lunes, 25 de abril de 2011

Vacaciones a la carta

Las vacaciones son el sueño más deseado por el clasus medius homus. Son la realización del paraíso sin tener que morirse y, con un poco de fortuna, conseguir 11 mil, aunque no sean 11 mil, aunque tampoco sean vírgenes, lindas señoritas mueve traseros que, con diminutos bikinis, nos invitan a probar de sus delicias por la módica cantidad de una cena pseudoromántica, algunas piñas coladas y el pago de la habitación correspondiente.

Las 8, que nunca son 8, horas de arduo, que tampoco es tan arduo, trabajo de lunes a sábado, son recompensadas por esos días en que el cuerpo y el alma reposan para retornar de nuevo a las labores con cariz revitalizada y sonrisa de oreja a oreja que durará hasta las nuevas vacaciones. Comprensión beatífica de ser el minúsculo engranaje que hace girar la rueda de la fortuna y que, sin la amable colaboración de uno, no podría nunca ser.

Patrañas. Si esto es el paraíso, entonces probemos con el infierno.

El gigantesco ropero con bikini, porque sí, osaba usar bikini, atacome. Y no pude defenderme. Tampoco fueron unas piñas coladas; bebía como un irredento cosaco. Era grande, muy grande. En medida bacardí, en medida bacará, en yardas, en pies o en pulgadas. Qué pequeño es el hombre ante tanta grandeza. En vez de 11 mil, tuve sobre mí a una legión romana completa y comprobé entre bruma que sí, era virgen.

Pero aún quedaban días por vivir. Cuando logré huir al fin, me lancé en pos de mejor fortuna. Me tiré en la arena para dejarme adormecer por el suave vaivén de las olas. A los pocos minutos, una horda de bípedos de distintas estaturas se instaló a mi costado. En un instante ya estaba rodeado por gordos, gordas, niños, viejos y garnachas. Un anafre anunciaba el inicio del “lonche”. La humareda me provocó un ataque de tos y el insistente brincar de aceite hirviendo iba rebotando hasta mi pecho. Quise apartarme, pero, al tratar de ir más lejos, descubrí que lo que había junto a mí era sólo el diminuto porcentaje de gordos, gordas, niños, viejos y garnachas que inundaban aquel trecho de arena. Busqué en el mar la tranquilidad esperada y un cúmulo de boyas humanas me ayudaron a flotar. Hasta donde mi vista alcanzaba sólo podía ver gente, gente y más gente, masa humana por doquier.

Desistí. Torne a mi casa sin el alma reposada y con el cuerpo adolorido.

Hoy, de vuelta al trabajo, enfrente de mi computadora de siempre, en mi escritorio de siempre, con mi aceda sonrisa de siempre, con mi dolor de cabeza de siempre, ansío sobre todas las cosas que llegué el horroroso y aburrido domingo para quedarme tirado en mi cama como un león marino en espera de nada y haciendo caso omiso al indigesto timbre que suena a causa de la temblorosa mano de una venerable anciana con sombrilla que quiere saber si yo sé cuál es el verdadero nombre de Dios. Por mí, que se la lleve el diablo. Ni ganas de explicarle las vicisitudes del tetragrama sagrado y dejarla boquiabierta, por pura vanidad.

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