miércoles, 17 de junio de 2015

Manual para titularse de HUEBÓN.

Vanidoso y cretino como soy, esta es una elegía a mis títulos y certificados nobiliarios. Con reconocimiento Cum Laude, soy, desde ahora, un flamante Doctor en Tramitología por la Honorable Universidad de Estudios Burocráticos Ordinarios Nacionales, mejor conocida como HUEBÓN.

                A mis casi 37 años, he pasado por múltiples etapas académicas, un sinnúmero de devaneos teóricos e incontables críticas hacia mi postura filosófica y vivencial. En los albores de mi carrera, fui la joven promesa de quien se esperaba lo inesperado; años después, se me reconoció como la esperada decepción general del desespero.

Y, aunque algunos todavía, por ilusos o por simple afecto (lo cual resulta en pleonasmo), esperan esa novela que he prometido hace diez años, ese estudio que revele la verdad más verdadera de todas las verdades, ese estilo de vida que demuestre que es posible escapar de los fatídicos tentáculos de la monarquía social de la que somos todos súbditos no emancipados ni emancipables, la razón la sigue teniendo la mayoría, nomás por puritita probabilidad.

            De chico promesa, pasé a ser raro; de raro a inadaptado; de inadaptado a pobrecillo. Todos escalaban puestos, obtenían títulos, conseguían unos buenos genes para la reproducción o se instalaban en el escenario del reconocimiento general de los que saben pagar hipotecas y escoger regalos de boda y diferenciar el cabernet del tempranillo. Y, a pesar de ello, aún seguía apareciendo como esa clase de tipos que algo saben, aunque nadie sepa qué.    

             Pero la gloria nunca dura para siempre y mis saberes, cualesquiera que estos fueran, quedaron obnubilados por la ausencia de títulos colgados en mi pared. Los licenciados, maestros y doctores, en cuya mesa me sentaba, tenían más verdades por decir que un pobre diablo con carrera trunca y talentos sin cumplir. En algún momento, yo mismo llegué a creer, muy absurdamente, que sus ostentosos títulos de veras les daban cierta potestad para opinar levantando la voz con autoridad y acallar la mía. Esto sin contar con las honoríficas menciones de otros doctos más doctos que ellos mismos y a los cuales no se podía ni mirar a los ojos.

                Por curiosidad y, sobre todo, por ocho mil pesos mensuales, me uní a la legión de los que obtienen el derecho de opinar sobre las cosas trascendentes de este mundo. Mi paso de la esperanza a la expectativa, de la expectativa a la extrañeza, de la extrañeza a la decepción, duró menos de tres meses. En menos de tres meses comprobé lo que ya me sospecha, pero, por desconocimiento de causa, no podía afirmar con certeza: las academias son sólo los templos de la veneración de la ignorancia especializada. Eso sí, con palabras rimbombantes y muchos nombres qué citar en las reuniones. Basta con cambiar la articulación de una frase para que dé resultado. No diga: “yo creo que…”. Es preciso comenzar con algo como: “el posestructuralismo postula que…”. Y, para no enardecer a las turbas doctorales, por ningún motivo se atreva a rechistar: “¿y qué postula usted, oh, gran sabio sabedor?”. Porque obtendremos una mirada furibunda y una enardecida respuesta para ocultar la turbación que causa darse por descubierto ante la falta de argumentos propios. Hay que asentir simplemente y sonreír con beatitud mientras un pobrecillo de carrera trunca, que sí lee cada libro de su biblioteca no expuesta al público, piensa cosas como: “Yo opino que Marx y Foucault y Derrida son gente seria, pero que usted está bien, pero bien, pero si bien pendejo, estimado doctor”.

                Pero ya soy uno de ellos. Con mi flamante título de Doctor en Tramitología, avalado por HUEBÓN, he recuperado mis credenciales y mis saberes en un tris-tras. Llenando infinidad de formatos, tramitando un papel que me dé derecho al otro papel, que a su vez permita tramitar el siguiente, y así ad infinitum, pagados todos los derechos para tales efectos y aprendiendo cómo resolver el entramado meollo de obtener el documento uno que requiere del dos, que a su vez requiere del uno, otra vez he vuelto a ser uno de esos que sabe mucho, aunque nadie sepa qué.

                Con mi inmenso pedazo de papel Marina Conchiglia de 175 gramos, tamaño DIN-A3 (a que me leo muy doctor con tantas especificaciones técnicas, ¿no?), lo cual, para pobrecillos mortales, significa que no cabe en ninguna mochila de tan pinchísimo grande que es, como si el tamaño del papel fuera directamente proporcional a cuánto se puede uno parar el culo con semejante mamotreto, me voy directo a un lugar a que me lo enmarquen para presumirlo en la sala de mi casa. En la foto, ya no me veo como el pinche feo que he sido, sino como el chingón doctor que soy a partir de ahora.

                Desde hoy, mi hora de trabajo, mejor conocida en el argot como hora-clase, vale más que la hora de trabajo del señor que sube ladrillos sin descanso de 9 a 6, cada día y de lunes a sábado, hasta el piso 32 y de regreso. De HUEBÓN he recibido ya una oferta de trabajo por mis méritos académicos. De HUEBÓN saldrá mi posdoctorado y de HUEBÓN saldrán mis ingresos de los próximos 30 años. Ya tengo derecho de opinar otra vez. Ya valen otra vez los libros que he leído. Ya me llaman otra vez a las reuniones del cabernet y el tempranillo y ya puedo decir pendejadas de nuevo, a diestra y siniestra, y ver como asienten con la cabeza varias veces. Ya puedo decir, no sin poco orgullo y a mucha honra, sin que nadie haga otra cosa que venerarme por ello: Señoras y señores, ignorantes e ignorados, inemancipables e inemancipados: soy HUEBÓN; escúchenme, postrados.


No hay comentarios:

Publicar un comentario