He vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde pasé
el siglo largo de mi adolescencia. Qué diría Freud de todo esto. Tal vez una
regresión infantil o un crimen no perpetrado hacia mi padre o puritita
nostalgia.
He vuelto a pensar en aquella
casa sin ventanas, donde me bebí a Victor Hugo, a Dumas y a Saavedra antes de
que la luz de una vela terminara porque, en aquella casa sin ventanas, también
la luz eléctrica estaba ausente.
Nadie nunca
fue a aquella casa sin ventanas. Me daba vergüenza. Ni amigos indiscretos ni tampoco
aquella chica de ojos claros a quien nunca invité a salir por falta de huevos;
por falta de huevos para el desayuno y dinero para comprarlos e invitarla a
tomar un helado.
He
vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas, donde viví con mi hermana media
docena de veranos, ocultándonos los dos de fiestas infantiles a las que nunca
fuimos por no poder llevar regalos (y quizás también por no querer llevarlos).
He
vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas donde, en vez de piscina, era
necesario llenar una cisterna cada tanto porque, en aquella casa sin ventanas,
tampoco había agua potable ni agua caliente ni regadera.
Muchos
años después, la nueva casa tuvo ventanas y cortinas y una regadera a la que,
desde entonces, me he vuelto un adicto con un gusto muy condenado. Y hubo luz
eléctrica y televisión y, como un milagro, incluso mi primera computadora donde
empecé a intentar escritos como éste que luego perdería en un típico desastre
de discos duros traicioneros. Me hundí en una profunda depresión que me condujo
a recorrer Europa con mi tragedia a cuestas porque, para entonces, también
tenía dinero para gastar en esas cosas y comprar helados a chicas de ojos
oscuros y miopes que cotizaban en euros.
Y, de
regreso, conseguí cuentas de banco y nóminas y depósitos de tres y hasta cuatro
ceros por algunas temporadas y otros viajes y otros sueños y otras varias
mentiras.
Hoy
hablo de consumo, de inversión, de gasto, de importaciones; planeo vacaciones
de verano y renuevo pasaportes, recibo regalías temporales por proyectos a
futuro y me ofrecen contratos de esclavitud a largo plazo que evito aceptar a
toda costa. También eso me avergüenza.
Hace
tiempo, un amigo habló de mi progreso, de mi ascenso social, de la suma de mis
logros. Le dije que sí, que claro, que qué bueno. Pero no. No me sentí
contento.
He
vuelto a pensar en aquella casa sin ventanas porque me pregunto si estaré
dispuesto a volver ahí, lanzar al fuego este manual para sobrevivir en la clase
media y recomenzar.
Confieso, con cierto orgullo, que
pensar en aquella casa sin ventanas ya no me produce vergüenza. Quizás, después
de todo, escribir este manual de supervivencia haya servido para algo.
Muy bonita historia, sin duda recuerdas esa casa sin ventanas porque ha sido donde pasaste tu infancia y esas cosas de la infancia nunca se olvidan.
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