martes, 18 de octubre de 2011

Estrés sin prisa

—“Sufro —le dije parafraseando la primera cosa que aprendí de memoria cuando aún no aprendía a atarme los zapatos—, un mal muy espantoso como esta palidez del rostro mío”.

¿Qué me pasa, doctor, qué me pasa?

Después de varias pruebas, radiografías, análisis de sangre y de chis, dictaminó con voz serena: Adolece usted de una típica combinación de modorra feliz y estrés sin prisa.

Y sí. Hacía días que la sangre no me corría por las venas, más bien me paseaba por ellas simplemente. Mis leucocitos navegaban sobre una góndola veneciana mientras mis glóbulos rojos la hacían avanzar entonando con parsimonia un “O sole mio” a ritmo de bolero. Las plaquetas entonaban en versión coral “La canción mixteca” y un leve sopor invadía a mi torrente sanguíneo a lo largo de las horas.

Ante mí, todo pasaba tan de prisa que me causaba un estrés insoportable y, sin embargo, todo seguía en mi ser al mismo ritmo semilento sin que la preocupación alcanzara para meterme al andar acelerado de los demás en el mundo.

Me despertaba cada mañana con la preocupación de las docenas de cosas que tenía por hacer y, al final del día, no había hecho una sola, lo que aumentaba mi estrés para el día siguiente.

El mal se incrementó al paso de los años hasta darme cuenta que mi vida, tal como era, había transcurrido menos de la mitad de lo humanamente necesario y decidí hacer algo al respecto. Entonces recibí aquel veredicto y la receta de mi mal.

Como a aquellos con presión alta se les recomiendan días en algún sitio a nivel del mar, a mí se me impuso, como primera etapa de tratamiento, viajar y conseguir un trabajo en Londres.

En menos de 15 días estaba curado.

Mis leucocitos aprendieron a vivir a ritmo tecno y, en lugar de balancearse en góndolas venecianas, se treparon a todo trotar en el metro londinense de las 5 de la tarde. Aprendí a vivir de prisa, beber de prisa, coger de prisa y llorar mientras cagaba. Supe la sustancial diferencia entre 5 minutos de más y 5 horas de menos y un día me avisaron que por fin me habían jubilado.

Otra vez no hay prisa de nada y la cabeza no deja de ir a mil por hora. Ahora que no soy más un obrero calificado con alto rendimiento laboral, descubro que me estresa demasiado no tener prisa de nada y que mi modorra feliz se instala en mi sistema como un cáncer que invade plaquetas, glóbulos blancos y rojos y la sangre otra vez, en vez de correr, pasea por mis venas.

Después de tanto correr, miro a mi alrededor y no me he movido ni un centímetro del mismo punto de donde he empezado. Y en medio de la modorra sexagenaria, parafraseo en aquel idioma que aprendí con prisa: I’m not really happy, my lord.
  

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