domingo, 4 de mayo de 2008

Tortura a domicilio

Vivir en una ciudad como ésta, lo acostumbra a superar sus terrores urbanos. Se cruza corriendo de una acera a otra, no vaya a ser que un conductor suicida termine con nuestro prometedor futuro; se aprende a no transitar por lugares oscuros en horas inconvenientes; se come el taco sin preguntar de donde salió la carne; y cosas por el estilo. Pero cuando tocan a la puerta, y una señorita con cara angelical y graciosa se deja ver por detrás de la ventana, que se va uno a imaginar que está a punto de enfrentar al más íntimos de sus terrores. Abro la puerta y la veo sonriente, con su batita blanca, muy mona, y con su hielera en la mano. Muchas veces antes he estado en una situación semejante, así que sé cómo comportarme. Hola, buenos días, coqueteo un poco, en qué puedo ayudarla. Ya sé que viene a vacunar para alguna cosa de esas horribles; como ni soy niño ni soy perro (al menos del tipo convencional), no me preocupo. Me anuncia que hoy es el último día de la campaña nacional de vacunación contra la rubeola y el sarampión. Cuántos años tiene, me pregunta con amable curiosidad. 29, contesto orgulloso y seguro de no correr ningún peligro. Ah, qué bien, porque la campaña es justo para personas de hasta 29 años. Sudor frío, palidez extrema. En cámara lenta, la veo inclinarse y abrir su tenebrosa hielera que guarda todos los males del planeta. Desenfunda con presteza una jeringa que muestra la descomunal aguja que ha de clavar en alguna parte de mi frágil cuerpecito. Descúbrase el brazo, me ordena siempre sonriente. Obedezco como una máquina y miro hacia otro lado mientras soy presa de fuertes temblores y terrores. De pronto, siento el ardor de ese infame líquido en mi minúscula e indefensa extremidad. Me invade un ligero mareo que se acentúa en los próximos minutos. La inyección ha sido en el brazo izquierdo, por una razón incomprensible, me duele la nalga derecha. Es normal, me explica, lo mismo que si en unos 10 días presenta un poco de fiebre, es parte de la reacción del medicamento. Y cuál es el motivo de la vacuna, pregunto para saber qué carajo pasaría si, en vez de permitir tal atrocidad, hubiera huido cual gacela ecuatoriana. Esto es preventivo, porque, si es atacado por estas enfermedades, corre el riesgo de que sus hijos nazcan con alguna malformación. ¿Y eso no me lo pudo decir antes? Maldita sea. De haber sabido, le hubiera explicado que ese riesgo no sólo era improbable, sino virtualmente imposible, debido a mi inexistente vida sexual y, sobre todas las cosas, mi inmutable conciencia de humanidad y de civismo que me obliga a ni siquiera desear ser el culpable de que otro pobre individuo venga a un mundo tan ingrato como éste. Me da una calcomanía para que me marque como sacrificado y se va con su batita y su tenebrosa hielera en pos de un nuevo incauto. Ahora que ya no hay “ningún” riesgo de ser padre de unos hijos bizcos, cojos, mancos o tarados, empiezo a buscar una posible madre (de mis hijos, quiero decir), no vaya a ser que un día, mis inmutables principios cedan lugar a mi instinto de buen padre, buen esposo y mejor obrero.

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