lunes, 8 de febrero de 2010

Historias policiales.

Todo estaba intacto, sin violencia; excepto un espacio entre la ropa tendida de unos dos metros de largo. Pantalones, faldas y blusas; incluso algunos pares de calcetas de colores. Imaginé lo que faltaba de un vistazo. Infructuosamente, la chica entró a revisar si faltaba algo en el interior de la casa. Yo la dejé hacerlo para calcular la talla y saber el tamaño promedio; serían 7, a los sumo 8, las prendas faltantes. Luego, me sumí en cavilaciones profundísimas. Cuando regresó y la miré venir de frente, confirmé lo que ya sabía: las prendas robadas eran de un solo tipo.

La chica trabajaba todo el día, así que los rapaces (palabra usada en doble sentido por lo que a continuación explicaré) habían tenido tiempo de sobra. Imaginé por lo menos 2 autores. La pequeña barda, apenas de un metro, facilitó el trabajo. Una cortina se movió. Todo estaba ya resuelto. Pedí calma a la dueña y anuncié que volvería en pocos minutos. Ella me dejó ir, intranquila, pero conforme.

Fui directo a la calle adyacente. De un rápido cálculo supe cual puerta debía tocar. Un adolescente de unos 15 años me abrió y adiviné que no me había equivocado. Pedí con cortesía la devolución de las prendas. Ante su negativa, usé infalibles métodos de tortura y coerción: sería denunciado ante sus padres y, cruel como soy, lo haría también ante la chica que se sentaba justo a su izquierda en el salón de secundaria. Con esto último logré su inmediata rendición. Me entregó, sin mirarme, 7 diminutas tangas de hilo dental dentro de una bolsa de plástico rojo que parecían reflejarse con intensidad en sus mejillas. Le di los buenos días y torné con la afectada.

Primero abrió la bolsa para verificar el contenido y, al parecer, el escarlata reflejo también fue transmitido a sus mejillas. Con prisa y torpeza cerró la bolsa de nuevo mientras me daba las gracias y trataba de saber cómo había descubierto al criminal. Dejó la cuenta a la mitad. Le explique grosso modo mis deducciones: la adolescencia y una vecina suculenta vista a hurtadillas a través de una ventana son muy mala combinación para evitar ciertas debilidades e inocentes desviaciones. Omití que su escote me hizo adivinar que no usaba sostén, por lo que no era necesario buscar ninguno y que al entrar ella a la casa calculé la talla de las tangas al compás del movimiento de sus ondulantes caderas. Le pedí que en lo sucesivo no tendiera su ropa al alcance de la mano, sobre todo aquellas, tan diminutas. Ella sonrió escondiendo los ojos y el reflejo de la bolsa volvió a llegarle. Cuando me despedí volví a comprobar la gentileza de su escote. Tampoco le dije que, en el fondo de mi ser, comprendía lo que llevó a aquellos rapaces a tal acto y, al que aún miraba por la ventana, le dediqué una sonrisa de la más profunda de las complicidades.

Nunca pude comprobar si en verdad eran sólo 7 las prendas robadas. Pero me hubiera encantado saberlo tomando las medidas pertinentes sobre el cuerpo, del delito, naturalmente.

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