sábado, 6 de marzo de 2010

Gente bonita

Te conocí en la cárcel y mírate ahora, me dijo alguien un día en que estábamos demasiado borrachos para poder comprender el verdadero sentido de aquella frase. De hecho, me ha llevado años entender la sustancia del caso. Solemos tener tan mala memoria que olvidamos hasta lo que debía ser inolvidable.

    Pues sí. La frase era verdad, pero no exacta; aunque el recuerdo era preciso.

    Cuando tenía 11 años, llegué a vivir a una colonia miserable, al borde del penal de la ciudad.     Pasaría algún tiempo antes de que entendiera, más o menos, lo que significaban las palabras penal y miserable.

Supongo que ese es el verdadero idilio de la infancia: nunca eres realmente consciente de qué mal están las cosas e importa más terminar el juego que esa creciente sensación en el estómago. Así que no se entiende bien a bien el hecho de comerse una sandia a punto de pudrirse que alguna mamá desesperada ha rescatado antes de que otro la tire definitivamente a la basura o lo que significan las ventanas de cartón a falta de vidrios o el baño sin regadera, hasta que la comparación con los otros me fue mostrando poco a poco las muchas diferencias.

Luego empiezas a conocer la vergüenza. No dices dónde vives ni cómo e inventas historias para justificar por qué caminas todas las tardes hasta tu casa durante una hora en lugar de tomar el camión; y ni qué decir de los pretextos por ausencia en fiestas, vacaciones y cumpleaños.

    Empecé a trabajar a los 13 años con tal de poder comprarme más de un pantalón y poder pagarle el helado a los ojos bonitos que por fin habían volteado a verme. Sobreviví, quién sabe cómo, a la preparatoria, mientras por fin las ventanas tenían vidrios y empezaban los cambios de casa que se volverían, a la postre, docenas.

    20 años después, dicen que el tren de la revolución me ha hecho justicia. El sistema financiero comienza a creer en mí; con su ayuda, y hasta el último de mis ahorros, me pagué un viaje a Europa por un mes que ha resultado una de las más grandes folias que se me pudieron ocurrir en mi carrera artística; con 2 changarros, alguno se atreve a decir que puedo dar el tipo de empresario exitoso; sé decir hola en varios idiomas y hasta me he conseguido uno que otro de esos amores mercenarios; por fin tengo un título que dice que soy un flamante economista, aunque no valga de nada el papel que lo demuestra; terminé mi primera novela y me paso cada día quitando y poniendo un punto aquí y una coma allá, o buscando un mejor sinónimo para desgracia; y hasta me empiezan a regresar las ganas de volverme a aventurar a cambiar a otros aires más exóticos.

    Gracias a la bondadosa ayuda de una hija postiza de mi madre, casi termina el crédito de una de las 20,000 casas naranjas idénticas que se repiten en calles y calles interminables que en 20 metros cuadrados acomodan como pueden 2 recamaras, un baño, una sala, un comedor y una cocina y, en la parte trasera, me comunican, a través de una media barda, con el resto de los imbéciles que, como uno, salen todas las mañana a prender el boiler para llegar perfumaditos a la oficina y arregladitos como pa' ir de boda. Ah, pero qué bonita vecindad.

    Y cada sábado desfila un coche con sonido anunciando la junta de cada semana que organiza la junta vecinal, repitiendo interminable la hora, el lugar y el maravilloso slogan que se le ha ocurrido a la mesa directiva: estabilidad económica y progreso familiar.

    Mientras trato de recordar dónde dónde diablos he oído eso antes, me pregunto cuánto de verdad tendrá esa frase, al mismo tiempo que intento pagar, online, los varios miles de pesos que suman renta, agua, luz, teléfono e internet y que volverán a dejarme sin un centavo como sucede mensualmente.

    Cuando al fin logro salir de este ghetto de casas iguales y naranjas, veo un enorme anuncio que, con la foto de un fulano de bigote espeso y una sonrisa divina, anuncia: la gente bonita vive en Los Héroes. Supongo que éste es uno más de los engaños del espejo y de lo que ven mis propios ojos.

Luego, 5 metros adelante, empieza el barrio de la gente fea. El de todos los demás, me imagino yo.

De entre todo lo detestable que me resulta mi hermoso guetto de gente bonita, lo único que puedo aplaudir, sin pudor alguno, es la deliciosa ducha con agua caliente que me resbala por los hombros. Carajo. Todo se resolvía con un tinaco con hoyitos. Y aún sigo disfrutando mucho, mucho, mucho, caminar a media tarde mientras el sol amenaza que se esconde.

Hace pocos días, saliendo de mi casa, conocí a una chica. Tal vez en unos años también me diga que me conoció en la cárcel. Espero que entonces pueda yo mismo mirarme en el espejo.

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