miércoles, 20 de abril de 2011

Pecatae Minutae

En aquel tiempo, comencé a pecar para tener algo qué confesar al cura. Fue un acto de competencia pueril. El de la fila de enfrente siempre se tardaba demasiado y a mí me molía las entrañas qué tanto podría estar diciendo aquél si, cuando era mi turno, me despachaban enseguida. Sólo cometía un pecado con tenaz insistencia: yo era, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Aburrirme en la escuela hasta el hastío o armar berrinches descomunales por la insistencia de mi madre de vestirme aún como un niño, no entraban en la lista de los grandes, terroríficos, imperdonables pecados mortales. Eran pecatae minutae en comparación al gran mundo de perversión que ante mí se ceñía.

Un día, fui a dar con un cura octogenario. Ante mi minúscula lista sin importancia, me instó a hurgar en el fondo. Y hurgué y seguí hurgando. ¿Has tenido pensamientos y tocamientos impuros? me preguntó con su voz lúgubre y la mirada turbia. Tuve que contestarle que sí. No fui capaz de decir que no ante esa mirada acusadora. Descubrí en aquel punto lo liberadora que puede ser una mentira y que mi carrera de escritor comenzaba ahí mismo cuando me vi obligado a contarle detalles inexistentes. Cuando salí de ahí, orgulloso, con mi enorme carga de padres nuestros y aves marías, tenía una clara convicción: saber qué diablos era aquello de los tocamientos impuros.

Miss Mayo iluminó mi entendimiento. Miss Septiembre me hizo perder la razón. Y, religiosamente, en la segunda quincena de cada mes, podía volver a aquel confesionario y decir con tímido orgullo: padre, he pecado.

Y armado ya de la suficiente perversión, juro que no fui yo quien instó a aquella chica, cuando ambos teníamos 14 años, a conocernos, bíblicamente, en su propio cuarto.

Mi lista de pecados aumentó y mis visitas al confesionario disminuyeron. Dios, que todo lo veía, fue mi testigo. La culpa fue inversamente, e inmensamente, proporcional al gozo producido y un día, una neurona conectó con otra y comprendí, no sin pesar, que el Dios de los ejércitos había perdido la batalla y me había quedado, irremediablemente, solo; con la vida a cuestas. Al contrario que la mayoría, no dejé de creer en Dios para abandonar el confesionario, abandoné el confesionario porque dejé de creer en Dios. Mi lista de pecados siguió intacta y senté a mi diestra y a mi siniestra a un par de curas en una mesa de café para hablar de pecados mutuos.

Una década después, mientras miro el diario de la mañana, la guerra contra el narcotráfico está más perdida que nunca, Obama ha invadido Libia, los japoneses al borde de un nuevo Nagasaki y la Semana Santa es un feliz pretexto para seguir sin comer carne. El Secretario de Economía, que cree que con 6 mil pesos alcanza para casa, coche, colegiaturas y zapatitos de charol y que además cree que cualquiera los gana, cometió uno de los pecados que aún detesto: ser un perfecto imbécil.

No sin pesar, descubro que, en comparación, sigo siendo, en el buen sentido de la palabra, bueno. Para impurezas, me basta con algo más que tocamientos.



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