lunes, 28 de marzo de 2011

Perdón por la tristeza

Es habitual que los tiempos primaverales vengan de la mano de ilusiones, que se ande con el ánimo ensalzado. Animalitos como somos, hasta la libido se exacerba y anda uno en la persecución irredenta por la saciedad de los instintos.

Pero yo, que tengo el reloj biológico o descompuesto o torcido, mientras todo el mundo anda en pos de algarábicas sensaciones, me envuelvo en desasosiegos varios, en múltiples disgustos con una vida carente de entusiasmo y en continuas aversiones con lo cotidiano.

En etapas sensibles, es natural buscar el cobijo de la cofradía.

Los emparejados buscan, en su siempre comprensivo par, eco a sus demandas. El otro, dispuesto como está a escuchar atentamente, nos ha de mirar con dulzura, nos acariciará la cabeza, nos convidará de sus tiernas palabras pletóricas de tolerancia y nos apapachará como es debido hasta que uno se sienta menos vil, menos chinche, menos nada.

Los desemparejados siempre pueden encontrar entre sus iguales palabras de aliento, compañía múltiple ante la cuarta cerveza y, en la décima, absoluta complicidad cuando el lagrimón estilo cocodrilo arriba so pretexto de la copiosa ingesta etílica.

Mas nada como la comprensión, la sensibilidad, el carisma femenino.

Yo, que soy del club de los desemparejados, pero, sabiendo la necesidad en estos casos del contacto femenino, me hice el aparecido ante alguien cuyas dotes habrían de cooperar para hacerme salir de tan difícil trance. Bastó un cómo estás para que yo empezara mi primer intento por enumerar mi lista de quejas que podrían ser el inicio de mi crisis de los 30.2.3.1.

El teléfono sonó insistente. 20 minutos después, regresó con disculpas y un ¿me decías?

Recomencé. El bip bip de un mensaje interrumpió de nuevo. Una ventana parpadeante obligó a una tercera pausa y el hervir de algo olvidado en la estufa fue el acabose.

Salí de ahí peor que como había llegado. El lance desde un puente peatonal pudo ser la respuesta. Después de minuciosos cálculos, comprendí que, a lo sumo, terminaría tetrapléjico. Modo matemático para disimular la incipiente cobardía.

Entré al primer bar que se me cruzó en el camino. En la mesa del rincón, estaba un viejo conocido. Después de la tercera cerveza confesó, entre sollozos, que, emparejado como estaba, su par tampoco lo comprendía.

A la media noche, nos trepamos, ayudándonos mutuamente, al puente peatonal. Decidimos que a la de 3.

En el 2 y medio, su par lo llamó a voz en grito. En la prisa por volver a casa, casi se rueda por las escaleras.

Cuando me vi solo de nuevo, los cálculos matemáticos me regresaron con claridad inusitada.

Dos semanas después, cuando ya la vida me había metido de nuevo a su insípida rutina y no me dejaba tiempo ni para subir a los puentes, me reencontré con aquella alma caritativa que, por fortuna, había salvado a las acelgas en su último hervor. Con sincera curiosidad, se atrevió a preguntarme: oye, el otro día te pasaba algo, ¿no? Le contesté que no.

Se despidió más tranquila.

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