viernes, 3 de mayo de 2013

Manual para echarse un pedo a discreción


Ser paria sin dinero no es tan malo. No hay que quedar bien con nadie, excepto con el estómago. Pero, ah, este mundo fatídico y cruel que nos inserta, en el día menos pensado, sin preguntarnos siquiera, en ese modo de vivir en el que hay que cambiarse diario los calzones, hablar sin improperios y tratar de respetar medianamente las costumbres de los otros. Aprender a ser moderadamente sociable sin demasiados gestos ajenos de repugnancia.

                Todo eso está muy bien. La consigna de “si no chingo, no me chingan” sirve de paliativo para soportar las filias y las fobias de los otros a cambio de que soporten las nuestras. La verdadera traducción de esto es: finjo que soporto las filias y las fobias de los otros a cambio de que finjan que soportan las nuestras. Pero hay cosas, señores míos, que  van más allá del deber social, que no dependen de uno, que salen de lo más recóndito de nuestro ser y son inevitables.

                En medio de la más social de las reuniones, la advertencia se vuelve amenaza, la amenaza en un acto terrorista. Reacomodos en la silla, cruce de piernas, descruce, recruce con pierna contraria. Sudor frío. Un ronroneo recorre el intestino delgado y pasa al grueso. Momento de apretar el culo. El ronroneo aumenta en sentido contrario. Lo peor ha pasado.

                ¡Ah, cuán iluso puede ser un ser humano!

                Lo que sigue ya no es un ronroneo, es un gruñido. La cabeza a la derecha, la cabeza a la izquierda, a discreción. Si logramos que el aire salga con suavidad, poco a poco, como un suspiro, podremos desentendernos del desenlace, encender un cigarro a toda prisa y soltar bocanadas desesperadas para distraer los olfatos quisquillosos que se miran unos a otros culpándose entre sí. Ella sería incapaz, él es un caballero, ¡aquél ha sido! Sí. Por supuesto. Los solteros siempre son así de irrespetuosos. Qué asco.

Nunca pensé que mi condición de casado sirviera para algo. Me sumo a las miradas inquisitivas que caen sobre el pobre diablo acusado al unísono y el tipo se escurre en su asiento, culpándose a sí mismo sin atreverse a negar que él haya sido. Ya se sabe. El primer síntoma de culpabilidad es la negación.

Feliz desenlace. Todo sigue su curso y el estómago queda en calma. Aquél sigue siendo un caballero, aquélla sigue siendo una dama. Y yo, que no soy ni lo uno ni lo otro, aún miro con total desaprobación al pobre tipo que aún no deja de estar colorado. Y con las orejas calientes.

¡Cuán iluso puede ser un ser humano!

Porque, ¿cómo saber si el ronroneo intestinal no seguirá su curso y se convertirá en una feliz metralla de AK-47 saliendo impasible al exterior en el momento justo en que se hace un incómodo silencio y la risa de los comensales se corte en vilo ante la inminente procedencia del disparo?

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