lunes, 20 de febrero de 2012

Cosas de niños


Soy un tipo con pocas certezas; hoy tengo una que no permite ninguna duda: Pablito no dejará de llorar jamás.

                Llora cuando tiene hambre, cuando tiene calor, cuando tiene frío, cuando se ha hecho del baño, cuando no se ha hecho, cuando esta triste y, comienzo a sospechar que también, cuando está contento, sólo para joderme. En fin.

                Veo a la minúscula cosa frente a mí que, para su desgracia, dicen que se parece a mí y no me atrevo a levantarlo. Temo  que se desarme en cualquier momento. Lo levanto y llora más todavía. Mi temor de desarme se hace realidad. Mariana no está. Pienso en llamar a mi madre que algo sabrá del asunto. Desisto. Ya me siento bastante imbécil como para que alguien me lo recuerde por teléfono. Lo paseo, le canto, le reviso el pañal. Nada. Busco en internet con Pablo entre los brazos. Los mismos pendejos consejos de siempre. Le susurro suavecito: qué te pasa, cómo puedo saberlo. El último grito es más fuerte que nunca y parece decirme: Pasa que estoy vivo, pedazo de imbécil.

                El niño llora porque está vivo, simplemente. Y eso no va a cambiar. Por primera vez, siento compasión por mi madre. Lo que habrá sufrido la pobre. Pienso en llamarla de nuevo, esta vez para pedirle perdón por haberla desvelado tanto. Tampoco me atrevo, después de todo, treinta años después, las disculpas servirían de muy poco. Trato de arrullarlo mientras paseo por la habitación; una ligera esperanza de que por fin cesen los llantos me dura pocos segundos, antes de que comiencen de nuevo con más fuerza. Esto es imposible. Y es apenas el principio.

                La historia se repetirá interminable. Llorará cuando se caiga, cuando no se caiga, cuando quiera un Jedi electrónico y no pueda comprárselo, cuando se lo compre y se le acaben las pilas, cuando repruebe matemáticas, cuando no repruebe, cuando la niña de trenzas largas no deje que se las jale porque se parece a mí (pobrecito), cuando no le preste el coche, cuando se lo preste y me hable asustado porque está en una celda con aliento etílico, cuando le reclame por no llegar hasta el día siguiente, cuando descubra que consume drogas, cuando intente comprenderlo y él crea que nadie lo consigue, cuando se entere que no puedo pagarle un viaje a Europa porque me paso la tarde tiradote en el sillón escribiendo pendejadas, cuando no sepa qué hacer el día que a su novia no le baja la regla, cuando descubra que es quasi imposible tener un trabajo que le pague todas la cuentas y que además le guste y cuando esté, como yo ahora, tratando de aminorar los llantos incesantes de su vástago primogénito y la exnovia, convertida en su mujer, le reclame su incompetencia.

                Si se parece a mí, como la gente dice, la pasará mal, yo no podré hacer nada y, claro, tampoco va a agradecérmelo. De héroe pasaré a viejo anticuado y gruñón que no sabe cumplirle todos los caprichos, me recriminará haberlo traído al mundo sin que él me lo pidiera y detestará, como es habitual, que, si los niños vienen de París, la cigüeña no haya preferido dejarlo allá definitivamente.

                Asumo mi culpa compartida y sigo arrullándolo y paseándolo por la habitación. Después de dos horas, he logrado dormirlo. La pequeña fiera ahora duerme plácidamente entre mis brazos. Una pequeña victoria. Por fin, un poco de calma. Una tregua antes que la batalla, perdida de antemano, comience de nuevo. Lo deposito con suavidad dentro de la cuna. Se inquieta; me asusta que despierte de nuevo. El teléfono suena insistente. Puta, puta, putísima madre. El llanto comienza otra vez. Mariana me anuncia que llegará tarde, una reunión de trabajo.  No digo nada. Al colgar, no sé si mi ira es porque Pablo no deja de llorar, porque ella llegará tarde, por haberme llamado justo ahora, por el oscuro fantasma del tal Armando rondando en mi cabeza o porque también quiero llorar y mi madre no está aquí para consolarme.

lunes, 13 de febrero de 2012

Prequincena


Faltan los dos días más largos de la historia. Dos eternos días para la pinchísima quincena y las cuentas ya no dan. Juntar la prequincena con el síndrome premenstrual es una combinación terrorífica. ¿Por qué las tarjetas de crédito tienen fecha de corte el 28 o el 14 de cada mes? Debe ser parte del complot para cobrar intereses sobre intereses y poner a trabajar a sus telefonistas con mensajes que van de la amable súplica a la amenaza implacable.

