En mi primer taller literario,
aprendí lo que, hasta hoy, es uno de los ejes, no sólo de mi literatura, sino
de mi forma de asimilar el mundo: la diferencia entre verdadero y verosímil. La
literatura no es verdad, pero exige ser verosímil; si no, mejor dedicarse a
otra cosa. Me ha llevado años entender que eso, no sólo aplica a la literatura,
sino a casi (¿o sin el casi?) todos los ámbitos de la vida.
Soy un mentiroso profesional o, para ser
sincero, un mentiroso que se profesionaliza cada día. Sépanlo de una vez: los
escritores son bípedos parlantes que viven de decir mentiras. Hay unos que lo
hacen bien, otros que lo hacen mal; hasta hay algunos que logran publicarlas.
Primero,
comencé a decirlas; luego, empecé a garabatearlas. Las mentiras, como los
pecados, pueden ser de palabra, de obra y de omisión. Se hace tan a menudo que,
de ahí la muy conocida confusión en mi cabeza: ya no sé si lo viví, lo soñé, lo
leí, lo escribí o me lo contaron. He llegado al absurdo de contárselo a quien
me lo contó. Cuando ya no se sabe lo que es y lo que no, la verosimilitud está
completa. El juego consiste en mentir y ser mentido, en creer y ser creído.
Me
mintieron un dios y yo lo mentí a su vez; al punto de ser ministro de tal
mentira. Un día, su verosimilitud se desvaneció como se desvanece una oblea
envinada entre paladar y saliva. Luego, vino el tiempo de las revoluciones, de
los discursos enardecidos, de disparar comunicados. Se me acabó la tinta y una
pulmonía me dejó sin voz. Para cuando me había recuperado, me desperté sentado
en un escritorio tratando de cuadrar haberes con deberes a cambio de algo tan
mínimo como un salario que, por aquel entonces, me alcanzaba para mis primeras
cervezas pagadas por mi deber y consumidas por mi haber. Al descubrir mi
adicción por el whisky, ya no había punto de retorno. Con eso del amor, no sé
quién mintió primero, si yo o ellas; de lo que estoy seguro es que así descubrí
mi afición por las mentiras creíbles; tan creíbles que parezcan increíbles.
He
creído y descreído tantas veces que la espera del siguiente descreimiento ya
funge como acto de fe. Y, lo que es más increíble, aún hay gente que cree en
mí, lo cual no sé si me enternece o me avergüenza. O ambas. El hecho demuestra
que no soy el único que gusta de creer en pendejadas. En el fondo, a lo mejor
creen en mí como yo creo en dios y, entonces, debo de empezar a deprimirme,
cosa que, como se sabe, no requiere de pretextos.
Me
gustan las mentiras; decirlas, por eso escribo; que me las digan, por eso leo.
He dejado de creer en tantas cosas que lo único en lo que me resisto a dejar de
creer es en las mentiras. La verdad es una mentira inverosímil; prefiero las
mentiras francas, elaboradas, sólidas, sinceras.
Llevo
varios meses escribiendo un documento de mentiras, de mentiras inverosímiles. Ya
no lo soporto. Nada hay en mis palabras que represente un atisbo de
credibilidad. Engañar así, lo detesto. Es abominable. Sigo prefiriendo la
literatura que francamente me engaña desde la primera frase y no deja de
hacerlo, sin pudor, hasta el final. Ahora el cine comienza a seducirme. Alguna
noche, todavía, disfruto mentir a besos y falsear caricias. Aún escribo. Aún creo
en este fascinante arte de mentir. A punto estoy de soñar la siguiente mentira.
A su salud, mentirosos y engañados.
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