. Ya sé. Ya sé. Hay que ser idiota, ¿no? Pero, este blog aún sobrevive por una razón: quedan 2 ó 3 lectores por ahí que todavía lo leen. No es momento de preguntar por qué lo hacen, ¿o sí?

                Luego, Pablito clavo un clavito, y el resto es historia. De sexo, ni hablar. Paseamos por la caza como dos fantasmas habitando el mismo limbo, el silencio es nuestra mejor conversación, nuestra ausencia la presencia más deseada. Basta una pregunta sin sentido, una respuesta desganada para que la bomba explote de nuevo. Me río: si todavía se encabrona conmigo, es que todavía me quiere. Me río más: si todavía me encabrona es que… El amor debe ser aquello que queda después de que el sexo se acaba. Reflexión póstuma: Ni el amor sostiene el sexo ni el sexo sostiene el amor.

                Pienso que ya no me importa. Qué puedo irme ahora mismo si quisiera. Y, pregunta estúpida: ¿por qué no querría? Pablo. No hay mejor culpable que un inocente. Ante el juicio de su culpabilidad no podría defenderse. Por ti me quedo, Pablo mío. Porque no mereces quedarte sin padre. Mejor pretexto para la cobardía, imposible.

                Mariana me mira como si adivinara. Su mirada me reta. Anda, imbécil, lárgate. Haznos un favor a todos. Regreso al televisor. Fue penal, árbitro pendejo. Lo pienso, no lo digo. Voy al refrigerador y saco la tercera cerveza de la tarde. Ella no dice nada; basta su mirada de reojo mientras revisa el artículo del próximo número de la revista para saber lo que está pensando. Siento culpa mientras doy un sorbo. Ni siquiera sé por qué.

                Mientras un inepto tira desde fuera del área y manda el balón a la tribuna, yo miro a la mujer que quise ¿que quiero todavía? Ahora lo sé. No es tan buena como lo pensaba, tampoco tan mala como lo pienso. No es tan linda como la veía, no es tan horrible como me lo parece a veces. No es tan brillante como quise, no es tan estúpida como quiero. Vista desde arriba, entre la gente, se confunde con cualquiera.

                De pronto, parece que siente mi mirada. Sale del letargo de sus hojas y me observa. Ve al hombre sentado en el sillón con una cerveza en la mano que finge interesarse por veintidós paralíticos intentando patear un balón. Ya sé lo que está pensando. Me siento desnudo y viejo, me siento nada. Le sonrío con la más estúpida de mis sonrisas. La suya es compasiva, lastimera. La risa de Pablo nos despierta. El árbitro pita el final de un partido desastroso. Es hora de la cena.
                

viernes, 3 de mayo de 2013

Manual para echarse un pedo a discreción


Ser paria sin dinero no es tan malo. No hay que quedar bien con nadie, excepto con el estómago. Pero, ah, este mundo fatídico y cruel que nos inserta, en el día menos pensado, sin preguntarnos siquiera, en ese modo de vivir en el que hay que cambiarse diario los calzones, hablar sin improperios y tratar de respetar medianamente las costumbres de los otros. Aprender a ser moderadamente sociable sin demasiados gestos ajenos de repugnancia.

                Todo eso está muy bien. La consigna de “si no chingo, no me chingan” sirve de paliativo para soportar las filias y las fobias de los otros a cambio de que soporten las nuestras. La verdadera traducción de esto es: finjo que soporto las filias y las fobias de los otros a cambio de que finjan que soportan las nuestras. Pero hay cosas, señores míos, que  van más allá del deber social, que no dependen de uno, que salen de lo más recóndito de nuestro ser y son inevitables.

                En medio de la más social de las reuniones, la advertencia se vuelve amenaza, la amenaza en un acto terrorista. Reacomodos en la silla, cruce de piernas, descruce, recruce con pierna contraria. Sudor frío. Un ronroneo recorre el intestino delgado y pasa al grueso. Momento de apretar el culo. El ronroneo aumenta en sentido contrario. Lo peor ha pasado.

                ¡Ah, cuán iluso puede ser un ser humano!

                Lo que sigue ya no es un ronroneo, es un gruñido. La cabeza a la derecha, la cabeza a la izquierda, a discreción. Si logramos que el aire salga con suavidad, poco a poco, como un suspiro, podremos desentendernos del desenlace, encender un cigarro a toda prisa y soltar bocanadas desesperadas para distraer los olfatos quisquillosos que se miran unos a otros culpándose entre sí. Ella sería incapaz, él es un caballero, ¡aquél ha sido! Sí. Por supuesto. Los solteros siempre son así de irrespetuosos. Qué asco.

Nunca pensé que mi condición de casado sirviera para algo. Me sumo a las miradas inquisitivas que caen sobre el pobre diablo acusado al unísono y el tipo se escurre en su asiento, culpándose a sí mismo sin atreverse a negar que él haya sido. Ya se sabe. El primer síntoma de culpabilidad es la negación.

Feliz desenlace. Todo sigue su curso y el estómago queda en calma. Aquél sigue siendo un caballero, aquélla sigue siendo una dama. Y yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, aún miro con total desaprobación al pobre tipo que aún no deja de estar colorado. Y con las orejas calientes.

¡Cuán iluso puede ser un ser humano!

Porque, ¿cómo saber si el ronroneo intestinal no seguirá su curso y se convertirá en una feliz metralla de AK-47 saliendo impasible al exterior en el momento justo en que se hace un incómodo silencio y la risa de los comensales se corte en vilo ante la inminente procedencia del disparo?