domingo, 25 de mayo de 2008

Consejos para ser feliz

—Lo que tú necesitas es que te rompan el corazón —me dijo con esa cara de psicólogo circunspecto que hace para evitar que un tipo como yo verbalice sus pensamientos: Pinche pendejo. Pero cómo va a ser. Qué necesidad tenía yo de que una perfecta desconocida hiciera, de mi ya de por sí frágil corazoncito, un bistec empanizado. Ya me lo rompe bastante mi editor cada que me hace repetir un cuento como si fuera un niño haciendo planas de la A. Yo, hombre de letras —de cambio—, que he visto más lágrimas por amores perdidos que por un funeral; que he sufrido de vergüenza ajena cuando mis más íntimos compañeros de parrandas se han arrastrado, sin pudor alguno, como unos imbéciles —el del consejo incluido— con tal de que la diva en turno les regale una sonrisa de limosna sin conseguirlo; que supe de una madriza de proporciones cósmicas por robarse a una doncella de buenas carnes y de moral distraída; cómo iba a permitir que un bodrio tlaxcalteca me quitara el poco sueño que aún me quedaba por aquellos días. Así que lo mandé, filosóficamente, a la chingada. Feliz y convencido, me entregué a los placeres eventuales que me proporcionaban lindas señoritas —la mayoría ni tan lindas ni tan señoritas—, para saciar mis apetitos y los suyos. Coleccioné docenas de teléfonos, varios puntos para el ego y algunas pantaletas. Como buen hotel de paso, el corazón no mantenía a sus huéspedes por más de 3 horas; casi ninguna mereció excepción. Pero un día sucedió, inesperadamente. Le dije hola y no hubo forma de decirle adiós. Cambié los cuentos por las cartas y el hotel de paso por casa con enganche y en mensualidades a plazo fijo. Le prometí, me prometió; le descumplí, me descumplió. Y más temprano que tarde, sin darme cuenta siquiera, me vi arrastrándome por las aceras suplicándole perdón por algo que nunca supe lo que había sido. Neruda tuvo razón entonces: corto el amor, largo —como la Avenida Insurgentes o el Océano Atlántico— el olvido. Bajé como 5 kilos, tuve miedo de desaparecer y lloré como niño abandonado en el primer día de escuela. Yo solo me bebí la mitad de las reservas etílicas de Jamaica, el insomnio desacreditó adjetivos conocidos, perdí el trabajo, la dignidad, la cartera y, emulando al mencionado Pablo al revés, escribí 20 canciones desesperadas y un poema de amor que se deshacían de tan cursis. Perdidos los amigos, borrados los teléfonos, quemadas las pantaletas, ausente la susodicha y el ego hecho pedazos, cuando el huracán tomo tintes de tormenta tropical, me armé de valor y regresé con mi amable consejero. —Pues bien, me han roto el corazón, ¿y ahora, qué sigue? —Nada —contestó con esa cara de psicólogo circunspecto que hace para evitar que un tipo como yo verbalice sus pensamientos—. Sólo tenías que vivirlo, mi rey. Lo volví a mandar a la chingada. Esta vez sin actitud filosófica alguna. Después, me fui a buscarla a ver si me regalaba, otra vez, una de esas sonrisas de limosna que le salían tan bien y tan lindas.

2 comentarios:

  1. Sé que esta platica existio en ti y en mi, en algun lugar entre la corteza y el cerebelo de cada uno, y en otros lugares más oscuros que permiten el entendimiento mutuo. Mándame a la chingada pues papá, que yo sé como regresar, siempre lo he sabido...

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  2. Si sabes dime cómo,porque yo no tengo puta idea.

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