jueves, 30 de julio de 2009

Cuestión de estética

Hace 15 días estuve en una acalorada discusión sobre las virtudes del arte renacentista y los aportes al arte contemporáneo. Hasta grito enconado hubo de por medio cuando alguien se atrevió a dudar de la grandeza de Donatello. Poco faltó para batirse en duelo por cosa de apreciación estética. Yo, que soy un hedonista al natural opino que, sencillamente, si no le gusta no se lo coma; no hay necesidad de llegar al encono profundo.
Pero si eso pasa entre las reuniones de mucha pompa y mucho jojojó, de mucho ensalzar y mucho decir, qué pasará entre los pobres mortales cuando se acusa de nuestra falta de apreciación estética. Aquí, un ejemplo.
Estaba sentado en un parque, mirando comer a las palomas, pretexto que sirve muy bien para justificar mi vouyerismo contra los bípedos que transitan por las calles. Hasta que una enconada discusión dirigió todos mis sentidos hacia los improperios que venían en lontananza. Un dedo en alto acusaba entre sollozos que eso no se le hacía a nadie, que era la primera y la última vez que iba a ese miserable changarro piojoso, que qué había hecho para merecer aquello.
De lejos se podía ver a una enorme y llorosa mujer con mano alzada gritando iracunda. La otra con ojos abiertos como platos no decía nada, ni parpadear podía. Hazme algo, hazme algo, decía la mujer que se paraba y se volvía a sentar para pararse de nuevo. Esto no se le hace a nadie, hazme algo o llamaré a la polecia. Sobre el pelo tenía algo que, así, a la distancia parecía como una enorme servilleta en forma de moño en medio de la cabeza. Qué es esto, Dios mío, qué es esto, qué me has hecho, grandísima estúpida. Y entre gritos y encono profundo volvía a sollozar, impasible.
La enojada mujer era, sin más adjetivos, (muy) fea. Su enorme humanidad, se coronaba con un cabello rojo encendido y aquel moño espantoso sobre la cabeza. El llanto le había hecho escurrir el rímel de los ojos y los mocos se le embarraban una y otra vez en la cara cada que intentaba limpiarse con las manos. De la estilista culpa no era aquella enorme humanidad, eso seguro. Por lo demás, tal vez sí el ridículo moño y el rojo encendido. No vi como entró, vi como salió y, francamente, no creo que hubiera mucha diferencia. Salió de prisa, doblándosele los talones a cada paso a causa de la prisa, la ira y, quizás, la poca experiencia en el uso de tacones altos. Con la amenaza de denuncia siguió gritando a lo largo de la calle, entre trompicones, siempre con la mano levantada que sólo bajaba para mantener de vez en vez el equilibrio.
La imaginé ante el ministerio público entre sollozos. Mire que me han hecho señor juez, mire usté, le parece justo. Afusilen a esa infame mujer que me ha hecho semejante atropello. Señora, esto no procede. Pero cómo no va proceder hijo de puta, ¡pero qué no comprende lo que me han hecho! A mí, a mí, qué he hecho yo para merecerlo, qué pecado he cometido. El señor autoridad, tratando de mantener la compostura (y aguantando la risa en lo posible), la calmará, le dirá que el pelo crece, A ver sargento, ayude a la señora a quitarse el moño de la cabeza, así está mejor, ya, ya, no pasa nada, a vel a vel, quen quele a la goldita, on ta golda, aquí ta golda. Palmada en el lomo y a su casita a hacer la comida con una bolsa del palacio de hierro en la cabeza para disimular y ser, sí, totalmente palacio.
Si Chava Flores hubiera visto semejante embrollo hubiera escrito algo como esto:
“Oiga asté, que quiero ser como Britney Oiga asté, como Paca me dejó. ¿Como Paca, cuál Paca, oiga asté? Pues Paquita. ¿Cuál Paquita? Pues Paquita la del barrio, no hay que ser. Click, click, click, el pelito me cortó Click, click, click, señorita se pasó.”

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