lunes, 13 de febrero de 2012

Prequincena


Faltan los dos días más largos de la historia. Dos eternos días para la pinchísima quincena y las cuentas ya no dan. Juntar la prequincena con el síndrome premenstrual es una combinación terrorífica. ¿Por qué las tarjetas de crédito tienen fecha de corte el 28 o el 14 de cada mes? Debe ser parte del complot para cobrar intereses sobre intereses y poner a trabajar a sus telefonistas con mensajes que van de la amable súplica a la amenaza implacable.

         Sería una escena dantesca ver el desfile de decenas de cajas de zapatos embargados mientras lágrimas negras, de rímel, escurren por las mejillas desconsoladas de Mariana y unos ojos de furia chispeante me recriminan mi irresponsabilidad financiera. Anoche, me faltaron argumentos para explicar que un niño de tres meses y medio no requería del gigantesco zoológico que le han traído los reyes magos y cuyo costo, más gigantesco todavía, viene incluido en el estado de cuenta de este mes, sumado al precio del nuevo par de zapatos para ella y la corbata que, amablemente, los presuntos reyes magos han tenido a bien obsequiarme, aunque se hayan olvidado de pagar la cuenta.

             En plena discusión, expresamente de asuntos financieros, salió la historia del whisky del domingo pasado y mi imperdonable mentira sobre el dolor de estómago. Discursos sobre mi inmadurez.

    Trato de no encabronarme. Ommm. Ommm. Escucha, Mariana, tenemos que resolver el pago de la tarjeta… ¡Claro! Tú te quedas tiradote en el sillón escribiendo pendejadas y no eres capaz de pagar los juguetes de tu hijo. Así que, ahora, es “mi hijo”. Último ommm.

             En algún momento, entre la inmadurez y “mi hijo”, el tal Armando invadió el resto de la disputa. Reconozco que no venía al caso, como tampoco venía al caso el discurso de inmadurez, confirmado además por lo que ocurrió luego, pero, entre “tiradote en el sillón escribiendo pendejadas” y “hola, que tengas un buen domingo”, se estableció un oscuro vínculo.

                En qué momento pasé de marido tirado en el sillón escribiendo pendejadas a marido despechado y de ahí a espía y mentiroso, no lo sé. El veredicto estaba dado: yo había comenzado la discusión sobre la tarjeta buscando un pretexto para el reclamo (es en vano notificar que fue ella quien inauguró la arenga) después de husmear, desde quién sabe cuándo, su celular, su computadora y el cajón de sus cosas personales. De inmaduro me convertí en inseguro y paranoico. Discursos sobre la confianza, el machismo y el no soporto las mentiras llenaron el resto del monólogo. Nos fuimos a dormir, ella en su lado de la cama y yo en el mío. Aún me sigue gustando su espalda.

                Hoy me he sentido culpable, aunque no sé bien por qué. Por supuesto, no arreglamos lo de la tarjeta, habrá que sumar el cargo por pago tardío. Sigo sin saber quién es el tal Armando, pero tengo más sospechas que nunca. El discurso sobre la defensa de la privacidad me sigue sabiendo pésimo. Mamarracho, como soy, le mandé un mensaje hace un momento: perdón por lo de anoche, todo se arreglará, a pesar de nuestras diferencias. Además de mamarracho, cursi.

                Vuelvo a ver el celular por tercera vez. No hay respuesta. Estará ocupada. Tal vez más tarde. Me falta una docena de reportes para hoy. Hora de comida. El elefante del zoológico está extraviado. Sobre mi corbata seminueva, ha caído una enorme gota de café en algún momento de la mañana. Una verdadera lástima. Hoy no estoy seguro si de verdad me sigue gustando su espalda. Única certeza: quisiera estar tiradote en el sillón escribiendo pendejadas.

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