jueves, 25 de julio de 2013

Manual para superar el divorcio


Lugar común necesario: ya lo pasado, pasado. Ensayo en varios idiomas: Past is past. Le passé est passé. Lo pasato è pasato. Preteritum, preteritum est. Sí. Lo reconozco, ejercicio en suma fantoche, pero, después de un fracaso decalógico de estas proporciones, lo menos que me queda es la reivindicación de mis virtudes y la justificación de mis defectos. Todo sea por convencerme de que, en efecto, lo pasado, pasado es y la vida continúa casi como una suerte de reivindicación liberadora.

                Me hundo en el trabajo hasta el fondo. Trabajo sin cesar durante días. El reporte mensual, por misteriosas causas, toma una importancia vital y trascendente. Yo soy yo, me digo, la vida está ahí, esperando que la tome. En respuesta a mi frase pendeja de superación personal, digna de Miguel Ángel Cornejo, lo único que espera es el reporte que no acaba de cuadrar por ningún lado.

                Mi jefe, un chico afortunado, cinco años menor que yo, acaba de conseguir el trabajo de su vida. Está lleno de ilusiones; éstas son proporcionalmente inversas a las mías. Cuando me conoció y supo que era economista, las ilusiones, que de por sí tenía, aumentaron al doble; cuando le entregué los primeros resultados, tuvo una epifanía tal que casi se hinca enfrente y me la chupa. Comencé a creer que era bisexual (sabía ya que era recién casado, cosa que ya nos distanciaba de modo considerable). Por fortuna, sólo fue una falsa alarma provocada por mi encanto natural para engatusar gente.

                Le costó un par de meses enterarse. Mis infinitos talentos se habían ido a la mierda hacía años. No hacía lo suficiente, apenas lo mínimo necesario y, entre la reivindicación de la empresa privada y privarme de la empresa prefería, como la obviedad denuncia, lo segundo.

Sus ilusiones me enternecen. Si exploto mis capacidades, me ha prometido un ascenso y un viaje de capacitación a Nueva York por un mes. Pobre. No sabe, no puede saberlo todavía, que la empresa, al único que manda a capacitarse a Nueva York y a Paris y a Roma es al dueño mismo y a su parentela. Por lo que a mí respecta, Nueva York viene a ser una gran manzana putrefacta por el gusano de la indiferencia. Pero le digo que sí, que claro, que desde luego, nomás por no dejar, nomás por azuzarlo, nomás porque quiero ver su cara de aflicción cuando tenga que decirme que este mes no se lo han autorizado, pero que el próximo seguro y que el ascenso, nada más que reacomoden, nada más que se reestructure el departamento, nada más que se jubile Don Fulanito. Y Don Fulanito vaya que se jubilará algún día. Lo que él no sabe, y en el fondo yo tampoco, es que Don  Fulanito seré yo algún día, mucho antes de que el ascenso aparezca en el horizonte. Si sigue tan ansioso, prometedor y animado, lo van a correr muy seguramente. No hay lugar para animosidades en este lugar. Ah, pero eso sí, ya soy libre, qué chingaos.

En un acto de valentía, miro con descaro las piernas de la secretaria. Ora sí no se me escapa. Total, ella sola, yo solo, la casa (de mi madre) sola. Me repito mi cornejez: ya lo pasado pasado, tratando de olvidar la marca güera que el sol aún no ha logrado borrar de mi anular. Y al pensarlo, el cristal de la ventana me devuelve mi flácida silueta, mi barba de diez días, mi traje recién comprado, hace apenas cuatro años, con motas de café y tallones de cigarro y me doy cuenta de lo ya sabido y nunca confesado: que, en efecto, lo pasado, pasado; aunque el pasado sea yo.

Me hundo en mi escritorio. El jefe, me manda a llamar, esta vez sin ilusiones. Me avergüenzo y desvío la mirada del puesto de la secretaria. El jefe me dice que me nota distante, sin compromiso. Yo me sonrío. Le digo que sí, que no se preocupe. Pobre. Tendrá que aprender a sobrevivir con eso. Y yo también. 

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