miércoles, 31 de octubre de 2012

Instrucciones para envejecer sin contratiempos.


A los 15 años, alguien (quinceañero también) me dijo, después de una de esas teorías mías sobre la metodología de la horchata: Tú piensas como si tuvieras 40 años. No sé si aquella declaración me halagó, me encabronó o me valió madre. Lo cierto es que hoy el subconsciente lo rescata; luego entonces, no me valió madre del todo. Incluso, debí creérmelo un poco.

Cuando una doncella desbordante de madurez y de frases puntillosas me hizo saber que era el tipo más inmaduro del mundo, asumí que mi amigo quinceañero tenía más autoridad de juzgarme y, con toda mi inmadurez a cuestas, la mandé a visitar a sus parientes lejanos a la Heroica Ciudad de Chiluca, ubicada entre Toluca y la Chingada.

Uno aprende así a lidiar con las críticas y hacer, medianamente, lo que le da la gana. Pero, me acaban de enterar que un tal Durkheim dice que todo es social. O sea que, sustancialmente, yo no soy yo, sino lo que esa chingadera llamada sociedad me ha asignado. Y, entonces, no puedo dejar de preguntarme quién representa mejor mi asignación social, ¿mi colega quinceañero o la doncella puntillosa?

Pero, cuando el tiempo avanza y las distancias se acortan, “pensar como si tuviera 40 años” empieza a perder su carácter halagador. Veo la siguiente escena y me lleno de escalofríos: una doncella, no tan doncella, gruñéndome las quincenas, vociferándome los fracasos, escupiéndome las desilusiones. Veo un perro que no es mi mejor amigo y mis sueños de libertad presos en 52 metros cuadrados cercados por los muros del interés social. Veo a la sangre de mi sangre berreándome su pueril egoísmo y a las lindas piernas de la sección de recursos humanos negándose a mi condición matrimonial.

Esto no puede seguir así. Llamo a mis amigos redimidos para que me saquen de este sopor. Para que me demuestren que hay otra vida además de esta vida. Que me muestren cómo se divierten los que sí se divierten. Teléfonos que suenan sin sonar, respuestas entrecortadas, casi escondidas, negaciones rotundas, pretextos que tratan de salvar una virilidad hace tiempo perdida.

Puto Durkheim. Puto, putísimo falso profeta. Yo soy yo. Yo soy quien decide sobre mi propia vida. Mi libertad es mía de mí mismísimo. Estos pinches oprimidos no me van a oprimir a mí. Saldré a comerme el mundo una vez más. Esconderé el anillo en la cartera y me ligaré a media docena de animosísimas doncellas en busca de aventuras insospechables. Amaneceré en Zipolite con toda mi naturalidad a cuestas y que el Durkheim ese se vaya a la chingada.

Me levanto decidido y me lanzo hacia la puerta. De frente, me encuentro a Mariana que llega temprano en su campaña por redimirse. Cómo confesarle que no me gusta su spaghetti. Cómo decirle que el vino tinto nunca ha sido el non plus ultra en mi escala alcoholocéntrica. Cómo hacerle saber que la vida con y sin queso de cabra es la misma vida.

Durkheim, estúpido francés, has vencido. Envejeceré con dignidad. Y sin resistencia.

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