Al principio, añoraba regresar a casa y pasar el tiempo con Mariana.
Salíamos a cenar, a tomar algo. Duró poco. Luego nos acostumbramos a estar en
casa, a ver películas en la televisión y a pedir comida por teléfono para no
tener que cocinar. Nunca nos gustó a ninguno de los dos, la cocina, quiero
decir. Yo comenzaba a extrañar un poco las juergas con los amigos y los flirteos
en los bares, pero estaba decidido a ser un buen esposo y un mejor padre. Lamentablemente,
en aquella época no tenía ni puta idea lo que eso significaba; creo que se lo
oí decir a mis tías, a mi madre o a la señora de la limpieza y no me di cuenta
cuando ya se me había instalado en el inconsciente, en el consciente y en el
pantalón de vestir.
Ahora, no dejo de
pensar en eso. ¿Qué diantres significa eso de ser buen esposo y mejor padre? La
sola idea ya me causa arcadas. ¿Tendrá que ver con dejar de coger con otra que
no sea con la que cohabitas? ¿Tendrá que ver con aprender a decir: sí, señor;
sí, mi vida? ¿Tendrá que ver con aprender a cambiar pañales en 23.34 segundos y
repetir cada 7 u 8 minutos: No, niño, no; qué lo vas a tirar; qué lo vas a
romper; Mariana, dile a tu hijo.
Después del nacimiento
de Pablo, cualquier vestigio de romance entre nosotros se esfumó por completo.
Por mucho que intentáramos, la paz se rompía irremediable cada 3 horas exactas.
Quien diga que el reloj biológico no existe, miente con flagrancia. Fue
entonces que me refugié en la oficina.
Había notado que,
mientras yo esperaba con ansias la hora de salida, varios se quedaban mucho más
tiempo haciendo no sé qué. Después de Pablo, lo supe. Lo que todos esos rufianes
hacían era algo simple y elemental: hacían tiempo.
Me uní al club y nadie
preguntó nada. Me aceptaron tácitamente a su club de perdedores que fingían
trabajar horas extras con tal de no tener que llegar a casa pronto. A veces nos
tomábamos algo. Luego, nos llenábamos la boca de goma de mascar para tratar de
disimular el desvarío. Yo era el león joven entre leones viejos y expertos que
me miraban, ahora lo sé, con dulce lástima por mis absurdas esperanzas que la
cosa mejoraría cuando Pablito creciera.
Años después, ya no
sólo huyo de la casa, también de la oficina. Frunzo el ceño con una sonrisa de
un solo lado que intenta ser sarcástica. Ya soy del clan de los leones viejos. El
par de leones jóvenes recién egresados, recién casados, recién contratados, que
aún tienen prisa por llegar a casa, gastan sus energías en mirar cada cinco
minutos el reloj esperando con ansias volver a ver a su mujer que los espera
con pasta, vino y sin ropa interior debajo del vestido recién comprado. Lanzo
un pronóstico: hoy, al más joven de los dos, ella le dará la noticia (desde la
llamada del mediodía parece más nervioso que nunca).
Huyo de la oficina. No
la soporto. Retraso la llegada a casa. Tampoco la soporto. Me meto en el primer
bar que me encuentro en el camino. El Atlas ha vuelto a perder. Puto equipo de
mierda. Se me acaban los pretextos. Llego a casa ya muy entrada la noche. Sin goma
de mascar. Mierda, la luz está encendida. Respiro hondo. Pleito. Pleito seguro.
Ahora sí me va a oír esa hija de puta. Un algo en la boca del estómago me
revienta. Con un algo en la boca del estómago empieza todo. Con un algo en la
boca del estómago se termina. Pablo va a despertarse con los gritos.
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