viernes, 24 de junio de 2011

Vida larga

Un día, teniendo que llenar una forma para pagar impuestos, de esas que te piden hasta tu talla de calzones y el tamaño aproximado de tu pene, cuando tuve que escribir mi edad y mi fecha de nacimiento, me di cuenta: hacía 13 días que tenía un año más de vida y apenas me daba por enterado. No hubo felicitaciones y, por tanto, no hubo móvil para el recuerdo. Haciendo memoria, creo que ese día fue uno en que me atrapó la lluvia a la mitad de la calle y entré escurriendo al cine dejando el asiento con sospechosas muestras de incontinencia.

                Me suele ocurrir a menudo (el olvido, no la incontinencia), hasta que algún viejo conocido me llama para felicitarme (aunque no exista motivo serio de felicidad) y desearme una larga vida, lo cual agradezco con gentil sonrisa mientras pienso que ojalá la boca se le haga chicharrón.

                Nunca he sido afecto a los festejos y en mi cabeza no deambula jamás la ilusión por el próximo cumpleaños. Si el mío lo olvido, soy incapaz de recordar los ajenos. Sé algunas fechas, pero, justo el día, no las tengo presentes, lo cual me ha llenado de innumerables reclamos a los que me he acostumbrado a no prestar atención ni sentir culpa alguna. El único cumpleaños que he recordado anualmente,  ya no recuerdo por qué ni hago saber que lo recuerdo a el/la interesado. Está bien, está bien, es la, no hay forma de ocultarlo, es de esas cosas que hasta por omisión se han vuelto costumbre.

                Veo, de pasada, los festejos de los otros, las manías que se incrementan, las fobias que permanecen, los errores que se acumulan, las quejas que se van sumando, los achaques que se van volviendo parte de la vida y las crisis que se repiten cada tanto y de las cuales no comprendo nada, puesto que, desde los 15, no he vuelto a tener otra; con esa misma me he mantenido desde entonces.  He visto nacer ilusiones y derrumbarse casi todos los proyectos, me han mojado el hombro 200 veces y he regresado con varios gramos de mocos, lágrimas y saliva sobre la camisa docenas más. He asistido a más bodas de las que me he dado permiso y es preciso cambiaren whisky por globos y confeti cada tanto. Lo que uno tiene que soporta a causa de los amigos. Y, sin embargo, así es como se van quedando, así es como se van haciendo.

                Si yo fuera el mejor de los amigos, crucificaba al de este cumpleaños, para evitarle el próximo fracaso y el próximo achaque; para mantener limpia de mocos mi camisa por la crisis 33.5 que se avecina; para ver si resucita o, de perdis, para fundar alguna religión que nos saque de pobres a los que nos quedamos, con su mujer como principal beneficiaria; para que se muera y evitarle el riesgo de que dejen de quererlo; para que ya no pueda desilusionarse cuando descubra que todo lo que he escrito, y que me aplaude sin cesar todavía, se lo he plagiado sin piedad tantito a Borges, tantito a Kafka, tantote a Cortázar y muy últimamente a Bolaño, a Auster y a Kundera. 

            Pero, como ni soy el mejor, ni quiero serlo, me declaro del todo egoísta y vengativo.

Habrá que desearle larga vida, nomás para que vea lo que se siente. Para que tenga que soportarme él a mí con mis próximos fracasos y frunza el ceño más veces mientras intenta adivinar si me estoy riendo de él o de mí o de ambos y trata de comprender el trauma que ha sido la causa de mi pinche risa. Para que tenga a quién escupirle a la cara cuando, de nuevo, una ilustre señorita cocine mi corazón al horno y los corte en rodajas alrededor de un plato para una muestra de cocina internacional y alguien pueda venir a decirme por segunda vez que tenía que vivirlo por primera vez. Porque no quiero ser el único con derrame cerebral cuando la vigésima taza de café cumpla su promesa y, sobre todo, porque, con derrame o sin él, es mejor cuando la vigésima taza es culpa de una conversación de 4 horas y no soy el único responsable de que el cenicero se desborde y haya testimonio de la frase pendeja que se me escapó de improviso. Aunque por fin se atreva a leer a Joyce y ya no pueda sorprenderlo cuando intente citarlo. Aunque me haga ir otra vez a un bautizo. Aunque me aconseje pensar en mi madre antes de hacer lo que ya no voy a hacer. Aunque me eche en cara mi perpetuo autosabotaje y la vieja historia con mi padre. Aunque el muy hijo de puta me quite por fin el último pretexto que tenía para terminar un libro y me manda a la gris caverna de las editoriales y me obligue a publicarlo, nomás para llevarme la contraria. Aunque insista en dejarse manchar a su vez la camisa y, a pesar de mi puñetera vergüenza, vuelva a aparecer el siguiente jueves como si nada para obligarme a escribir otras 2 páginas de corrido y embarrarme en la cara que terminar algo no es tan imposible y horrorizarme al comprender que, a fuerza de costumbre, a fuerza de contagio, uno también se está volviendo tan cursi como para volver a creer en algo y hasta para creer que no es tan imposible que no dejen de quererlo.

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