Todo fue en buenos términos. Le expliqué mi cansancio, mi hastío, mi
sensación de sinsentido. Ella escuchó atentamente. Con toda calma, me contó
también su desazón acumulado durante años, mis ausencias, mis olvidos. Hablaba
con la pausa justa para que sus palabras llegaran claras a mis oídos y transmitir,
en cada una de ellas, sus más profundas emociones. Yo, con la paciencia
aprendida durante diez años, la tomé de las manos mientras ambos nos contábamos
lo que el otro había dejado de hacer por el uno.
Patrañas.
Con la perilla de la puerta aún en la mano, el
fulgor de la furia iluminó sus pupilas. Tenemos que hablar, dije. ¡Claro que
tenemos que hablar! Contestó. Mi plan de civilidad se fue al garete en un
segundo.
Hay que ser pendejo. Durante
diez años lo aprendí: Mariana, frente al temor, se encabrona; frente a la
tristeza, enfurece; frente a la incertidumbre, vocifera; frente al dolor,
explota; frente a la disputa, rompe cristales. Y yo, que tengo la serenidad de
un bulldog azuzado ante su presa, hice lo propio.
Si no supiera que pasa
lo mismo en la casa contigua y en la contigua a esa, tendría la desfachatez de
decir que, aquella noche, hubo la batalla más épica en la historia de los
desmantelamientos maritales. Quien tenga la osadía de decir esa gastada,
redundante y patética frase de “terminamos en buenos términos”, miente más que
nunca, miente más que siempre.
Nada hay de
diplomático en los rompimientos. Conozco casos en que las vajillas se quedaron
en su sitio, lo cual no garantiza que, tardeo temprano, en el momento menos
esperado y del modo más agreste, arribe la venganza. Muchos hemos querido algunas
veces, algunos hemos querido muchas veces, ser la reencarnación de Edmundo
Dantés y fraguar la más meticulosa y cruel de las venganzas ante nuestros
adversarios; el plan, generalmente, se derrumba cuando descubrimos que nos hacen
falta tres cosas necesarias para nuestro cometido: paciencia, fortuna y
creatividad.
Rompimos todos los
platos que pudimos —lo cual facilitaría la mudanza, si fuera el caso—. No sé en
qué momento, me trepé sobre el impecable blanco de los sillones, desmonté la
enorme foto de bodas de la pared y la estrellé contra la mesa de centro; luego,
como acto algo más que simbólico del rompimiento, hice pedazos su cara y la
mía. Fui un Hijo de Puta; ella, una puta, a secas. Fui un cabrón de mierda;
ella, una mierda simple. Lo cabrona la guardaría para después.
Mi plan de venganza, a
falta de las tres cosas antes descritas, se derrumbó a las pocas semanas. Ella
sustituyó la paciencia por furia, su fortuna por la mía y la creatividad por un
rencor eterno e inacabable.
A casa de mi madre,
donde vivo “temporalmente”, llegan los estados de cuenta, los recibos de las
colegiaturas, la lista de útiles escolares —¿piden útiles escolares en las
guarderías?— y los reproches en catorce folios tamaño oficio y por triplicado. Estoy
a punto de firmar mi sentencia de muerte. Tal vez sea mejor pedirle que me
perdone, pero, ¿qué sería de nuestra unión si ya no existe la foto de bodas? Pegar
los trozos, cual rompecabezas, resultaría espeluznante. Un ojo arriba, el otro
más abajo; la parte derecha de la boca, asimétrica con la izquierda, parecería
fruncida a propósito. Además, dudo mucho que aparecieran todos los pedazos. Habían
terminado hechos añicos y esparcidos por el suelo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario