Cuando el fin del mundo llega, no hay a dónde correr, entonces, ¿para qué
corre? Tómese un whisky y espere la hecatombe en primera fila. Si le da tiempo,
avísele a sus seres queridos sus arrepentimientos; si le sobra, reivindique sus
odios a los enemigos. Porque no es cosa de traicionar principios sólo porque se
va a acabar el mundo. Hay que seguir siendo lo que es uno. Cabe la posibilidad
de que sea usted uno de los sobrevivientes; sería vergonzoso que sobreviviera
con hipocresías. Ah, la esperanza, mi pecado favorito. Ya veo a cada uno de los
que siguen estas líneas diciéndose: A huevo, yo sobreviviría. ¿De veras se cree
tan especial? Si le pasaran una encuesta de esas que están tan de moda por
estos días y le preguntaran: ¿por qué cree que usted merece sobrevivir al fin
del mundo? ¿Qué contestaría? Mejor aún: si le dieran la oportunidad de salvar a
algunos, ¿quién sería sujeto de su magnanimidad?
El fin del mundo, como se sabe, no llegó como
estaba planeado (planeado por quién sabe quién, porque los mayas tuvieron muy
poco que ver en esto). En nuestra infinita vanidad, hasta eso creemos que es
posible planearlo. ¿Supieron de unos italianos que tienen un bunker en tierras
mayas a la espera de semejante acontecimiento? Si yo fuera ellos, ahora
pospondría la fecha, con tal de seguir creyendo en algo, aunque ese algo
signifique dejar de creerlo todo. El destino, tarde o temprano, nos dará la razón
porque, señores míos, esa cosa llamada destino no es otra cosa que la
propensión natural a donde conducen cada uno de nuestros actos sobre la faz de
la tierra.
Los mayas, tipos brillantes por lo que se sabe
(cosa no muy difícil si los comparamos con los tipos de hoy), tenían razón:
para conocer el final, habría que comenzar por el principio.
El final no es otra
cosa que la explicación del principio. Yo, en mi idiotez suprema, tengo la
desfachatez de preguntar cada mañana: qué he hecho yo para merecer esto. Nacer,
pedazo de imbécil y, por si fuera poco, seguir viviendo que, en términos
simples significa: seguir haciendo las mismas estupideces una y otra y otra y
otra vez más hasta que, en efecto, se me acaba el mundo.
En tanto, hay que
buscar culpables. Un espermatozoide trasnochado y ebrio que tuvo a bien
emparentarse con un óvulo en total desesperación son los primeros responsables.
La lista incluye todo aquel que se ha cruzado en mi camino desde entonces. La
madre sobreprotectora, el padre ausente; el maestro adulador, la maestra impasible;
el jefe idiota, el gerente lamehuevos; la novia comprensiva, la esposa
hijadeputa. Y como eso no basta, agréguense dioses inexistentes, patrias
desposeídas y amigos fracasados. Con todo eso, ¿cómo no se podría justificar la
consecuencia? En esas condiciones, el fin del mundo llega solo, y llega a
tiempo.
Así que hay que estar preparado. ¿Qué le parece si, en vez de lloriquear por lo
que pudo haber sido y no fue, se amarra sus huevitos, o sus ovarios o lo que
tenga a bien amarrarse, y enfrenta de una vez por todas la más cruda de las
realidades: en lo que piensa en el fin del mundo, el mundo seguirá girando y,
en breves, sin usted encima, lo cual ya debería ser cosa de importancia. Y eso
sí que está más que planeado.
Si se le está acabando
el mundo con esta declaración, en este mismo blog hay un psicólogo incluido.
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