jueves, 24 de julio de 2008

Crónica de una desilusión anunciada

Como todos los chicos del mundo, a los 15 años, mi mayor sueño en el mundo era conducir un flamante auto por las carreteras del país acompañado de una chica como Mónica Bellucci que me miraba como un héroe mitológico mientras yo le sonreía seductoramente. Tuve que esperar 15 años para la llegada de aquel automóvil. Con un poquito menos de ilusión que 15 años atrás (claro que, si se considera que en aquel entonces la ilusión era una orgía emocional, decir “un poquito menos de ilusión” no significa de ningún modo que no estuviera pletórico de alegría), llegué a la agencia a firmar los papeles que me comprometían por los próximos 3 años a pagar cada mes hasta el polvo de los rines. Salí conduciendo con el tiempo suficiente para llegar a la gasolinera y decir como todo el hombre de mundo que soy: Hasta el tope, por favor, mientras miraba en el retrovisor mis recientemente adquiridos lentes oscuros. Como soñé años atrás, aceleré en un alto para que el motor rugiera, miré a las chicas que pasaban esperando una mirada que se cruzara con la mía para hacerle la seña de subir a mi lado, sonaron a todo volumen canciones de mi disco más entrañable y me di el lujo, por primera vez en mi vida, de decir a mis amigos después de una reunión: ¿Alguno quiere un aventón? Daría la vida entera por volver a ver esa cara otra vez. Pero ya se sabe, ya se sabe, nada es para siempre. En pocas semanas ya había pasado por 15 baches que deshicieron los amortiguadores, 3 rayones decoraban los costados y el olor a nuevo se había desvanecido. Entre el seguro, la mensualidad, la gasolina, el aceite, los viene viene mis finanzas iban en descenso irremediable. Acostumbrado a llegar a todos lados a través de rutas de camiones, muchas veces me perdí y tuve que ir detrás de aquellos para encontrar el camino. Luego de varios meses de llantas ponchadas a media vía rápida, mentadas de madre en cada esquina, vueltas prohibidas, 20 vueltas a la manzana para encontrar lugar para estacionarse y otras cosas bellísimas, llegó el día del accidente. Como se adivinará “no fue mi culpa” sino de la señora gorda de la camioneta enorme que no sabe manejar. Mi coche quedó hecho pedazos y fue pérdida total. Cuando llegué con la aseguradora, me dijeron que el monto de mi seguro alcanzaba para cubrir las mensualidades que debía y que sólo restaban 800 pesos. Me entregaron el cheque que cambié en el banco de la esquina después de una fila inmensa. Un taxi por 100 pesos me llevó hasta mi casa. Los otros 700, los gasté ese mismo día en una borrachera sin precedentes. Hoy, sin coche, obeso como nunca (porque desde hace meses mi único ejercicio era de la casa al coche, del coche a la oficina, de la oficina al coche), sin dinero y con una derrota más en mi trasero, escribo esta nota entre los tumbos que da la ruta 33 y que me provoca una caligrafía horrenda. En los ocho meses que duró mi aventura de conductor, Mónica Bellucci nunca subió a mi lado. La única mujer que fue copiloto un día fue una venerable anciana que recogí por piedad cuando me recordó a mi madre. Tenía mal carácter y no, no me miró nunca como un héroe mitológico. Cuando bajó no me dio ni las gracias. Tal vez el error fue mío, porque tampoco le sonreí seductoramente.

1 comentario:

  1. Demasiado tristes esos recuerdos.. debímos haber nacido ricos.. o demasiado pobres para soñar con pendejadas..
    Mientras tanto nos queda la única ilusión posible:
    Rigo es amor...
    rigo es amor

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