Mientras haya drama, la fiesta continúa. Mis peleas con Mariana fueron
transformándose durante diez años. Las primeras, cuando todavía éramos novios,
eran absurdas. Idiota como siempre he sido, me costó meses comprender que
coincidían con los ciclos de la luna. Una noche de luna en cuarto menguante, lo
comprendí. A partir de entonces, dejé de preocuparme por el pretexto. Antes de
eso, yo tenía a bien preguntarme: ¿por qué lo que ayer le parecía encantador
ahora le molesta? Sí. Ya lo dije: Idiota siempre he sido.
Luego, los pretextos aumentaron y el ciclo de
la luna se distorsionó, al punto que se invirtió del todo. Había que espera
cuatro largas semanas para tener tres días de felicidad. Al paso de los años,
los pretextos se sumaron al cansancio, al desinterés, al hastío. Los dolores de
cabeza aumentaron, las protestas se volvieron tácitas, las ausencias se
hicieron explícitas. Las peleas con gritos y platos voladores se volvieron la
hermosa rutina del sábado por la noche. Mientras Pacquiao caía desmayado por un
golpe certero, yo lograba esquivar una inexacta bofetada.
La vida, se
transformó, en silencio, en reclamo, en ausencia. No sé dónde carajo leí (¿o lo
soñé, o lo inventé o me lo contaron?) que el amor dura siete años, el tiempo
exacto en que el cachorro de humano es capaz de valerse por sí mismo. Dicha
teoría tiene sus inexactitudes. Primero, porque nuestro cachorro de humano aún
no cumple 2 años, lo cual significaría que aún faltan… ¡Un momento! ¡Llevábamos
siete años juntos cuando la cosa esa salió azul! ¿Acaso el amor ya se había
acabado en el momento justo en que aquel óvulo ansioso y ese espermatozoide
traidor se reunieron? Lo dicho: siempre llego tarde a todo.
Si hacemos caso a esas
teorías biológicas, el amor debió empezar cuando empezó el desamor. Desde
entonces, nos hemos dedicado a no evitar lo inevitable. Volvemos a herir antes
de que sane la herida, las disculpas ya no aparecen ni por error en el
horizonte. El nuevo día anuncia la tácita tregua. En tiempos del imperio
romano, la paz consistía en la simple ausencia de guerra. Eso ha sido lo
nuestro, cortos periodos de ausencia de guerra sólo para preparar la siguiente
embestida. Los novios dicen que lo mejor de una pelea es la reconciliación, la
pasión reactivada. El matrimonio cambia esa regla. ¿Cómo podría haber
reconciliación ante una batalla que no termina nunca y cuya tregua sólo es una
pausa de la misma guerra?
La cotidianeidad
oculta la larva del hastío que avanza entre gritos sabatinos, domingos
pesarosos y lunes desmañanados. Y un día, empieza a salir a la luz. Aparece en
el mediodía de la oficina, en las ocho de la noche con el televisor encendido,
en los domingos de futbol entre llantos de un Pablo con más ánimo de queja que
yo.
Como si fuera una idea
ocurrida de improviso, como si el peso de diez años no se hubiera ido acumulado
lentamente, me siento en el sillón de la sala un miércoles cualquiera y espero,
con más paciencia que inquietud.
Mariana se queda con
la perilla de la puerta en la mano al verme. No alcanza a cerrar la puerta
cuando mi voz le llega con la pausa exacta para ser captada por todos sus
sentidos:
—Mariana, tenemos que hablar.
Su cara se ve más
blanca que nunca. No atina todavía a cerrar la puerta. La perilla aún le sirve
para sostenerse.
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