lunes, 17 de diciembre de 2012

La piedad de las mentiras


Mi vida, como la de cada uno de los seres en esta tierra, es una larga suma de cagadas e imprudencias; quien diga lo contrario, miente.

La mentira, es sabido, es el pan nuestro de cada día. En la lista de artículos de supervivencia, es uno de primera necesidad. Para justificar pendejadas, mentimos; para ensalzar los triunfos y convertirlos en hazañas, mentimos; cuando queremos deshacernos de responsabilidades indeseables, lo hacemos también. En contraposición, cosa curiosa, pedimos a gritos, de los otros, la verdad.

Mi primer ligue adolescente, aprendido de su madre y ésta, a su vez, de su madre y ella, a su vez…, me lo dijo con claridad: Amor, no me gustan las mentiras. Yo, que siempre he sido un idiota, a pesar de que la frase, paradójicamente, contenía dos mentiras en una misma oración, le creí. A causa de una verdad, el romance duró un par de semanas.

                Luego supe que esa frase era sólo eso: una frase. La decían cada una de ellas, novias, ligues y quimeras. Lo decía el profesor en clase y el viejo pendejo que tuve por jefe en mi primer trabajo. Lo decía Dios a través de su espurio ministro, el cura. Y yo, que en mi boba cabeza inexpugnable intenté decir la verdad, aprendí, como todos, que el costo menor se pagaba con mentiras. Después de cavilaciones varias, concluí que a la gente, en efecto, no le gustaban las mentiras, pero que le gustaba mucho menos la verdad. Lo que en realidad querían decir con el estribillo era: no soporto descubrir que aquello no es verdad. Mientras no lo descubrieran, todos en paz.

                Aprendí a mentir y me volví un experto. Tan experto que hasta aprendí a mentirme a mí mismo y, en un acto de sabiduría sin precedentes, aprendí a no querer saber la verdad y, sin embargo, jugar a buscarla en caminos que sabía bien no la encontraría. Como diría Ikram Antaki: mentimos porque no hay razón alguna de decir la verdad. Gran revelación.

                Qué necesidad de decir la verdad si con ella perdemos más de lo que ganamos con la mentira. Por eso el mundo se ha llenado de ellas. Decimos que sí por no decir que no; decimos, bien, cuando queremos decir qué asco; decimos, sí, mi vida, por no escupir el liberador: vas y chingas a tu madre, hija de puta. De eso se sostiene el mundo. Por eso sobrevivimos en el trabajo y tenemos amigos de toda la vida, por eso parecemos carismáticos y la esposa nos perdona que seamos tan idiotas e inoperantes para cambiar el pañal al niño. Por eso, señores míos, vendemos nuestra máscara de éxito ante la vida. No es una piedad hacia los otros, sino hacia nosotros mismos. Para eso le mentimos cada mañana al idiota en el espejo, para hacerle creer que, en el fondo, muy, muy en el fondo, no es tan idiota, y lo acicalamos y le pasamos el peine por las hebras de su cráneo y le damos palmaditas en las mejillas con agua de colonia para hacerle soñar que tal vez hoy no sea tan mala idea salir a la calle a soltarle al mundo una horda de mentiras y, en consecuencia, el mundo en su solidaria magnanimidad, nos diga otras tantas que nos hagan volver por la noche ilesos a la casa y, debajo de las sábanas, podamos dormir tranquilos con la piadosa y engañosa tranquilidad del deber cumplido.

2 comentarios:

  1. El mejor escrito que he leido en mi vida... escritor magnanimo, no se por que no tienes un premio por ello....

    Atte. Erubertino Piedad Lopez

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. El mejor premio siempre será ser leído y lograr decir cosas más allá de las palabras.

      Eliminar