         Sería una escena dantesca ver el desfile de decenas de cajas de zapatos embargados mientras lágrimas negras, de rímel, escurren por las mejillas desconsoladas de Mariana y unos ojos de furia chispeante me recriminan mi irresponsabilidad financiera. Anoche, me faltaron argumentos para explicar que un niño de tres meses y medio no requería del gigantesco zoológico que le han traído los reyes magos y cuyo costo, más gigantesco todavía, viene incluido en el estado de cuenta de este mes, sumado al precio del nuevo par de zapatos para ella y la corbata que, amablemente, los presuntos reyes magos han tenido a bien obsequiarme, aunque se hayan olvidado de pagar la cuenta.

             En plena discusión, expresamente de asuntos financieros, salió la historia del whisky del domingo pasado y mi imperdonable mentira sobre el dolor de estómago. Discursos sobre mi inmadurez.

    Trato de no encabronarme. Ommm. Ommm. Escucha, Mariana, tenemos que resolver el pago de la tarjeta… ¡Claro! Tú te quedas tiradote en el sillón escribiendo pendejadas y no eres capaz de pagar los juguetes de tu hijo. Así que, ahora, es “mi hijo”. Último ommm.

             En algún momento, entre la inmadurez y “mi hijo”, el tal Armando invadió el resto de la disputa. Reconozco que no venía al caso, como tampoco venía al caso el discurso de inmadurez, confirmado además por lo que ocurrió luego, pero, entre “tiradote en el sillón escribiendo pendejadas” y “hola, que tengas un buen domingo”, se estableció un oscuro vínculo.

                En qué momento pasé de marido tirado en el sillón escribiendo pendejadas a marido despechado y de ahí a espía y mentiroso, no lo sé. El veredicto estaba dado: yo había comenzado la discusión sobre la tarjeta buscando un pretexto para el reclamo (es en vano notificar que fue ella quien inauguró la arenga) después de husmear, desde quién sabe cuándo, su celular, su computadora y el cajón de sus cosas personales. De inmaduro me convertí en inseguro y paranoico. Discursos sobre la confianza, el machismo y el no soporto las mentiras llenaron el resto del monólogo. Nos fuimos a dormir, ella en su lado de la cama y yo en el mío. Aún me sigue gustando su espalda.

                Hoy me he sentido culpable, aunque no sé bien por qué. Por supuesto, no arreglamos lo de la tarjeta, habrá que sumar el cargo por pago tardío. Sigo sin saber quién es el tal Armando, pero tengo más sospechas que nunca. El discurso sobre la defensa de la privacidad me sigue sabiendo pésimo. Mamarracho, como soy, le mandé un mensaje hace un momento: perdón por lo de anoche, todo se arreglará, a pesar de nuestras diferencias. Además de mamarracho, cursi.

                Vuelvo a ver el celular por tercera vez. No hay respuesta. Estará ocupada. Tal vez más tarde. Me falta una docena de reportes para hoy. Hora de comida. El elefante del zoológico está extraviado. Sobre mi corbata seminueva, ha caído una enorme gota de café en algún momento de la mañana. Una verdadera lástima. Hoy no estoy seguro si de verdad me sigue gustando su espalda. Única certeza: quisiera estar tiradote en el sillón escribiendo pendejadas.

lunes, 6 de febrero de 2012

Pablito clavó un clavito


Por fin pude zafarme de la comida del domingo. Ahora fui yo quien inventé un inexistente dolor de estómago y Mariana quiso creerme. Haré una lista de pretextos en caso de emergencia. Se llevó a Pablito, quien nació por clavar un clavito, y me sirvo un whisky, que no pruebo desde hace meses, mientras trato de recuperar mi fracasada carrera literaria a hurtadillas, como una suerte de infidelidad, la única que tendré por ahora. Tuve la tentación de llamar a algunos amigos, pero sospeché que ellos si han ido a su respectiva comida familiar; además, seriamos fácilmente descubiertos.

Empiezo a creer que a Mariana le caga que escriba. No lo dice, aunque hay múltiples sabotajes cotidianos. Sacar la basura o ir al super suele ser más importante. Después de ocho años, yo cambié, ella cambió; ninguno de los dos para donde el otro quiso. Atrás han quedado las ilusiones, asesinadas por la cruda realidad. Después de siete años, Mariana, mi exnovia, se convirtió en mi mujer. Hace tres meses, o hace doce, según quiera verse, Pablito llegó para quedarse. Touché a la primera.

Conocí a Mariana en la caravana zapatista, antes de que Marcos le pareciera un payasito con pipa. Fue panfleto a primera vista. Coincidimos debajo de una carpa improvisada para repartir propaganda y reunir firmas, ya no me acuerdo para qué. Ella estudiaba Ciencias Políticas en la UNAM y yo terminaba Economía en la Buapachosa. Perfecta combinación. Cómo imaginar que las botas mineras se convertirían en docenas de zapatillas del Palacio de Hierro a meses sin intereses y pagadas con mi tarjeta, naturalmente.

