Yo creo que, al principio, me gustaban los uniformes. A los
seis años, habrá sido mi padre, se me inscribió en un grupo militar infantil
que me enseñó a adorar a un dios de tela tricolor mientras se le cantaba un
himno fascista y tropical con la mano horizontal en el pecho y un dedo pulgar
que nunca encontró su sitio.
Me gustaba ese uniforme gris Oxford
con gorra de cuartel y botas militares en las que se metía el pantalón por
debajo de ellas. Pero lo que más deseaba, y nunca obtuve, fue una hermosa daga,
con un águila de dos cabezas en la empuñadura, que me
hacía soñar con una insulsa gallardía. Todo aquello terminó cuando mi cartilla
militar declaró una de las primeras inutilidades a las que luego se sumarían
centenas. A causa de la medio pendejez de mi hemisferio derecho, quedé
sentenciado en letras de imprenta que ya se han borrado del papel en que fueron
escritas: inútil a la patria.
Años después, volví a intentarlo,
pero en el bando contrario y con una capucha como uniforme, hasta que se
confirmó fácticamente el veredicto de la primera vez: soy un cobarde inútil a
la patria.
Luego quise ser cura. Me he
tratado de convencer que también me gustaba el uniforme, aunque, francamente,
ya no me acuerdo. Creo que nada más era por aquello de ser educado en una de
esas escuelas católicas, apostólicas y romanas que trataban de conseguir
incautos para sus ministerios y porque a mi madre, que había ya recibido su
segunda decepción filial por negarme rotundamente a ser torero (soy demasiado
cobarde para pararme enfrente de un animal que pesa diez veces más que yo), le
brillaban los ojitos de ilusión. Cuando conocí a aquella chica, que provocó
desde entonces mi afición por las piernas lindas, no fue necesario que se
escribiera en ningún papel la inutilidad que yo mismo decreté a partir de
entonces: inútil al celibato.
De cualquier manera, si aquellos
muchachos hubieran comprendido lo que 20 años después lograría el conacyt, me
hubieran ofrecido una suculenta beca, que incluyera dejar de vivir en aquella
casa sin ventanas, y tal vez ahora escribiría epístolas en lugar de tesis y
daría sermones en vez de artículos rebuscados. De todos modos, parece que mi
destino es terminar en los seminarios.
Por fortuna, la chica de las
lindas piernas me hizo dos favores: aparecer y, luego, simplemente, desaparecer
como había llegado. Lo cual evitó la segunda pendejada y alargó la posibilidad
de la tercera.
Como ya no doy la edad para la
primera ni la moral para la segunda, me he salvado de esas dos y sólo me queda
la tercera con terror.
Me preocupa.
El primer conato de peligro se
llamó Adriana; el segundo, Yazmine; del tercero no quiero acordarme. Las tres
lo intentaron, las tres casi me convencen, las tres, al final, decretaron el
consabido veredicto, esta vez sin complemento indirecto: inútil; a secas.
A mis párvulas casi treinta y
ocho primaveras, sería absurdo cantar victoria. Si llega un día de estos una
más astuta que las otras tres, no necesitará darme una beca; bastará con
quitármela hasta el último centavo. Y cualquier intento de resistencia, ya se
sabe, será inútil.
Cansado de los veredictos ajenos,
me he autodecretado otra más de mis inutilidades, aunque sea inútil sobrevivir
a ella: inútil a la vida asalariada.
Para hacerla efectiva, en vez de
estar escribiendo blogs, debería estar redactando mi carta de renuncia.
Pero es tarde. “Hace frío en el
scriptorium, me duele el pulgar. Dejo este texto, no se para quién, este texto
que ya no sé de qué habla: stat rosa
pristina nomine, nomina nuda tenemus”.
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