sábado, 24 de mayo de 2008

Lo silvestre de la independencia

Facundo Cabral —sí, sí, aquél que no era ni de aquí ni de allá—, me proveyó, a mis párvulos 13 años, de la justificación que mi pudorosa mentecita católica, apostólica y romana necesitaba en aquellos días. Uno comienza por sentir ciertos y extraños signos de la adolescencia. Un escote discreto en el autobús basta. De pronto aquel órgano —que el pudor lingüístico denomina con nombres absurdos y ridículos—, empieza a dar claras, clarísimas, pero clarísimas, muestras de las emociones que invaden todo mi ser. Cuando eso pasa, parece que todos voltean a mirar y dicen: ¡Ah, mozalbete pervertido! Desde aquella época tome la costumbre de llevar un libro conmigo que leía poco, pero que servía bastante para cubrir esas partes pudendas de mi cuerpo en desarrollo. Con el paso del tiempo aprendí que un libro podía tener también otras utilidades. Por las noches rezaba bastante para suplicar perdones por mis impurezas. Claro, esto después del consabido acto de amor conmigo mismo, para que el arrepentimiento cobrara sentido. Y así viví durante años hasta que llegó la frase liberadora: “La masturbación es la declaración silvestre de independencia”. Y fui silvestre e independiente hasta la saciedad. Luego, seguí siendo silvestre, pero ya no tan independiente porque me conseguí una novia virgen. Así que lo silvestre aumentó en sentido contrario a la independencia. Besos pudorosos y caricias timoratas provocaban que las ansias corporales fueran en aumento y que no bastaran las noches conmigo mismo para saciar los deseos insatisfechos. Por fin sucedió. Una noche puse las manos en el lugar correcto, ella se volvió sexualmente activa y yo me dormí más temprano. Así olvidé aquellas prácticas unilaterales y me convertí en un ser social en toda la extensión de la palabra. Quién me iba a decir que una noche regresaría a mis prácticas olvidadas. Después que la última mujer en mi vida decidió abandonarme para practicar con otro lo que yo había escrito en un relato erótico, arribé al terrible estado de la castidad forzada. Mientras duró la tristeza, viví conforme a mi pena, luego pasé mucho tiempo en la espera de un no sé qué con no sé quién que, ya sabía, también acabaría en fracaso. Y una noche de insomnio regresé a aquellas artes exploratorias, sin buenos resultados. Que el gremio masculino me repudie, pero tengo que confesarlo: me aburrí terriblemente. Terminé el acto más por vanidad que por ganas. Al parecer mis apetitos adolescentes se han transformado en todo menos en independencia y no tengo más que ir en busca de una que, después de súplicas varias y algunas presunciones inexistentes, ceda ante su pudor católico, apostólico y romano. Ahora mi independencia silvestre está supeditada a esperar ese no sé qué, con esa no sé quién, no cuando yo quiera, por supuesto, y a cambio de varios dolores de cabeza, fingidos de su parte, verdaderos de la mía.

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