martes, 14 de junio de 2011

Instrucciones para dejar de escribir. Primeros pasos...

Cada vez que escribía una carta de amor deslumbraba a chavitas quinceañeras babotas que me querían querer. Eso me patrocinaba besos menos pudendos y fajes con más tentáculos, además de la muy esperada (todo sea por la egoteca) frase admirativa, en la que me confesaban, a veces hasta con lágrimas en los ojos, que nunca nadie les había escrito nada tan bello, que aquellas palabras las habían transportado al país de las maravillas, ese país en el que ellas jugaban a ser princesas y a mí me asignaban el nada aburrido rol de príncipe azul que las rescataba del gran dragón del tedio en el que se habían transformado sus vidas. De vez en cuando más de una noche de sexo y muchas - muchas - chaquetas. Por supuesto que al cabo de un rato, la-novia-en-turno empezaba a darse cuenta que el sexo era malo, que la palabrería agotaba y que las cartas no pagaban las salidas al café ni las entradas del antro. Entonces ellas encontraban (como por arte de magia) otro príncipe azul que las rescataba del tedio de una relación tan-llena-de-amor-tan-puro, las montaban en su corcel (azul plateado) y las llevaban a Ixtapa, Acapulco, Tepoztlan, o San Miguel. Donde las cartas de amor se transformaban en billetes verdes que sí costeaban las cuentas y hasta alcanzaban para pagar un buen orgasmo (o cinco o seis dependiendo de la dádiva)
Mi corazón roto y desubicado pronto se derretía en una serie de cartas llenas de dolor y reclamos refritos que ellas y el hijo de su puta madre (léase: nuevo príncipe azul) relegaban a sus propias egotecas.
Pero siempre venía otra y luego otra y luego otra que me leían y mantenían mis ideas grandilocuentes, petulantes y egocéntricas. Y aunque el sexo siempre se venía abajo, la egoteca se llenaba y no había poder humano que me hiciera cambiar de estrategia.
Pero no hay mal que dure cien años ni pendejo que lo escriba. La maldita madurez me vino a enseñar que mi egoteca estaba llena de amores gastados y ganas de ser queridas. No de grandes frases y ni buenas letras. Ni siquiera de textos medianamente fumables. Me leía y me horrorizaba (después de leer a Saramago nadie se repone). Después de 100 años de soledad mis gritos de auxilio en las cartas sonaban a canciones de Arjona (que por ese entonces brillaba con alcanzar una estrella). Después de la insoportable levedad del ser mis intentos de seducción epistolar parecían ladridos de perro en celo. Después de enterarme que hay 20 poemas de amor y una canción desesperada mis rimas sonaban a canciones de Arjona (si ya sé que ya lo dije, se me acabaron las metáforas horrorosas)
La moraleja siempre acababa (junto con el final del libro) en lo mismo: Tu nunca vas a escribir como este, ni como ese, ni como aquel. Tus pinches cartas no merecieron ni ser escritas, que vergüenza y que pena me daba con mis (ex)lectoras.

2 comentarios:

  1. A fuerza de saberlo, y después de deambular varios años por el mismo camino, creo que prefiero a los lectores. Su silencio me parece valorativo. Y, en un acto de bondad infinita, alguno hasta tiene el valor civil de decirnos que la cosa no va bien, pero que lo sigamos intentando.

    Un aplauso, sin besos esta vez.

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  2. Ray.. la cosa nunca ha ido bien

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