domingo, 4 de mayo de 2008

Neuróticos S.A.

Hace días que me siento irritable. Sí, sí, ya sé que todos dirán ¿y cuál es la novedad? Pero ni es lo mismo ni es igual. Que uno se encabrone por el paso de una mosca no significa que esté esperando el momento para que venga la tormenta. Es un proceso de explosión natural. Uno anda normal, normal, hasta de buenas, tan carismático como se es. De pronto algo pasa, se acaba el agua, te cortan la luz, te descuentan no sé qué diablos de la última quincena, te deja el último camión o se te poncha una llanta (la de refacción, para más datos). Entonces es cuando se siente venir algo desde muy adentro que se convierte en un grito o una mentada de madre; en el peor de los casos una batalla campal de dimensiones cósmicas contra el presunto culpable, los mirones y la señora de los cacahuates. Y eso no es andar irritable, sólo es el reconocimiento oficial de esta vida de mierda. Me refiero a esa otra cosa en la que, sin que haya una llanta ponchada o ausencia de agua justo en el momento en que uno parece muñequito de nieve por estar todo enjabonado en la ducha, se anda alterado sin causas aparentes, casi esperando que pase algo para armarla en grande, dispuesto a agarrar a madrazos al primero que se vea con cara de no poder con nuestra ira. Esto es a lo que llamo sentirse irritable. Consciente de mi circunstancia, he buscado soluciones. Leí mi horóscopo, fui al médico, me conseguí una novia sexualmente activa y hasta empecé a hacer ejercicio. Nada. Seguía sintiendo que hasta un hecho tan natural como ir al baño era causa de insatisfacción. Y así he seguido hasta el día de hoy, en el que por fin he develado la causa del evento traumático que me mantiene, y me mantendrá, indefinidamente, en este estado crónico de alteración. Hace 2 semanas, he ido a tomar un café. Hecho muy natural si se comprende que es parte de mis rutinas diarias. Así que llego, me siento cerca de una ventana para poder mirar un poco lo que afuera pasa, me acomodo, pongo lo necesario sobre la mesa (libro, celular, etc.) y llamo al mesero. Un café americano, un vaso de agua y un cenicero, por favor. En un momento le traigo el café y el vaso de agua, me contesta amablemente, el cenicero no es posible debido a la nueva ley antitabaco que impide fumar en lugares cerrados. Putísima, putísima, putisísima madre. Lo miro entonces con esa cara que uno pone cuando le avisan que hay que ir al proctólogo. Pasan largos, eternos segundos antes de que, con voz entrecortada, me atreva a decir: Póngame el café para llevar, por favor. Perfecto. Ahora, no sólo se seguirán ponchando llantas de refacción y se seguirá acabando el agua justo cuando uno no puede abrir los ojos, tampoco se podrá tomar un café con su inseparable compañero. Mientras escribo esta nota, en la televisión hay un spot del senado de la república que anuncia que ahora ya no habrá diferencia entre fumadores activos y pasivos. Claro. Ahora los únicos que quedaremos seremos fumadores… ¡neuróticos! Eso sí, que la ley COCOPA o la Reforma Hacendaria se vayan a la chingada. Ahora tengo la plena convicción de que no tiene ningún caso escribir estas líneas porque, legalmente, no habrá uno solo que me fume. Gracias.

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