viernes, 8 de enero de 2010

Instrucciones para usar una bolsa de mujer

Todo lo que escribo generalmente es un plagio. Éste se lo debo al Mau que me ha iluminado y que, por fortuna, no escribe ni su nombre; así que, con mi nombre y en su nombre, voy de largo.

Huidizo como soy, y no afecto a prendas innecesarias, dos veces me he librado ya de la posible posibilidad, aunque improbable, de aquellas dos palabras que a la gente común le parecen contundentes ante un juez de lo civil: sí, acepto. Así que puedo andar por la vida sin mi aro de baño de oro en el anular izquierdo o, en su defecto, sin la marca indeleble de lo que el sol no ha logrado colorear del mismo tono.

Pero como soy el juez más severo de mí mismo, tengo que reconocer con humildad, con humillación casi, que soy tan huidizo como idiota.

Presunto sagaz del sortilegio, creí haber resuelto todos los traspiés que las doncellas cotidianas me iban poniendo al paso. A la habitual pregunta de "¿Qué somos? Porque mis amigas me preguntan y no sé qué contestarles", yo me adelanto un poco cuando la veo venir y les hago la misma pregunta antes de ser sorprendido in fraganti. Los resultados han sido notables. Las que mueven varias veces los ojitos en círculos son ellas, las que dicen "no estoy lista para algo más" son ellas también, las que te piden que no las llames al trabajo son las mismas que las anteriores. Si por alguna razón el paso no funcionaba, comenzaba el acoso. Llamadas a todas horas, correos interminables, ideas exóticas sobre una docena de hijos, escenarios sórdidos, la maravillosa resolución de que ellas trabajarán sólo en lo que uno se gana el premio nobel y a partir de ahí uno paga con creces, además de odio a las mascotas y a las fiestas familiares y demás artilugios.

Para los ojos entornados a la luz de las velas y un "te amo" que se suspira, supe decir, simplemente: gracias. O preguntar impasible: ¿Y cómo me amas? A lo que seguían más y más preguntas retóricas que rompían con la magia del momento.

Entre tanto, inocente y estúpido, creí salir impoluto de aquellos trances. No sabía, no quise saber, que detrás de lo que yo creía un éxito mío se escondía el más infame de los métodos de control conocidos a lo largo de la Historia.

Mi nueva conquista me dijo un día: acompáñame a comprarme una blusa. Yo, dócil, accedí. Recorrimos la tienda a diestra y siniestra y al fin, después de horas, decidió probarse un pedazo de tela insignificante. Antes de entrar al probador de chicas, me dijo con su más dulce sonrisa: sostén mi bolsa mientras tanto. Yo, dócil e ingenuo, accedí again. Miraba sin mirar unas telas de colores llamadas mascadas cuando el guía, qué digo guía, el gurú de mi destino se acercó a mí con sonrisa sospechosa. Ay, pobre de ti; nomás falta que te orinen para marcar el territorio, me dijo sin pudor alguno. Y entonces comprendí.

Como el collar ha pasado de moda, y además no es fácil de atar en algún sitio, se inventó la bolsa de mujer. Y entre más grande y más vistosa, mejor todavía. ¿Ha usted notado que, invariablemente, siempre termina cuidando una? ¿Es que en un probador de mujeres no hay percheros? ¿No es que van al baño a retocarse el maquillaje? Entonces ¿Por qué se la dejan justo en el centro de la mesa para que no se pierda? Por otro lado, para los 20 mugrosos pesos y el maquillaje chino que vienen dentro no tendríamos una pérdida considerable. Sí. Mi gurú me abrió los ojos y me hizo comprender que es un collar de sabueso al último grito del siglo XXI que contiene, indelebles, las mágicas palabras: Es mío, e idiota por añadidura. Y sí, nadie más se acerca. Nunca.

Miré a mi alrededor. Media docena de pelafustanes, todos con el hermoso accesorio, unos tomándolas de las correas, otros en el antebrazo, los peores al hombro. Sentí autocompasión, e infinita lástima. La próxima vez haré lo mismo con ella, pensé lleno de ira. Le pondré una corbata al cuello mientras yo trato de entrar a huevo en un pantalón talla 32. Imbécil y mil veces imbécil. Bastaron unos segundos para que la idea me abandonara por completo: Yo, con la puta bolsa, me veo hecho un mamarracho; ella, con una corbata al cuello, se ve deliciosamente sexy. Maldita sea, he sido derrotado. No fue difícil comprender el resto.

Ellas saben qué saldré corriendo al primer "qué somos". No es que me amen con locura: se quieren deshacer de mí. Todo es premeditado. El brillo en los ojos cuando dicen te amo no es lo que uno cree, es malicia pura, es triunfo absoluto. Y uno, estúpido-pendejo como es, se deja ir en la cruel vorágine del autoengaño.

Ella se prueba una blusa. Yo sostengo su bolsa a medio brazo mientras me pruebo a mi vez una pañalera azul cielo aceptando, sin aspavientos, el yugo opresor de mi fatuo destino: soy el principal accesorio de su próxima boda. Pero aún no lo sé y, aun después, no lo sabré todavía.