En aquel tiempo, yo quería ser escritor y ella trabajar en ONGS a favor de los indígenas, los migrantes, las ballenas y cualquier especie en peligro de exterminio. Hoy, hago reportes contables de nueve a cinco y ella es editora de una revista que oculta cada vez menos quién la subsidia. Ninguno de los dos creía en el matrimonio, pero la familia, los amigos y las presiones sociales suelen ser muy persistentes. Dije que sí para no decir que no. Mamá está encantada de verme sentar cabeza.

Mariana dice que me quiere, aunque hace todo lo posible por demostrarme lo contrario. Supongo que yo hago lo mismo. Ocho años son muchos años. Visto a la distancia, nada queda de aquellos días. Dicen que el amor cambia, que toma otra forma, que hay que buscar motivos nuevos. Tengo grandísimas dudas al respecto. La nueva secretaria de medias negras suele alegrarme con una sonrisa alentadora los días de mejor manera. Algunas fantasías.

Más por accidente que por curiosidad, esta mañana descubrí un mensaje en el celular de Mariana. No sabía de la existencia de ningún Armando. Por costumbre, que no por interés, conozco a todos sus amigos. Armando no era ninguno de ellos. No soy paranoico y es mejor no pensar en esas cosas. Los deseos de buen domingo son deseos de buen domingo y nada más ¿o no?

Qué delicia es escuchar el tinteneante sonar de los hielos antes de que el líquido pase por mi boca y escurra por mi garganta. Me queda un par de horas antes de que vuelvan, antes de gastarme otro pretexto para justificar mi aliento, antes de tener que volver a fingir que es un domingo igual a cualquier otro. Rezo porque Pablo ya venga dormido.

jueves, 2 de febrero de 2012

Monstruos literarios


Siempre supe que publicar un libro era quasi imposible. Me lo dijeron en las clases de literatura, mis amigos escritores con su engargolado bajo el brazo, los escritores que no eran mis amigos con 3 libros publicados y uno que otro gerente de la Volkswagen.
   
            Me lo he repetido desde hace diez o quince años como un ritual cada que tengo un artículo de dos párrafos y no sé dónde publicarlo, a las tres de la mañana después de varias docenas de cerveza y en las terribilísimas noches de insomnio en que Morpheus no tiene piedad de mí.

             Lo que ninguno de ellos me dijo nunca es que, si publicar era quasi imposible, escribir era imposible del todo.

              El drama más conocido es la página en blanco. Esa historia que te rondó en la cabeza durante todo el día y que, a la hora de sentarte a escribirla, desaparece como ha llegado. Por dónde empezar, por dónde seguir, cómo carajo terminarla. El drama más largo es sortear la página en blanco, escribir y descubrir, después de varias páginas, que ni una sola del cúmulo de frases vale el papel en el que aún no está escrito. Word ha salvado a millares de árboles por fortuna.

            El tercer drama en mi lista es el que he clasificado como el Síndrome del Messi Anónimo. En el mundo hay muchos Messis que desbordan talento a raudales, que tocan el balón como los dioses, que meten goles de bandera cada vez que tocan el balón y se llevan a medio equipo contrario en un solo quiebre de cadera para dejar la pelota acariciando la red como con la mano. Todo esto ocurre de lunes a sábado en los entrenamientos, pero el domingo, con el estadio repleto, enfrente del equipo rival, jugando de visitante, el balón se convierte en una sandía ovoide que no alcanzo a golpear con mínima decencia. Ese es el tránsito que hay que pasar entre un blog y un libro. El blog es el entrenamiento, el libro es el Bernabeu. Y sólo queda comer banca eternamente, mientras se adivina que pasaremos a la lista de transferibles.

          Pero eso no es nada. Esos son inventos de la cabeza perfectamente superables en tanto se comprenda que lo peor que puede pasar es lo que ya está pasando: que no pase nada. Y un día la página ya no está en blanco ni parece tan mierda y el gol de bandera llega en la final de la champions en el minuto 90 contra el Real Madrid.

           La realidad es más cruel que cualquier trauma. Lo que hace imposible no publicar, sino siquiera escribir, es el terrible lastre de la vida diaria. Mi mujer preguntando cada día si no me he cansado de perder el tiempo, mi hijo de tres meses llorando porque no come letras, el gerente del departamento de contabilidad que requiere reportes antes de las cinco, el maldito cansancio de los 33 años que sólo me pide dormir sin sueños intermedios.

              Ya es febrero y ésta es mi primera nota del año. Lo cual significa que ya no hay partido el domingo porque he faltado a todos los entrenamientos. Desde la cocina, mi mujer grita que se ha terminado la leche. El niño llora, grita, como diciendo: ¡a ver a qué horas, hijo de puta! Si hay faltas de ortografía, doy disculpas. Si hay errores de redacción, también. No tengo tiempo para detenerme en correcciones. No habrá más novela que la que me cuento cada día entre berridos. Mi mujer ha salido de la cocina para repetirme los gritos en la cara. Una lluvia de saliva furibunda me despierta.