miércoles, 24 de febrero de 2010

Un cuento de princesas

Dos gruesas gotas de sudor me escurrían de las patillas. Sentía latir el corazón en mis sienes, en mis miles y en mis pares. Tropecé 2 ó 3 veces porque mi enorme paquete me hacía caminar a trompicones. Me enredé con el cordón de otro que venía en sentido contrario por la misma acera, con la misma indignidad, aunque con menos malabares. Con huidizas miradas y chapitas carmesíes nos sonreímos, nos desenredamos y seguimos, ocultándonos detrás de nuestras respectivas bestias. Entre aquella parodia del infortunio, una centella de orgullo brilló en mis ojos: el mío era más grande. Como siempre, el tamaño es lo (único) que importa.

Cuando entré al lugar, todos voltearon a verme. Docenas de ojos me veían, no sé si con compasión, con solidaridad, con infinita lástima o con total envidia porque, sí, el mío seguía siendo más grande. El sudor aumentó, el nerviosismo también. Como pude, busqué una mesa vacía y esperé; sentado, por supuesto.

En los siguientes 45 minutos pasé del nerviosismo a la ansiedad, de la ansiedad al aburrimiento, del aburrimiento a la resignación, de la resignación al nerviosismo, del nerviosismo a la ansiedad, del… etcétera.

Todos ahí presumiendo sus tamaños y sus bestias. Todos ahí con sonrisas timoratas y toqueteos exiguos. Todos ahí luchando por el desenrede de sus cordones y ocultando sus miradas de los demás, sabiendo, sin saber, que era el inicio de un futuro lleno de bestias transfiguradas. Vocecitas aniñadas repetían las mismas frases una y otra y otra y otra vez. Ojitos escurridizos, manitas que se batían en retirada, labiecitos minúsculos mordidos a medias. Luego, uno que otro berrinchito por un comentario inapropiado, múltiples disculpas, más manos en retirada hasta que, después de un largo rato, otra vez sonrisita y miradita huidiza y el resto, antes del siguiente error imperdonable que nos sumiría por enésima vez en el mismo juego, eternamente. Y yo esperando y esperando. Pero ¿qué coño esperaba realmente? Cuando un poco de materia gris iba a hacer usado para comprender y entender que… Simplemente apareció. Y todo se fue a la chingada.

Extendiendo sus bracitos a los lados, corriendo hacia mí con pequeños pasitos que más bien emulaban saltitos como de un pato sin agua, vi sus ojitos brillando de lo que pensaba yo era inteligencia y oí su dulce, aunque un poco estridente y aguda voz, Mi viditaaaaaaaaaaa. Casi tiro la mesa al levantarme. El café se regó en el plato. Extendí los brazos para recibirla y ella no me vio. Fue directo al enorme Winnie Pooh de 1800 pesos (iva incluido) que reposaba cómodamente en la silla mostrando la panza que su minúscula playera roja no alcanzaba a cubrir del todo. Lo tomó entre sus manos, lo abrazó, lo acicaló y, después de una ridícula orgia con aquel palurdo, por fin se enteró de mi existencia y me dijo gracias mientras yo veía aquella escena muriéndome de celos. Por fin se sentó. Olvidó (¿?) disculparse por la tardanza, pero no armar la escenita porque la estúpida mesera que qué se creía no le tomaba la orden. Putete como soy, le tomé la mano a medias, ella me dedicó una sonrisa y retiró la mano, como sin querer queriendo. Mas chapitas, más gotas de sudor, acomodo en el asiento. Me contó de sus múltiples rivalidades con Susanita la del 6 y con la vieja horrible y media zorra que trabajaba con ella. Cuando llegó mi turno, le quise contar de un nuevo cuento en el que trabajaba. Ella me oía atentamente mientras barría con los ojos a las otras gentiles señoritas a su lado que, con toda su gentileza, le devolvían la mirada a su vez. Cuando terminé de hablar, tardó un poco en reaccionar porque el último video de Britney aún no terminaba en el televisor. Qué interesante, dijo por fin, jugando con el cordón del corazón en globo atado al respaldo de la silla.

El resto ya se sabe: poco sexo, mucho pudor y demasiadas lágrimas.

Cuando, con un nudo en la garganta, le terminaba de contar, a la única amiga que me quedaba, el melodrama de los últimos 8 meses y preguntaba, más a mí mismo que a ella, por qué, por qué, por qué, ella, impasible, luego de una larga fumada a su décimo cigarro, completó la idea que había quedado inconclusa justo antes de que la otra apareciera en el umbral de aquella puerta: Has tenido una relación de peluche, querido amigo, y en tanto sigas así, el globito en forma de corazón se te irá volando antes de que desenredes el hilo de donde lo sostienes.

Sigo sin entender lo que quería decir. Ella se sigue riendo de mí. Desde lejos.

3 comentarios:

  1. Sos un mamarracho, y... de nueva cuenta, de la cracajada a mis lágrimas que impiden ver como se va volando el globo en forma de corazón.

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  2. YO soy mujer, y no me gustan los peluches, pero aún así, tampoco entendí lo que tu amiga te quizo decir. Talvez sea que la tipa es algo ridicula como para consentir que se gasten 1800 en un peluche inútils. No lo se. Eso era para prepa.

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  3. relación de peluche, insistencia de ¿regreso? o instalación necia en la infancia, a estas alturas bastante tardía, por tanto la idea de coger sin lágrimas, sin culpa (ya de por sí complicado), sin actuación (dicha actuación es más común de lo que queremos creer los hombres y en el fondo lo agradecen nuestros machos y maltrechos egos) y sobre todo pretender ser tomado en cuenta a manera de pareja resulta inocente e infantilmente de peluche, necesariamente habra que perder el globo

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